Nuestro país afronta una alta incidencia de sismos. Podemos decir que estamos acostumbrados porque los sufrimos con cierta frecuencia. Afortunadamente, suelen ser de bajo impacto, aunque en la madrugada del 17 de junio de 2017 se produjo el de San Marcos, con cauda de cinco muertes y severos daños en la infraestructura, zona también golpeada en 2012 y 2014.
El martes de esta semana, a partir de las 15:00 horas, en Guatemala, Escuintla y Sacatepéquez ocurrió una serie temblores, tres de los cuales despertaron el temor natural que causan estos fenómenos. Y es que, acostumbrados o no por lo recurrente de esta experiencia, siempre que tiembla deseamos que pase lo más rápido posible.
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La historia de Guatemala es amplia en terremotos con efectos diversos. Por ejemplo, el que demolió Ciudad Vieja, en 1541 o, el más devastador, del 4 de febrero de 1976, cuando a las cuantiosas pérdidas materiales se sumaron 23 mil decesos. Vale indicar que al de hace 49 años han seguido por lo menos 15 de alto nivel y decenas de miles imperceptibles.
Por cierto, la tragedia de 1976, cuyo epicentro fue Los Amates, Izabal, también dejó 77 mil personas heridas, abarcó distintos departamentos y, solo en la capital, una tercera parte de su extensión quedó reducida a escombros. En total, hubo un millón de damnificados; una réplica, dos días después, fue casi tan contundente como el sismo principal.
Un aspecto relevante de este pasaje es que su incidencia fue más allá de lo natural, pues la situación política se vio afectada. Y es que para entonces las relaciones eran tensas por el caso Belice, las que se aplacaron porque todo se volcó a la reconstrucción. Por aparte, las disparidades sociales dieron margen para que la organización insurgente se fortaleciera.
Debido a la magnitud y lo reciente del sismo de 1976, cada año es recordado con el miedo de que vuelva a registrarse. En ese sentido, en 2026 será el 50 aniversario y no es descabellado pensar que circularán tesis apocalípticas estimuladas por mentes perversas que se aprovechan de las redes sociales y de la ignorancia, como pasó esta semana.
Ahora bien, lo más relevante de las preocupaciones actuales es cómo reaccionamos frente a una realidad pura y dura. Hace 49 años, el terremoto motivó un «sálvese quien pueda». Después de él, las autoridades gubernamentales comenzaron a ocuparse por establecer protocolos de asistencia, de manera que en 2025 las capacidades de auxilio se han fortalecido enormemente.
Con esa premisa es oportuno destacar que los simulacros que suelen tener las entidades públicas podrán medir el nivel de eficiencia, ya que esta vez la evacuación no fue programada, por lo que todo fue al ritmo de la disciplina, solidaridad y compromiso que requiere una emergencia. En esa línea, la comunicación oficial tuvo altas y bajas. Anunciar una conferencia de prensa para una hora y demorarla sin explicación, en medio de las circunstancias, no fue buena señal. Que la autoridad sísmica diera los detalles con enfoque técnico y leyéndolos, no contribuyó con ofrecer información clara, precisa y confiable.
Y, sin duda, el tema alarmante es el movimiento vehicular en calles y avenidas de la capital. Obviamente, quienes no estaban en casa lo que más deseaban era volver a esta para reunirse con la familia; sin embargo, los convoyes de automóviles detenidos en arterias principales, sin más guía que los semáforos, evidencian una deficiencia que, por esta razón y por la cotidianidad latente, amerita atención urgente.
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