El Estado está tomado por las mafias; es fracasado, débil e ineficiente; no representa ni satisface a las mayorías; no es democrático, sino monocultural o un narco-Estado; no llega a todos; es colonial, neoliberal o republicano; etc. Y con estas pretendemos explicarnos las actuales condiciones de pobreza, enfermedad, ignorancia y racismo. Indudablemente, las reflexiones tienen mucho de validez y de objetividad, pero ¿las élites hegemónicas, las que controlan el ejercicio del poder económico, político y social, tendrán las mismas apreciaciones?
Pienso que, para ellas, el Estado es ideal, fuerte, legal, legítimo y soberano. Útil para salvaguardar sus históricos y coloniales intereses y, lo más dramático, bueno para toda la población. Y al que no lo acepte y piense lo contrario hay que perseguirlo, combatirlo y eliminarlo por comunista, subversivo, izquierdista, anarquista, resentido y enemigo de la patria, a la que hay que defender con honor y sacrificio (del pueblo, por supuesto). Para lograr esa dominación colonial crean y controlan todos los dispositivos y artefactos legales (la legalidad es una cuestión de poder, no de justicia, apuntan algunos teóricos), institucionales (justicia, Gobierno, Legislativo, sistema político) e ideológicos (educación, religión, medios de comunicación, imaginarios, valores). Así ejercen el poder formal e informal y garantizan la sumisión, subordinación y explotación del resto de la población, independientemente de si se trata de ladinos/mestizos o de indígenas.
Elemento central y determinante de estos mecanismos de ejercicio de poder es la discriminación racial. A decir de Eloy Jáuregui, «el racismo opera como verdad absoluta y se hace dogma político incluso entre las cumbres de la miseria, donde los pobres solo piensan en ser ricos».
Ante esta situación solo ha habido cambios simbólicos, coyunturales y superficiales a lo largo de la historia colonial, independiente y globalizada, debido, en gran manera, a que a esto que llamamos Estado ha sido analizado y caracterizado desde una óptica eurocéntrica y desde posiciones tanto de izquierda como de derecha. Por lo tanto, los planteamientos políticos de reivindicación y de cambio se ven limitados por el deseo de mantener ese Estado, solo que un poco más democrático e incluyente, como una invención criolla, un sueño ladino y una pesadilla indígena (parafraseando a Arturo Taracena).
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Desde mi particular punto de vista, nunca ha habido un Estado (tal como lo define la teoría política) ni gobiernos democráticos que lo conduzcan de esa manera. En Guatemala, como forma de gobierno, se han practicado, directa o indirectamente, la monarquía, la aristocracia, la democracia, la tiranía y la oligarquía, formas que conviven y actúan simultáneamente, pero especialmente la oclocracia, que, según el diccionario, «es el poder o gobierno ejercido por la muchedumbre, poder de la masa. En ningún momento se refiere al poder político de la mayoría de un pueblo, sino a una degeneración resultante del uso de la demagogia que en nada tiene que ver con un poder mayoritario democrático, de un pueblo organizado políticamente, y sería la obtención del apoyo político de las masas por parte de grupos, dirigentes o élites que las utilizan en beneficio del ascenso propio, mediante promesas propagandísticas y manipuladoras que saben halagar las aspiraciones inalcanzables del pueblo, o incluso la irracionalidad de un pueblo ignorante, también a veces mediante el desarrollo de fanatismos ideológicos, adhesiones de fe, miedos u odios bien promovidos».
Por eso pienso que lo que se instauró primero con la invasión europea, luego con la llamada independencia y después en 1871, 1944 y 1985 no fue un Estado. Fue una forma perversa de organización política, económica, territorial y cultural que en el discurso se planteaba como copia y continuidad de la evolución del Estado en Europa, pero que en la práctica implicó conservar el sistema de feudos de épocas anteriores: espacios limitados de ejercicio de poder, de privilegios y de prevalencia de élites nobiliarias u oligárquicas. Con esa implantación de la lógica feudal prolongada durante la Colonia, la vida independiente y republicana sufrió una metamorfosis a lo largo del tiempo, la cual se llevó a cabo imponiendo los enclaves coloniales, materiales y subjetivos, con límites bien definidos, clavados a la fuerza dentro de otros espacios mayores, que eran invadidos, dominados y explotados.
Esos enclaves coloniales, reinventados por el colonialismo para su perpetuación, insertados en territorios y pueblos ancestrales, tienen incidencia directa en la sociedad, en la organización territorial, en las instituciones, en las prácticas y en los saberes, como ampliaremos en el próximo artículo.
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