Según datos públicos, los países pobres del Sur les pagaron en estos últimos años miles de millones de dólares en calidad de deuda externa a los ricos del Norte. A esa cifra hay que agregar la repatriación de beneficios de las filiales de las grandes empresas del Norte que operan en el Sur, el creciente deterioro en los términos de intercambio comercial entre productos primarios del Sur con relación a otros industrializados que recibe del Norte, la fuga de capitales del Sur hacia el Norte en calidad de capitales golondrina y de depósitos secretos en paraísos fiscales, y las materias primas y las horas de trabajo del Sur literalmente saqueadas por el Norte. Como dijo Galeano: «El mundo está patas arriba».
Tan patas arriba que los pobres financian a los ricos. El caso no es nuevo: lleva ya más de cinco siglos, desde que esto se globalizó (no con la caída del Muro de Berlín, sino con la llegada de la invasión europea). Desde la llegada de esos conquistadores a tierra americana, el Sur (Latinoamérica y África) viene aportando el capital inicial con que el capitalismo europeo se desarrolló y expandió luego globalmente.
En el Norte se discute sobre la calidad de la vida. En el Sur, sobre su posibilidad. No obstante, son las regiones más empobrecidas del Sur las que mantienen el lujo inmoderado del Norte aun a riesgo de su propia vida.
En ese marco general, luego de un saqueo histórico asegurado por la fuerza bruta (espadas y luego armas de fuego), santificado por la Iglesia católica años atrás y mantenido hoy por nuevos mecanismos de dominación no militares, pero igualmente brutales (representados en el FMI y el Banco Mundial), para la década de los 60 surge lo que se ha dado en conocer como cooperación internacional Norte-Sur.
¿Era el Plan Marshall del Gobierno de Estados Unidos una estrategia de cooperación internacional para con la destruida Europa Occidental posguerra? En un sentido, lo era. Pero no la cooperación solidaria con el hermano golpeado, sino la estrategia de contención de un socialismo creciente que venía del Este. La cooperación internacional que desde hace décadas el Norte otorga al Sur no es precisamente solidaria. Es una estrategia contrainsurgente —como se concibió la Alianza para el Progreso, primera de estas iniciativas, puesta en marcha por la administración Kennedy en la América Latina de los 60—, un mecanismo de protección de recalentamientos sociales, un nuevo y sutil mecanismo de control si se quiere.
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¿Por qué se hace cooperación internacional? ¿Por un sentimiento de culpa? ¿O porque favorece finalmente las estrategias de dominación del Norte?
Si realmente existiera un interés solidario en promover el desarrollo de los hermanos más postergados, el Norte no podría comportarse de esta manera. De hecho, en 1971 los países más prósperos fijaron en el marco de las Naciones Unidas el compromiso de contribuir anualmente con el 0.7 % de su producto interno bruto para la ayuda internacional al desarrollo. Hoy, 50 años después, son muy pocos los que cumplen esa meta. Pero, si se cumpliera con el compromiso de aportar una mayor cantidad de asistencia para con el Sur, ¿cambiaría la situación del mundo? ¿Puede efectivamente la cooperación Norte-Sur resolver la cuestión de la pobreza y del atraso?
¿Cómo esperar soluciones de ayudas que vienen condicionadas, amarradas a agendas políticas ocultas, que provienen de los mismos factores de poder que, mientras desembolsan unos 60,000 millones de dólares al año en cooperación, extraen de la misma región 100 veces más como ganancia? ¿Es eso cooperación?
Al Sur no le favorece en mucho esta cooperación. El reto está en unirse, en buscar la solidaridad efectiva Sur-Sur, en no olvidar que la solidaridad real también existe. Solidaridad no es beneficencia, no es limosna. Y la justicia se hace con solidaridad, no con caridad.
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