Dicha implantación, intencionalmente o no, fue discontinua y parcial, de modo que generó islas materiales, intelectuales, religiosas e ideológicas como gotas de aceite en el agua, diferentes al resto del entorno en el que se clavaron. Y de estas emanaba el poder colonial. Por eso el concepto sociológico y político de enclave se puede utilizar para explicar, entender y cambiar la realidad de cinco siglos.
Los enclaves son territorios o grupos humanos rodeados por otros con características políticas, administrativas, religiosas, étnicas o geográficas diferentes. Agregaría yo la existencia de enclaves epistémicos, ideológicos, institucionales, culturales, etcétera, constituidos como espacios de dominación o de subordinación que a través de las diferencias crean muros, reales e imaginados, y diversas desigualdades difíciles de traspasar por los colonizados, salvo con la aceptación de los dominadores.
El mestizaje no se dio totalmente ni en la realidad ni en las falsas narrativas, como la mexicana, que hace de este el fundamento de su nación. Es un primer nivel de enclave, que solo puede ser traspasado vía la asimilación y el alineamiento a formas y lógicas de vida enajenadas de legítimas raíces e identidades culturales. El retorno a la raíz de quien se refugia en el enclave se rechaza, y el tránsito al enclave superior, el de la oligarquía, se anhela, pero igual es imposible de penetrar, excepto como servidumbre de ese nicho de poder racial.
La pigmentocracia definida por Marta Casaús —o sea, la blancura criolla— sobrevive como un enclave racial constituido en fortaleza metafórica, rodeada no por iguales, sino por supuestos adversarios, enemigos o inferiores, que hacen que los que se recluyen en él vivan «atrapados en sus prejuicios y en su túnel del tiempo, [de manera que] la democracia y el desarrollo son juegos de suma cero, [razón por la cual] no pueden imaginar un país en el que la democracia pueda ser a la vez inclusiva, justa, pacífica y próspera».
En ese enclave se concentran los dispositivos y artefactos necesarios para ejercer el poder del Estado colonial. La economía, la política, la justicia, la narrativa dominante, la definición de lo que es normal y el control del poder militar se gestan, nutren y aplican desde allí. La clase política, los medios de comunicación y la burocracia estatal son enclaves subordinados a este superior, que es el espacio de privilegios y de poder de las élites derivadas de la invasión colonial: cerradas y endogámicas. Según Casaús, imponen las reglas del juego en lo económico, político, social y cultural para perpetuarse en el poder.
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La Colonia afirmó «economías primario-exportadoras sustentadas en sistemas de acumulación beneficiosos para los blancos propietarios pero explotadores, [así que] las independencias no trajeron las idealizadas repúblicas democráticas con las que soñaban muchos de los patriotas independentistas».
Desde este enclave superior se mantiene disciplinada a la sociedad por la fuerza o por seducción a tal punto que se ha logrado que el colonizado piense igual que el colonizador y derrame así el discurso y la historia oficial: la de la civilización occidental como universal, la del modelo económico depredador y la del cristianismo como religión única. Fuera de ese enclave central gravitan otros complementarios y útiles al sistema, activados y orientados por la narrativa hegemónica que justifica y normaliza la desigualdad, la pobreza y la discriminación. Dice Piketty que este relato dominante es fundamentalmente el propietarista, empresarial y meritocrático, que considera justa la desigualdad moderna, «puesto que se deriva de un proceso libremente elegido en el que todos tenemos las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad […] El problema es que este gran relato se antoja cada vez más frágil. La falta de consistencia de este relato es evidente en la mayoría de países del mundo» [1].
El enclave racial genera un concepto de democracia en el que solo ellos están incluidos. Y los demás, si quieren, que se incorporen a su visión. El diálogo político con los otros es casi imposible. Se resisten a dialogar con los pueblos indígenas porque prevalece la lógica de hace 500 años: la de verlos desde la óptica del salvajismo, de los sin derechos. Ese enclave no es granítico, afortunadamente, y permite pensar políticamente para romper esa hegemonía. (Continuará).
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[1] Piketty, Thomas (2020). Capital e ideología.
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