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Morales Santos, editor

Si ha habido una vida dedicada a las letras, esa ha sido la de él. Morales Santos es un pedazo de Historia viva, pero también de sensibilidad, de compromiso con su tiempo y con la memoria
Uno termina de leer «Estación florida» con la imagen firme de un poeta que se ha dado a la tarea de la edición, del rescate de otras voces, con su lucha por traer al presente sus palabras, por devolverles el espacio que este país les quitó.
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Morales Santos, editor

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A Francisco Morales Santos lo conocía por nombre. Durante los primeros años de este siglo, sabía que era un poeta vivo. La primera vez que lo vi fue en las aulas de la Universidad de San Carlos de Guatemala, a donde llegó como invitado ―en algún curso que no recuerdo― para hablar acerca de poesía guatemalteca. No volví a saber de él, tampoco tuvimos ningún acercamiento a su obra en ese entonces. La vida, sin embargo, me tenía deparada una cercanía intensiva, algunos años después, ya fuera de la universidad, cuando los caminos laborales y culturales me llevaron a trabajar, durante 12 años, con la edición y el rescate de la literatura guatemalteca en Editorial Cultura, la editorial del Ministerio de Cultura y Deportes que estaba a su cargo.

Francisco Morales Santos había empezado su paso por la Editorial en 1999. Sin embargo, su experiencia con la edición venía de unos treinta años atrás, de finales de la década de los 60. Cuando, junto a otros seis poetas, que eran originarios de diferentes puntos del país, conformaron el grupo Nuevo Signo. Me refiero al poeta de Totonicapán, Luis Alfredo Arango; a José Luis Villatoro, un maestro de San Marcos; a Julio Fausto Aguilera, que era de Jalapa y que ya había sido parte de un grupo anterior a Nuevo Signo, el grupo Saker-ti; a Roberto Obregón, que era de Suchitepéquez; a Antonio Brañas, que era antigüeño ―y era el más viejo del grupo, pues ya había transitado en grupos literarios desde la década del 40― y Delia Quiñónez, la única mujer del grupo, que es capitalina, y que trabajaba en el Departamento de Bellas Artes, la versión previa al Ministerio de Cultura y Deportes.

En la oficina de Quiñonez había un mimeógrafo, y alrededor de él se reunía el grupo de poetas para armar sus propios poemarios. Libros que estaban conformados por la impresión de hojas sueltas que se agrupaban dentro una especie de fólder. En la parte frontal, a manera de portada, aparecían las ilustraciones de algunos de los artistas plásticos de la época.

Hablo de Barro pleno, de Delia Quiñónez; Transportes y mudanzas, de Antonio Brañas; Pedro a secas, de José Luis Villatoro; Guatemala y otros poemas, de Julio Fausto Aguilera; Arpa sin ángel, de Luis Alfredo Arango; y de su propio libro titulado Nimayá. Fue este un inicio que muchos años después, al frente de Editorial Cultura, lo llevó a conformar un amplio catálogo que incluyó Teatro, Crónica, Ensayo, Narrativa breve, Novela, Poesía y Literatura infantil. No solamente de autores guatemaltecos contemporáneos, entre los que se encontraban muchos jóvenes, sino también de escritores guatemaltecos cuya obra había quedado fuera del alcance de los lectores debido a ediciones limitadas que se habían agotado con el paso del tiempo. 

Durante más de veinte años, Morales Santos marcó allí el orden de las publicaciones, pero también distribuyó el escaso presupuesto que durante ese tiempo le fue asignado. Fue editor, pero también fue diagramador. Fue el guardián de otra memoria, esa que contienen los libros. Durante el tiempo que estuvo frente a la Editorial Cultura se empeñó en que el olvido trajera de vuelta a estas orillas algunos poemarios de Luis de Lión, Roberto Obregón, Mario Payeras, Isabel de los Ángeles Ruano o Alaíde Foppa. Reunió la poesía de Luis Alfredo Arango, la de José Luis Villatoro, la de Luz Méndez de la Vega y la de César Brañas. De la Editorial salieron algunos libros de ensayo de Mario Roberto Morales, y trajo de vuelta más de alguna novela de Franz Galich, o de autoras como Yolanda Oreamuno, de origen costarricense, pero relacionada con Guatemala a partir de haber sido galardonada con el Certamen 15 de septiembre a finales de la década de los 40.

