En mis años de adolescente decidí que los adultos no eran confiables. Me refugié en los números, en el deporte y en el cinismo. Durante años viví y disfruté en la isla que construí para mí. Me casé, tuve hijos y me divorcié. A los 40 años perdí todo lo que consideraba importante.
Fue lo mejor que me pudo haber pasado.
Empecé a escribir.