Él es un adulto y lo noto cambiado. Lo veo tan distinto que hay días que apenas lo reconozco. Eso me molesta.
Me siento mezquino mientras anoto en una lista las cosas que he hecho para que tenga una buena vida: darle herramientas para facilitarle las decisiones, para que tenga opciones. «Para que —escribo en la carta— tu vida no sean tan difícil como ha sido la mía».
Hace años, mientras entrenaba ciclismo, un amigo me felicitó por lo bien que me estaba yendo. En retrospectiva, sé que no fue una felicitación, sino una autocongratulación. «Nos ha ido bien, ¿verdad? —dijo mientras yo lo escuchaba en silencio—. Y lo mejor es que todo lo hemos logrado sin ayuda, por nuestro propio esfuerzo».
La felicitación por ese todo, ahora que recuerdo, probablemente se originó en que esa mañana yo estaba estrenando bicicleta. Era una de carbono, que en ese tiempo eran escasas. Agradecí sus palabras, pero le respondí que se equivocaba. «Nada de lo que tengo lo he hecho solo —recuerdo haberle dicho—. Si no hubiera sido por mis viejos, no estaría hoy aquí un jueves a las diez de la mañana, pedaleando».
Él no sabía, y tampoco estaba yo para explicarle, que esa bicicleta nueva la había comprado con el dinero de la venta de mi bicicleta anterior, la que me había regalado mi padre cuando, a los 19 años, yo había decidido que sería triatleta.
Aún recuerdo cuando se la pedí. Recién empezaba el segundo año de Ingeniería Química y llevaba seis meses entrenando con una bicicleta usada que pesaba como 30 libras. Fuimos a verla. Todavía tengo grabada su mirada cuando me preguntó: «¿Estás seguro de que eso es lo que quieres?».
Mi nueva pasión me llevó por caminos insospechados. Mis notas bajaron notablemente, pero para entonces yo me pagaba la universidad.
Sí, yo era mi propio jefe. Y mi padre mi único cliente.
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En casa, mientras crecía, nunca hubo escasez. Tampoco recuerdo abundancia como la que vi en casa de algunos de mis amigos, pero nunca presté mucha atención a esos detalles. Crecí en la zona 12, en una colonia pequeña con el mismo nombre que el Liceo Javier. Mi madre fue la responsable de que mi hermano y yo tuviéramos que madrugar todas las mañanas para tomar el bus que nos llevaba al colegio en lugar de caminar al que nos quedaba cerca. Fue ella quien decidió que asistiéramos a un colegio donde el inglés no solo fuera aceptable, sino excelente. Mis notas eran bastante buenas, aunque no lo suficiente para evitar que me expulsaran por mi pésima conducta.
A pocos pasos de donde mi padre trabajaba había una escuela pública. A menudo, cuando llegaba a casa con una nota del colegio que hacía referencia a mi mal comportamiento, mi padre amenazaba con inscribirme allí.
Nunca cumplió esa amenaza.
Cuando finalmente fui expulsado, mi castigo fue ver la cara de decepción de ambos y escuchar, una vez más, las palabras que para entonces reconocía casi como un mantra: «¿Por qué te empeñas en desperdiciar todas estas oportunidades?».
Me siento mezquino porque, mientras hacía un inventario de las cosas que he hecho por mi hijo, terminé haciendo un listado de todo lo que mis padres hicieron por mí.
Mi vida nunca fue difícil. Sería hipócrita decirle eso a mi hijo. Tomé malas decisiones, pagué las consecuencias. Eso es lo que quisiera evitarle a él.
Uno debería empezar a escribir desde joven. Y escribirles a los padres desde la perspectiva del hijo inconforme. Dejar plasmados toda la frustración y todo el enojo que sentimos hacia ellos. Reclamarles todo lo que no hicieron por nosotros y la falta que hicieron cuando más los necesitamos. Y luego releer todo eso de adulto.
A veces lamento haber empezado a escribir tan tarde. Ahora —de viejo— siento que cada texto es una hoja que se desprende de un árbol otoñal. Y no porque yo crea que esas hojas son preciosas, sino porque sé que quedan pocas.
He borrado el nombre de mi hijo de la carta que escribo. Lo he sustituido por los de mis padres. Todos los reclamos anotados se transforman ahora en una palabra.
Gracias.
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