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La literatura escrita por los jóvenes fue para Morales Santos una referencia prioritaria. Podría afirmar que varios miembros de una generación que nació a principios de los años 70, y hasta finales de los 80, lograron ser parte del catálogo de Editorial Cultura gracias al ojo y la apertura que les fue propiciada ―o mejor dicho― que nos fue propiciada por él, tanto en los géneros de poesía y narrativa, y, durante los últimos años, también de ensayo. Un hecho inédito en los por siempre cerrados espacios culturales y editoriales que buscaron sus propios cauces y se fueron multiplicando a partir de la firma de la Paz. Quedará en Morales Santos, sin duda, el mérito y el recuerdo del primer espaldarazo editorial de una generación que sigue escribiendo y publicando.

Y cuando terminó de trabajar en Editorial Cultura, el editor todavía estaba allí. Quizá porque un trabajo de tantos años pasa a ser parte de la vida, un par de años atrás nació Morales Santos, editor, un sello que empezó a funcionar como un proyecto financiado por ADESCA, que le ha permitido seguir publicando literatura guatemalteca, con limitaciones, siempre, pero con paso firme.

Morales Santos y los nombres de su tiempo

Los años que transcurrieron para mí en Editorial Cultura, literalmente a la diestra del poeta y editor, estuvieron matizados, además del trabajo y los libros, por breves testimonios que revivían de manera circunstancial, y que Morales Santos dejaba escuchar desde su escritorio de Director. Así, esa pequeña oficina compartida se convirtió muchas veces en testigo de historias de vida y literatura que, en su caso, constituyeron siempre un camino paralelo.  

Fue de esta manera como alguna vez surgió el nombre de don Fidencio Méndez, su maestro de escuela, el responsable de que la escritura y los libros se convirtieran en un camino. O el nombre del poeta y sacerdote René Acuña, con quien coincidió en un viaje en bus desde Antigua Guatemala. Un trayecto durante el cual recibió una cátedra importante acerca de la literatura, que le dejó nombres como los de Miguel Hernández y de los poetas de la Generación del 27, que luego lo acompañaron como parte de su formación. 

El director de la página literaria del periódico El Imparcial, don César Brañas, también aparecía en los recuerdos del poeta. Las visitas a su casa, a donde le llevaba poemas, y las conversaciones que sostenían a través de papeles escritos que guiaban sus pláticas, porque Brañas era tan huraño que, según cuenta, se hacía el sordo. Y de rebote, desde la casa de don César, su encuentro con Francisco Méndez, quien luego de tomarse algunos días para revisar los poemas que le había llevado, descartó la mayoría por su estilo modernista y lo mandó a leer a otros escritores y a seguir escribiendo.

Contaba que a Luis de Lión lo conoció en el atrio de la iglesia de San Juan el Obispo, a donde Morales Santos había llegado para visitar a una novia. Desde entonces, los unió una amistad que duró hasta la desaparición del escritor por parte de las fuerzas represivas del Estado en 1984. Posterior a este hecho, la esposa de Luis de Lión, doña Tula, le entregó a Morales Santos los papeles del escritor, de donde, en 1995, surgió el cotejo entre manuscritos del que salió la versión definitiva de la novela El tiempo principia en Xibalbá, que fue publicada, bajo su cuidado, con Artemis Edinter. 

