Rogelio, mi hijo, se quedó sin trabajo. Aquel trabajaba en la cocina de una cafetería que atendía a los empleados de unas bodegas por la Atanasio Tzul, pero, cuando cerraron el país, la cafetería también cerró. Su jefe todavía le hizo el favor de pagarle una quincena en lo que conseguía otra chamba. Desde entonces no ha tenido un trabajo fijo.
Veinte meses han pasado ya.
Rogelio es un buen cocinero. Y es un buen hombre. Lo sé. Soy su madre. Mi opinión está sesgada y siempre lo voy a defender, pero en verdad tiene un gran corazón.
Lo que pasa es que ha tenido mala suerte.
Todos hemos tenido mala suerte.
Yo limpiaba casas. Trabajaba en cinco casas distintas hasta que llegó la pandemia. Después, sin poder usar el transporte público, me quedé trabajando solo en dos. Trabajar dos días a la semana no era mucho, pero peor es nada.
En septiembre del año pasado, mientras trabajaba en una de las casas, me resbalé y me caí. Por suerte metí la mano, porque de no meterla me habría roto toda la cara. Lo malo es que me rompí la muñeca. El doctor que me atendió me dijo que no podría trabajar por lo menos durante seis semanas. Se me salían las lágrimas de la rabia y del dolor mientras me ponía el yeso.
—Usted es una mujer con mucha suerte —decía el doctor, seguramente avergonzado por verme llorar—. Tiene suerte de que no tengamos que operarla.
—Ay, doctor —alcancé a decirle—. Igual no habrían podido operarme. ¿Cómo si a puras penas tengo dinero para el yeso?
[frasepzp1]
Sin trabajo y sin ingresos, tuve que dejar el cuarto en la zona 18 y me fui a vivir con Rogelio al final de la Petapa. En un cuarto, que no es mucho más grande que donde vivía antes, ahora vivimos Rogelio, su esposa, su hijo de dos años y yo.
En octubre decidimos que, para juntar plata para la renta de noviembre, íbamos a vender fiambre. Ofrecimos a todos los conocidos. Rogelio llamó a los clientes que tuvo mientras trabajó en la cafetería. Yo hablé con las personas a las que les limpiaba las casas. Logramos que nos compraran quince libras de fiambre. No era mucho, pero peor es nada.
Rogelio no habla mucho. A veces quisiera que me dijera qué siente, o qué piensa, pero, cuando le pregunto, se pone serio o se da la media vuelta y me deja hablando sola. Quisiera ayudarlo. Quisiera tener mucho dinero. Me gustaría poder comprar una casa más grande, una donde cada quien tuviera su propio cuarto. Quisiera tener ahorros para que no tuviéramos que preocuparnos por la plata. Tal vez así él sería más feliz. Tal vez así yo no me sentiría como esta carga, esta intrusa que vino a apretarlos más.
—Ya van a venir días mejores —le digo mientras picamos las verduras—. Esta mala suerte no nos puede durar para toda la vida. Cuando menos sintamos, todo va a regresar a la normalidad, tú vas a trabajar a tiempo completo y yo voy a dejar de ser un peso.
—¡Ay, mama! —me dice mientras me abraza con mucha fuerza—. Cómo quisiera que pronto vinieran días mejores. Cómo quisiera tener mucho dinero. Quisiera tener dinero para comprar una casa más grande, una donde no tengamos que apretarnos tanto. Cómo quisiera que no tuviéramos que preocuparnos por la plata.
—Yo sé, mijo —le respondo emocionada mientras yo también lo abrazo—. Todos hemos tenido mala suerte.
—No, mama. No es mala suerte. Esta es nuestra vida. Nada va a cambiar.
Y siguió picando la verdura sin decir una palabra más.
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