Harta de moverme frente a una manada de camionetas negras blindadas que, rodeadas de una comitiva de motocicletas con policías armados, van amedrentando gente para que salga del paso porque dentro llevan a algún funcionario que se siente intocable, impune, importante, un semidiós posmoderno con actitud de militar. Como le dice Vega a Moya en El asco: acá todos quieren ser militares y por eso caminan, hablan y matan impunemente como ellos. Acá sobra la vocación para ser militar, tanto que en 20 años solo quedarán dos profesiones: militar o político corrupto.
Pero todos los días el sol se suicida en el horizonte y nada cambia. Siguen las mismas caras tristes, rotas, hambrientas, ultrajadas. Paso el día con la necesidad de enterrar la cara en el celular y fingir que es un mundo dentro de otro. Y lo es. Y así pasan 365 días y se cumple un año más mirando el cielo rosado de noviembre, queriendo rezar sin encontrar la convicción ni las palabras. Entonces, la vida me arrastra la mañana del jueves hacia la sala de audiencias de la Corte Suprema de Justicia, donde me paré hace unos años con la mano a la altura de mi hombro y juré ya ni sé qué, pero lo juré. Acá estoy ante una sala vacía, acompañando a una visita que no es para mí, pero que se siente mía. Esa misma sala que ha absorbido lágrimas de delincuentes y víctimas con sus ascendentes filas de asientos amarillos. Y tengo la sensación de que ese suelo, como muchos otros sobre los que me he parado este año, está quebrado.
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Estoy tan absorta en eso que no me he dado cuenta de que, a mi lado, la persona a quien acompaño (aunque más creo que ella me acompaña a mí) está llorando. Le pregunto si está bien. Ella viene de lejos. Es la primera vez que está en el país, pero de alguna forma ha sido parte de los procesos de justicia transicional y ha visto esa misma fotografía cientos de veces, solo que, en la que ella ha visto, la sala está repleta de periodistas, de abogados, de acusados, de mujeres indígenas que han declarado sobre desapariciones, violaciones, torturas, y que han visto cómo sus aldeas enteras se deforman a cenizas y fosas comunes. Y ahora está acá, parada a la par mía, una mañana en la que casualmente (si todavía se cree en las casualidades) es mi cumpleaños. En esta sala donde solo estamos ella y yo. Y la escena completa la conmueve tanto que llora. Me pide perdón por ello. Yo le pido perdón por no llorar.
Nos sentamos en silencio un rato en las sillas de la primera fila. Ha sido un año de mierda, pienso, o uno muy extraño, en el que todo lo que no debía pasar pasó. Así, parece más fácil endurecerse o autoengañarse hasta permitir que una parte nuestra se corrompa o se doblegue ante ese vómito impostergable producto del asco. Me pongo de pie despacio. ¿Nos vamos? Ella no tiene idea de que sus lágrimas me han revuelto un poco la esperanza. Sí, vamos. Nos sonreímos mientras empezamos a caminar. Siento el pecho suavecito, inflado. No estoy muy segura de por qué, pero voy contenta. Al final, pienso, la felicidad está en esas pequeñas partículas que componen el material del que están hechos esos instantes irrepetibles. Tal vez la esperanza también. En el carro pasamos a un costado del Congreso. Vemos la calle cerrada por un contingente de policías que lo rodean. Respiro hondo. Allí está otra vez esa sensación que me enferma, pero al menos ya vino una extraña hoy a llorar a una sala vacía porque hay conmociones y añoranzas más fuertes que todo el cansancio. «Ese es el Congreso», le digo. No le explico por qué están cerradas esas calles que son nuestras, por qué tanta policía. Voy en silencio, pero con el pecho blandito, y ya ni el puto asco lo logra endurecer.
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