Durante muchos años, el resguardo del material le permitió a Morales Santos la publicación de algunos de los libros de Luis de Lión, como Poemas del volcán de agua, Poemas del volcán de fuego, los relatos de La puerta del cielo, y el hermoso taller de poesía que hizo junto a sus estudiantes, niños que no pasaban de los 11 años, y cuya creación apareció bajo el título Una experiencia poética

Otro poeta que marcó un episodio de la vida de Francisco Morales Santos y de la literatura guatemalteca, fue Roberto Obregón. Originario de Suchitepéquez, fue parte de Nuevo Signo, y su desaparición fue, además, la que marcó el final prematuro del grupo. La primera tragedia familiar de Obregón había sido el asesinato de su hermano. Él mismo ya estaba en la mira luego de haber vuelto de Rusia. Contaba Morales Santos que durante un viaje en bus a Costa Rica, junto a otros artistas y poetas, para participar en el Festival Internacional de la Juventud, el agente de la policía que había subido a pedir papeles, se había detenido al encontrarse con Obregón para preguntarle si él tenía un hermano que estaba becado en Checoslovaquia de parte de los guerrilleros. Luego, ya en Costa Rica, antes de emprender el camino de vuelta, se encontraron con que el cuarto en donde se habían hospedado había sido revuelto y registrado. A partir de ese hecho, decidieron, con muchas dificultades, pedir ayuda familiar para volver a Guatemala en avión. 

Fue, de hecho, durante uno de esos viajes centroamericanos cuando Roberto Obregón fue capturado y desaparecido. Esa vez, volvía a Guatemala desde El Salvador, a donde había viajado para compartir con los poetas del grupo hermano de Nuevo Signo: Piedra y Siglo. Grupo al que pertenecían también siete poetas: Rafael Mendoza, Ricardo Castrorrivas, Luis Melgar Brizuela,  José María Cuellar, Uriel Valencia, Julio Iraheta Santos y Ovidio Villafuerte. Al llegar a la frontera de Las Chinamas fue detenido y nunca más se volvió a saber de él. 

Devastados, los miembros de Nuevo Signo decidieron ponerle fin al grupo, a dos años de su fundación. Aunque un par de años más tarde se reunieron para publicar cuatro números de una revista a la que Antonio Brañas bautizó como La gran flauta. Muchos años después, ya al frente de la Editorial, Morales Santos publicó la poesía completa de Obregón en un bello libro titulado El arco con que una gacela traza la mañana, un homenaje a la memoria del poeta, de quien recordaba con una risa amplia el día que le dijo en voz alta a un agente que los abordó: «tan joven y tan policía».

Morales Santos, poeta

Pero más allá de ser editor, los grandes méritos de Francisco Morales Santos vienen de la poesía y de su numerosa producción personal. Una que empezó en soledad autodidacta, que confluyó en tiempo y espacio con la de otros seis poetas en la breve conformación de Nuevo Signo, que ha continuado, y de la que da testimonio hasta su última publicación del género, Estación florida, en 2014. 

Quizá su trabajo más reconocido, y al menos el que él mismo considera como una cúspide dentro de su producción poética es el extenso poema titulado «Madre, nosotros también somos historia». Una especie de crónica poética, según dice el poema; un testimonio según han dicho otros autores. Un recorrido por el terreno de la memoria junto a la imagen de su madre, una mujer esforzada y sencilla a quien busca rescatar de los olvidos, como un acto de reconocimiento y de justicia que se lleva a cabo a través del canto, de la poesía, esa misma que le sirve «para darse confianza frente a la tiniebla», no solo la del olvido sino la que en esos momentos se cierne sobre una parte de la Historia del país. 

Se trata de una épica doméstica, cotidiana, a la que el poeta le canta. Una heroína personal que se multiplica en las historias del colectivo nacional, la de las mujeres del campo, doblemente marginadas, por su condición de mujer y su condición de clase, reivindicadas en su voz como la argamasa, como esa pieza fundamental en la construcción de un país, de este país. Se trata, además, según él mismo relata, de un poema escrito entre lágrimas, de un tirón. Un poema que apenas exigió corrección, y se convirtió en un torrente que dejó su paso imborrable en la poesía guatemalteca.

Su último libro de poesía publicado fue Estación florida. Un texto dividido en dos partes: «Coronación de un sueño» y «Elogio del presente». Un libro que también guarda la forma del poema de largo aliento. En la primera parte, alrededor del sueño de construir una casa; y en la segunda, con un intenso canto de amor a la vida. 

