Las grandes mayorías, pueblos originarios y ladinos pobres, no tienen nada que festejar. Continúan los mismos males de siempre, agravados en forma exponencial por la crisis sanitaria que se vive desde el año pasado. En otros términos, Guatemala sigue postrada. Y así seguirá mientras sigamos siendo un país con las características actuales. El final de la guerra interna hace 25 años, si bien abrió algunas expectativas, no cambió en nada la situación de base. Guatemala sigue siendo un país empobrecido. No confundir: no es un país pobre. Sucede que la riqueza nacional está muy mal repartida, muy asimétricamente distribuida. Ese es el verdadero problema de fondo, el pecado original del país.
La corrupción es un mal agregado, la guinda sobre el pastel. Si los políticos que dirigen los organismos de Estado fueran probos y no se quedaran con vueltos ni hicieran malos negocios, como hacen habitualmente, la situación no mejoraría. Es un espejismo que cada vez se profundiza más: pensar que la causa última de los males de la población estriba en hechos corruptos de los gobernantes. De ese modo se naturaliza la estructura económica y se da por sentado que es un robo descarado que un político, luego de haber pasado por la administración pública, tenga una mansión y carros de lujo, pero es natural que un empresario o un terrateniente sí los pueda poseer. El problema de la pobreza generalizada no estriba en la corrupción, sino en la forma en que se reparte la riqueza.
Guatemala tiene una economía robusta en términos macros. Es la más grande del área centroamericana. Pero aquí hay índices socioeconómicos desastrosos. Un país donde se produce mucha comida presenta la mitad de la población infantil con desnutrición crónica. Un país donde cada fenómeno natural que llega —huracán, terremoto, erupción volcánica— se transforma en un desastre de proporciones gigantescas. Comienza la temporada de lluvias y hay cientos de miles de afectados. ¿Por qué? Porque la estructura económico-social no permite repartir equitativamente esa riqueza y mucho menos prevenir lo que se sabe que va a suceder.
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El año pasado vino la pandemia de covid-19. ¿Qué sucedió? Fue una nueva tragedia. Dejó en evidencia que el sistema nacional de salud está colapsado y que la posterior organización de la vacunación fue igualmente un desastre. ¿Por qué? Porque no se prioriza en absoluto el bienestar de la población, sino que el Estado simplemente es un gestor de los intereses de la élite y desconoce en forma olímpica las necesidades populares.
La pobreza crónica que define a Guatemala —70 % en situación de pobreza— no es producto solo de la corrupción de la clase política. Es consecuencia de la estructura misma de la sociedad, donde un minúsculo grupo se lleva prácticamente todo y el Estado es manejado por un pacto de corruptos que solo roba a cuatro manos y que favorece los grandes negocios de esa élite y de nuevos sectores en ascenso, que cobraron auge luego de la guerra interna.
¿Se sabe todo esto? Sí, se sabe. Cada niño que muere de hambre o que tiene hipotecado su futuro por la desnutrición crónica que lo acompaña (junto con el trabajo que ya de pequeño debe realizar), cada casa que es llevada por la crecida de un río cuando empiezan las lluvias, cada mujer violentada por cualquier macho exponente de la cultura patriarcal prevaleciente, cada miembro de los pueblos originarios que es humillado una vez más por prácticas racistas que inundan la vida cotidiana: todo eso se sabe y se podría impedir. Es la crónica de un desastre anunciado, de un desastre que la élite dominante no tiene la más mínima intención de transformar.
Pareciera que la sucesión de presidentes elegidos democráticamente cada cuatro años no termina de resolver los problemas. Eso evidencia no, como a veces se dice, que la gente no sabe elegir, sino que esta democracia formal no alcanza.
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