Hace 60 años hacíamos coronas el 31 de octubre. Una cantidad grande, con ayuda de los trabajadores del taller de tejeduría. El 1 de noviembre a las 4 de la mañana cargábamos coronas, pino y la llamada flor de muerto, la flor de los 20 pétalos, originaria también de Guatemala. Alumbrados con candelas y con azadón en mano, limpiábamos alrededor de las tumbas, adornábamos, encendíamos velas. Y el ayote en dulce no faltaba, para nosotros y para los ancestros.
Hoy entiendo el gran simbolismo de la flor de muerto. El 20, en la cosmovisión maya, representa a la persona, al pueblo, y es la base del sistema vigesimal de nuestros antepasados mayas. El amarillo, en los cuatro rincones del universo, es el lado de la vida, el oriente, donde sale el sol, y el olor penetrante de la flor recuerda el aroma de la muerte. Vida y muerte como un todo. Tal vez por eso duele la muerte, pero no se le teme. No es el fin ni es castigo. Los cronistas invasores y el Códice florentino expresan el simbolismo de la flor de muerto (cempasúchil en México). En el cementerio de Quetzaltenango, en ramos, la flor abunda. Es la vida a la par de la muerte, igual que las personas y los pueblos en permanente recreación. Debido a su color naranja y a su fuerte aroma, los mesoamericanos creían que esa flor guiaba el alma de los muertos a su lugar de pertenencia.
El culto a los ancestros ha sido confinado por la pandemia. Los cementerios lucieron vacíos y las almas de los vivos se llenaron de tristeza por no acercarse al lugar donde moran los cuerpos. Sin embargo, en los altares de las casas no faltó la flor de muerto para invocar e invitar a los difuntos a visitar a las familias y a compartir el ayote, la comida y la bebida al ritmo de la marimba. Porque la vida y la muerte como un todo son pesar y alegría.
Según los abuelos, al morir, el camino es hacia Xibalbá bajando nueve escalones y atravesando el río que divide la vida de la muerte. Hay un perro (tz’i’) que ayuda al difunto a pasar y que lo encamina a su último destino, llamado Xibalbá (Mictlán en otras culturas), donde vivirá por siempre, alimentando desde el interior de la madre tierra las semillas de vida que ha dejado en sus hijos, en su descendencia o en su familia. Por eso siempre invocamos su acompañamiento.
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Esta columna es la número 100 acá en Plaza Pública, un espacio de oportunidad que me ha permitido cada 15 días expresar ideas, experiencias y conocimientos si no finales, sí en construcción permanente. Les agradezco a este medio (por su confianza), a los que me leen, a los que les molesta lo que escribo y a aquellos a los que pueda serles útil. Quería escribir al respecto. Sin embargo, no esperaba las sorpresas insondables de la vida: la muerte de mi hijo Rigo Alejandro, víctima del covid.
Sufrimientos y esperanzas, miedo y valor, dolor y tranquilidad, fe y desesperanza fueron los últimos acompañantes de Rigo hacia Xibalbá, «el lugar de la muerte, como lo indican varias fuentes mayas, entre las principales el Popol wuj. La tradición oral actual conserva el concepto de origen de la vida y el retorno a tal lugar […] Nosotros nos vamos, nosotros retornamos al lugar de donde procedemos (decían los ancestros)» [1].
Lo que nos enseña el covid es que el ser humano no es la cúspide de la creación, según la tradición occidental, sino que es la madre naturaleza la que rige y determina el rumbo de la vida y la que hoy expresa signos del desequilibrio y el deterioro que hemos causado con nuestros modelos económicos y con la ambición humana, que está matando a la tierra.
Es un organismo microscópico el que está demostrando que la grandeza humana no es tan cierta ante lo infinito de lo micro y de lo cósmico. Sin embargo, son víctimas inocentes, que arriesgan su vida trabajando por su familia y por la sociedad, sin protección social, sin sistemas adecuados de salud, las que están muriendo. Y son las pérdidas más dolorosas.
Nuestro dolor es inmenso ante la pérdida del hijo, pero lucharemos por los que quedan: los nietos, que son la proyección de la vida biológica, intelectual y espiritual de Rigo Alejandro. ¡Hasta pronto, noble guerrero!
[1] Pakal B’alam Rodríguez.
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