En «Coronación de un sueño» aparece la invocación de «una casa que se convierta en el país que le embargaron». Nombrando el trabajo de construcción, los materiales, el refugio, Morales Santos pareciera ir deletreando un sueño de nido en el que cobija a Isabel, su mujer, sus hijos y sus amigos artistas. Una casa en la cual mantener a raya la cercanía de la muerte, que ha parecido cercar para siempre a este país. Una casa que se convierta, como enuncia, en un país sin olvido ni olvidados, / un país para la honra de los antepasados, / un país remozado hasta los tuétanos, /un país sin correntadas de indiferencia, / ni desbordes de pánico /o gemidos / un país sin confines, / mucho menos con la tierra calcinada: / casa y país de la memoria.

En su poesía se trenza lo íntimo y lo nacional. O como bien se ha dicho: lo personal se vuelve político. El anhelo del refugio de una casa y la familia es el mismo que aplica para un país y miles de guatemaltecos. Dos luchas, dos preocupaciones que lo han acompañado a lo largo de sus años atravesando la Historia de esta tierra.

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Por otro lado, «Elogio del presente» aparece como un heroico canto a la vida, como un inventario del tiempo, del cual surge una autodefinición con la que el poeta reafirma su espacio en el mundo. No soy de los que mueren con la muerte / de seres entrañables, / no soy de los que encallan en el llanto, /ni de los que acumulan anécdotas estériles. /más bien me he convertido en el vaso comunicante de sus voces, / soy sus manos y pies, / soy su memoria, /el eco de su postrer deseo, /el ojo que traduce sus últimas visiones (…) y más adelante reafirma lo que quiero es invocar la vida, / ponerme el alma de todos los ausentes / y encarar a la muerte para que devuelva el fuego / de sus hermosos corazones…

Uno termina de leer «Estación florida» con la imagen firme de un poeta que se ha dado a la tarea de la edición, del rescate de otras voces, con su lucha por traer al presente sus palabras, por devolverles el espacio que este país les quitó. Y con la maravilla de ver cuánta esperanza cabe en su poesía, a pesar del horror, a pesar de las pérdidas, a pesar de Guatemala.

Morales Santos, antólogo

De esta misma preocupación por el colectivo, que aparece reflejada en su poesía y en su trabajo como editor, surge otro ejercicio que lo ha acompañado a lo largo de los años, el oficio del antólogo. Una tarea que, según él mismo afirma, ha surgido, más que desde un impulso de editor, desde una preocupación por la memoria histórica. Bajo su cuidado estuvieron las antologías de la poesía de los integrantes de Nuevo Signo: Las plumas de la serpiente y Nosotros los de entonces. Aunque su tarea más ambiciosa ha sido la extensa antología titulada Los nombres que nos nombran. Un libro que ha ido creciendo a lo largo de sus dos ediciones, y la última, que recién ha terminado, para llevar a publicación. Una muestra poética guatemalteca que va desde Rafael Landívar y que, según cuenta, ahora llega hasta Julio Cumes, y que espera volver a publicar en breve. 

 

Morales Santos para niños

Si bien, el trabajo literario que Morales Santos ha llevado a cabo con la literatura infantil refleja en gran medida ese mismo gesto de esperanza que aparece en su poesía, el escritor afirma que el impulso de escribir para niños se reforzó junto a Luis de Lión. Una idea que compartieron luego de que se dieran cuenta de que se estaba escribiendo mucha literatura más bien infantilista. Morales Santos ya había publicado en una antología de la UNESCO titulada Niñas y niños del maíz el texto “Las mazorcas eran mis muñecas”, y posteriormente también incluirían varios de sus poemas en otra antología similar titulada Versos para colorear el mundo. Sin embargo, su obra es mucho más extensa, y él mismo considera como los más importantes de su producción, libros como Ajonjolí, Árbol de pájaros, Relatos de la tradición oral, Popol Vuh para niños  y Tejido de sueños, entre otros.

