En lo que haría al haz, esa parte que en la hoja se aprecia suave o brillante, poco faltó para que hicieran sonar fanfarrias en la instalación, por enémisa vez, de una mesa de diálogo por el conflicto entre las comunidades de Nahualá y Santa Catarina Ixtahuacán, ambas del pueblo k’iche’, en Sololá.
Días antes de que se cumplieran tres semanas de la imposición del Estado de Sitio por la masacre de una familia en Nahualá, a finales de diciembre, hubo un nuevo hecho de violencia que derivó en la muerte del inspector de Policía Nacional Civil (PNC), Mauricio Canahuí, también dejó heridos a ocho agentes de la institución y tres integrantes del Ministerio Público (MP).
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Luego de no dar la cara por casi dos semanas, el mandatario Alejandro Giammattei participó en la instalación de la dichosa mesa de diálogo a la cual han sentado a los alcaldes de los municipios enfrentados, así como autoridades estatales.
Entre las autoridades de Estado participantes están los ministerios de la Defensa Nacional y Gobernación. Una ruta que marca la lógica oficial de atención a conflictos de larga data como este y, a su tratamiento como asuntos de seguridad nacional.
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Para resolver el lugar de la próxima cita entre las partes, el mandatario lanzó una moneda al aire. Nada más simbólico de su estilo de gobernar.
Guardando más o menos las formas, en ese acto aparentemente campechano se ilustra el estilo de aproximarse desde la lógica criolla estatal al entendimiento de problemáticas comunitarias. No hay un análisis de las características históricas del conflicto ni, mucho menos, participación directa de las autoridades indígenas, reconocidas por ambas comunidades.
En la supuesta mediación en el diálogo se impone una lógica occidental que apunta a la gestión del conflicto para bajar los ánimos pero no a investigar las raíces del problema y a buscarle una solución que lo transforme en nuevas relaciones, basadas en acuerdos generadas desde los mismos pueblos y no impuestas desde el centralismo estatal.
El otro evento que hace al envés del racismo son las audiencias, luego de más de una década de búsqueda de justicia, del caso penal de violencia sexual contra mujeres achí. En el transcurso de la semana se han hecho escuchar las voces de algunas de las 36 mujeres que hace 40 años enfrentaron en sus cuerpos individuales y comunitarios la acción genocida del Estado guatemalteco ejecutada por el ejército.
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Las voces de Antonia Valey, Pedrina López de Paz, Juana García de Paz y Paulina Ixtapá, además de varios testigos, peritas y peritos, describieron los horrores del genocidio reflejado en violencia sexual contra las mujeres achi, en Baja Verapaz.
Violaciones repetitivas y en masa, perpetradas por Patrulleros de Autodefensa Civil (PAC) y elementos de la tropa, ilustran de nuevo las prácticas de terrorismo empleadas por el ejército en su estrategia contrainsurgente. Prácticas que representan actos de genocidio y son, como se expone, el envés grotesco del racismo que sigue predominando en Guatemala.
En el caso de las poblaciones de Sololá, como parte de la práctica racista que forma la actuación de las fuerzas de seguridad, tres guardabosques de Totonicapán, departamento vecino a Sololá, fueron capturados y criminalizados ilegalmente.
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Pese a las sentencias por genocidio, a los esfuerzos de educación desde las propias comunidades, el Estado y la sociedad en Guatemala siguen siendo un enclave del racismo estructural. Las expresiones o comentarios por los hechos en Nahualá y Santa Catarina Ixtahuacán, poco o nada se diferencia de las justificaciones que los perpetradores en el caso mujers achí han manifestado.
Superar el racismo no será fácil ni en el corto plazo. Requiere de esfuerzos denodados, sistemáticos y sostenidos que empiezan por el reconocimiento de su existencia y de que necesitamos eliminar el espíritu racista con el que nos formaron para estar en condiciones de acabar, de una vez por todas, con las dos caras del racismo estructural.
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