Un ciudadano que hoy no tiene injerencia alguna en la política. Un hombre que a sus cincuenta y un años ha visto cómo cada cuatro años aparecen nuevos partidos ofreciendo soluciones a nuestros múltiples problemas, pero ninguno ofrece un plan concreto para que estas soluciones sean realizables.
Soy un hombre que durante muchos años pensó que la política era demasiado sucia o arriesgada para mí y mi familia. Un hombre que decidió «dedicarse a lo suyo» y que fueran otros los encargados de lidiar con los problemas del país. Un hombre que ha observado cómo los políticos tradicionales han llegado a hacerse millonarios a costa del estado; dejando —luego de su paso por el gobierno— cada vez más empobrecido a un país que aún así, hoy cuenta con inmensos recursos naturales.
Después de 2015 pensé que la situación del país mejoraría.
Me equivoqué.
La corrupción es un idioma común en Guatemala; un idioma que todos hablamos de manera fluida.
Esto es inaceptable.
En los últimos años la degradación social de Guatemala ha sido notoria, y no hay señales de que esto vaya a cambiar en un futuro cercano. La corrupción, algo que antes se consideraba ajena a nuestras actividades, está cada vez más cerca y nos afecta a diario. Influye en nuestras vidas y en la vida de las personas que nos rodean. Dirige la forma en la que nos movilizamos en una ciudad en la que cada día es más difícil transitar. Impacta la forma en que es imposible obtener noticias veraces e imparciales, porque los esfuerzos del gobierno están enfocados a limitar la verdad, en lugar priorizar la transparencia y facilitar la fiscalización de lo público. Afecta la forma en la que, debido a incentivos perversos y falta de competencia, debemos pagar por medicinas más caras. Orienta en cómo, por necesidad, estamos obligados a contratar servicios privados para seguridad, educación y salud; porque los gobiernos de turno han sido incapaces de siquiera cumplir con sus funciones más básicas.
La corrupción obliga a miles de personas a buscar un hogar fuera de Guatemala; a migrar, separándose de su familia, arriesgando su propia vida por algo incierto. Ese algo que, desde el momento que tomaron la decisión de partir, sabían que en Guatemala les sería imposible encontrar: una vida digna.
La corrupción menoscaba nuestro estado de ánimo y nuestra incapacidad —como ciudadanos— de contrarrestarla nos roba la esperanza de un futuro mejor.
En muchas ocasiones tuve la oportunidad de salir de Guatemala, de migrar. Pero escogí quedarme porque creo que Guatemala aún puede ser un país en el que vale la pena vivir. Sueño con vivir en un pedazo de tierra rica en historias, en donde comulgue lo moderno con lo tradicional, un lugar en donde conviva la mitología con la religión y en donde nuestras diferencias no nos limiten ni nos polaricen.
Creo que Guatemala aún tiene la oportunidad de ser un país en donde personas distintas encontremos abundantes formas para comunicarnos de manera eficiente, un territorio en donde sea posible convivir en paz y prosperar. Sueño con una Guatemala de la que nadie desee emigrar.
Celeste representa para mí esa posibilidad.
Ese puente que con urgencia debemos tender entre lo que actualmente somos y lo que como sociedad aspiramos ser.
Celeste es un grupo de jóvenes y personas mayores que con angustia observa el derrotero actual de Guatemala, que saben que no son ajenos a la problemática nacional. Celeste somos ciudadanos conscientes de que no podemos mantenernos inactivos, y que nuestra indiferencia hacia la política es insostenible. Somos conscientes de los muchos problemas que como sociedad nos aquejan y buscamos, apoyados en nuestros conocimientos, encontrar soluciones satisfactorias.
Estamos conscientes del inmenso costo que esto puede significar en nuestra vida personal.
Celeste es un grupo de ciudadanos que, así como yo, no se sienten representados por algún partido político.
Celeste es ese lugar donde podemos dejar de ser huérfanos políticos.
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