Su deseo de difusión de la literatura infantil también se fortaleció a través de su trabajo en Editorial Cultura, desde donde dirigió la publicación de una colección que incluyó el material de importantes escritores del género en el país. Tal es el caso de Luis de Lión, Delia Quiñónez, Gloria Hernández, Frieda Morales Barco, Matilde Montoya y René Molina entre otros. 

 

Morales Santos, galardonado

Si algún mérito le queda a la historia contemporánea, tan reacia a ver hacia atrás, es no haber perdido de vista a Francisco Morales Santos. Un hecho que, sin duda, está ligado a su trabajo constante con la literatura guatemalteca y con su rescate. Francisco Morales Santos es un nombre importante cuando se habla acerca de los escritores vivos de Guatemala. Así lo reconoció la Universidad de San Carlos, que en 2009 le otorgó el grado de Emeritissimum por la trayectoria de su vida y su obra. Algunos años antes había recibido también el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias, y le habían dedicado ferias del libro municipales, los Juegos Florales hispanoamericanos y el Festival Internacional de Poesía, ambos en Quetzaltenango. 

 

«A mí también me publicó Paco Morales Santos» 

Debió ser a lo largo de la segunda década de los dos mil cuando, junto a otros entonces jóvenes, escritores armamos una especie de lúdico reconocimiento al único editor que siempre estuvo abierto para conocer y publicar la obra de escritores que estábamos dándole forma a sus primeros libros. Un  hecho que significó un espaldarazo que a muchos nos lanzó a seguir escribiendo, y que para otros significó la entrada a la posibilidad de seguir publicando, de ir construyendo un nombre. Se trató de un grupo de Facebook que se llamó «A mí también me publicó Paco Morales Santos» y que no tuvo ningún otro objetivo más que reunirnos virtualmente en un acto de reconocimiento y agradecimiento. Por esa página pasaron nombres como los de Javier Payeras, Julio Serrano Echeverría, Juan Pablo Dardón, Luis Méndez Salinas, Carmen Lucía Alvarado, Jéssica Masaya Portocarrero, Marco Valerio Reyes Cifuentes, Rafael Romero, Eddy Roma, Eduardo Villalobos, Martín Díaz Valdés, Carlos Meza, Lorena Flores Moscoso, Rosa Chávez y Julio Calvo Drago, entre muchos otros. Yo misma soy, sin duda, de esa generación afortunada y agradecida de haber coincidido con él en tiempo y espacios.

El 4 de octubre, Francisco Morales Santos cumple 85 años. El tiempo ha pasado. Hace cuatro años dejó de trabajar para Editorial Cultura, y no porque él lo hubiera deseado. De esos años que le dedicó a la Editorial tiene presente que el tiempo y los recursos limitados le impidieron publicar todo lo que hubiera querido. Y las mismas limitantes ahora han ralentizado su trabajo para su nuevo sello editorial. Sin embargo, su relación con la literatura se mantiene vigente, no solo a través de la lectura, sino además a través de la escritura de varios proyectos, entre los que se encuentran la reedición de la antología de poesía guatemalteca, Los nombres que nos nombran; algunos libros propios de narrativa, sus memorias y la biografía de su esposa, la artista Isabel Ruiz, quien falleció en 2019. 

Si ha habido una vida dedicada a las letras, esa ha sido la de él. Morales Santos es un pedazo de Historia viva, pero también de sensibilidad, de compromiso con su tiempo y con la memoria. Su trabajo, a pesar de haber atravesado el horror, la desaparición de amigos entrañables, y de haber repasado los más crudos testimonios de esos años oscuros a través de la edición de los 12 tomos de Guatemala, memoria del silencio, nunca le cedió espacio al miedo, él nunca se guardó la palabra, fuerte y contundente, siempre dejó un espacio abierto para que en ellas se cuele la vida y la esperanza. Un espacio lo suficientemente grande en el que aún hoy cabemos todos. 

 

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