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La dictadura de los jueces

En 2025, Guatemala avanzó por un terreno político donde el vacío de poder dejó un eco prolongado.

Mientras Bernardo Arévalo perdía capacidad de maniobra, los partidos políticos ocuparon ese espacio para sostener una campaña electoral permanente, incluso sin convocatoria oficial. Esa disputa vertiginosa encontró un aliado —o un detonante— en un sistema de justicia que, lejos de equilibrar poderes, terminó por comportarse como un gobierno paralelo.

En este ambiente de criminalización creciente, el espacio político se volvió más turbio.

La Corte de Constitucionalidad legisló de facto y ordenó agendas en el Congreso; un juez de primera instancia se arrogó la potestad de cancelar un partido político; y las resoluciones judiciales comenzaron a tener un peso que fue más allá de lo jurídico, y afectaron directamente la política y la débil democracia.

Es el síntoma más visible de un deterioro institucional acelerado, un grupo de jueces que, en vez de ser contrapeso, se convirtió en una dictadura de togas y fallos.

Los hallazgos preliminares de la Misión Internacional de Juristas por Guatemala, presentados el 29 de octubre, lo sintetizaron con claridad: «Guatemala atraviesa una etapa en la que el poder se disputa en los tribunales [...]. El Ministerio Público, en contubernio con algunos jueces y magistrados, se ha convertido en un actor central de esta instrumentalización penal selectiva».

La idea no era nueva, pero sí su magnitud. Lo que durante años se mencionó tímidamente —la existencia de una «dictadura judicial»— tomó forma concreta entre 2023 y 2025. Se configuró como la expansión desproporcionada de un poder que debería administrar justicia, pero que, convertido en actor político, concentró decisiones cruciales bajo la apariencia de legalidad. Un poder real, operando de facto.

Un poder real, operando de facto.

Ese fenómeno tuvo dos vectores principales. El primero fue la criminalización, ejecutada por el Ministerio Público en alianza con un pequeño grupo de jueces. Según la misión internacional, este entramado funciona como una «red clientelar» que instrumentaliza el derecho penal para intimidar, disciplinar e influir en decisiones políticas —desde elecciones de segundo grado hasta comicios generales.

La relatora especial de la ONU sobre la independencia judicial, Margaret Satterthwaite, fue aún más explícita tras su visita en mayo de 2025. Aunque el MP insiste en negarlo, dijo, la entidad dirigida por Consuelo Porras no solo tolera la criminalización: la impulsa. «El uso instrumental del derecho penal por parte del Ministerio Público parece equivaler a un patrón sistemático, intencional y severo de privación de derechos fundamentales», concluyó.

Y detalló el método: un conjunto de acciones coordinadas entre fiscales, jueces y, en ocasiones, actores privados.

Estado racista

Pocos casos exhibieron con tanta crudeza la criminalización de la protesta social y el racismo estructural del Estado como la captura, en abril, de Luis Pacheco y Héctor Chaclán, exdirectivos de los 48 Cantones de Totonicapán. Fueron detenidos por terrorismo, asociación ilícita y obstaculización a la acción penal debido a su rol en las protestas de 2023, cuando las comunidades indígenas se movilizaron para defender los resultados electorales frente a los intentos del MP por revertirlos.

Para el fiscal regional Dimas Jiménez —uno de los funcionarios más cercanos a Porras— la coordinación comunitaria fue equivalente a una «asociación ilícita», y la resistencia pacífica fue presentada como un acto terrorista. Atribuyó a esas protestas un «daño social» que nunca logró sustentar con pruebas.

El MP anunció además un antejuicio contra Edgar Tuy Bixcul, hoy gobernador de Sololá, y arreciaron la persecución contra otro líder indígena, Esteban Toc Tzay, detenido, en agosto, también por «terrorismo».

La corte que legisla

El segundo vector fue la consolidación del papel político de la Corte de Constitucionalidad. En dos años, la CC se convirtió en árbitro de la agenda legislativa, en filtro de quiénes pueden presidir comisiones o integrar juntas directivas del Congreso, y en llave de acceso a posiciones tan cruciales como la Fiscalía General del MP. Fue la misma corte que bloqueó a jueces de carrera para ese cargo y obligó a incluir a Consuelo Porras en la lista final de candidatos.

Desde 2023, la CC ha sido también protagonista en el cerco institucional contra el gobierno de Arévalo. Según un recuento de Plaza Pública, el mandatario acumuló al menos 75 golpes provenientes de decisiones judiciales desde que su triunfo comenzó a perfilarse, luego de que la alianza gobernante de Alejandro Giammattei expulsara de la contienda a los candidatos con mayor intención de voto.

A ello se sumó otro elemento y está en la renuncia tácita del Ejecutivo a confrontar a Porras. Arévalo, quien durante la campaña prometió el fin del «oscuro ciclo» de la fiscal general, terminó apostando por un cambio de fiscal en 2026, cuando llegue el momento de nombrar nuevas autoridades.

Una estrategia que, vista desde 2025, parece frágil: no solo porque será difícil que haya perfiles idóneos para la CC, el MP, el TSE, la Usac y la Contraloría, sino porque el propio oficialismo se ha quebrado. Las tensiones entre diputados electos por Semilla y el presidente crecieron, y le restaron margen para ganar batallas.

Como candidato, Arévalo planteó una ecuación simplificada. Si llegaba al poder, la criminalización desaparecería. Pero la política —y el poder en Guatemala— no opera con la lógica de una fórmula matemática. Funciona más bien como un entramado donde cada engranaje está conectado a otro y donde nada desaparece del todo; cuando un factor se debilita, otro ocupa su lugar.

Así, entre criminalizaciones, exilios y disputas judiciales que moldean la política nacional, 2025 confirmó una realidad persistente y es que en Guatemala, todo cambia para que nada cambie.

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