Históricamente, las formas de atacar al Parlamento han sido diversas, desde ataques directos y brutales, como incendiar sus instalaciones, hasta la captura de estas. Destaca, como emblema de la consolidación del régimen nacionalsocialista (nazi) de Alemania, el incendio del Reichstag (el Parlamento alemán) el 27 de febrero de 1933, solo cuatro semanas después de la juramentación de Adolfo Hitler como canciller (jefe de gobierno). Luego del incendio del Reichstag, el régimen nazi inició una campaña de represión y de asesinatos selectivos como un primer episodio de lo que hoy conocemos como la tragedia del Tercer Reich alemán.
Entre los historiadores no existe acuerdo en cuanto a quién incendió el Reichstag, pero lo que es un hecho indiscutible es que ese siniestro resultó políticamente beneficioso para los nazis, quienes lo instrumentalizaron para reprimir a la oposición política y despojar de poder a las instituciones democráticas. De hecho, el 28 de febrero de 1933 se emitió el denominado decreto del incendio del Reichstag, que suspendió garantías ciudadanas constitucionales fundamentales, facultó al Gobierno a censurar a la prensa y a arrestar a todos los opositores políticos y dio lugar así a los primeros campos de concentración.
Me resulta irresistible asociar el incendio del Reichstag con el asalto al Capitolio estadounidense incitado el miércoles pasado por el todavía presidente Donald Trump. El ataque al poder legislativo es una muestra inequívoca de la vocación fascista de Trump y de sus seguidores. O, más peligroso aún, de sus seguidores más que del mismo Trump. Este hecho confirma una vez más la peligrosa y aterradora realidad de una porción importante de la población estadounidense: racistas, fanáticos y violentos protegidos por las leyes garantes de los derechos civiles que con tanta lucha se lograron en las décadas de la segunda mitad del siglo XX, por la aplicación y la observancia de estas y, sobre todo, por la sanción severa de sus violaciones.
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Entre otras cosas, me parece que Trump pasará a la historia de una manera similar a la de los líderes fascista y nazi Mussolini y Hitler. Pasará como el gobernante que le ofreció a esta masa de estadounidenses la posibilidad de abandonar la corrección política. Porque, si el mismo presidente podía manifestar con descaro e impunidad su racismo, su xenofobia, su misoginia y machismo, su homofobia y el resto de sus expresiones de odio y discriminación, así como ese estúpido sentimiento de superioridad y supremacía, ¿por qué no el ciudadano común que se había reprimido dichos sentimientos?
Lo malo es que este daño no está limitado a los Estados Unidos de América, como el fascismo no solo afectó a Italia o el nazismo a Alemania. Como estos, también aquel se propaga a otros países y a otros momentos. Y en este sentido me preocupa mucho el efecto Trump en sociedades como la de Guatemala, donde algo hemos logrado avanzar para corregir males estructurales como el racismo, la homofobia y toda forma de discriminación. Temo mucho que el ejemplo que nos dan Trump y una porción importante de los estadounidenses se materialice en retrocesos en lo poco avanzado y en la profundización del menosprecio e irrespeto de los derechos humanos.
Por ello debemos tener muy claro que, en principio, el asalto al Capitolio en Washington D. C. de la semana pasada y el incendio del Reichstag de hace 88 años son manifestaciones similares del mismo fenómeno: la vocación del pensamiento fascista de atacar violentamente al Parlamento como institución democrática, en el que la oposición tiene un espacio legal y legítimo para actuar política y pacíficamente, lo cual es una premisa obligada, fundamental e insoslayable de toda democracia funcional.
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