Veinte años bastan para que ocurran transformaciones radicales y la historia así lo demuestra.
Desde inicios de siglo, por ejemplo, Costa Rica alcanzó a tener una producción energética de más
del 90 por ciento proveniente de fuentes renovables y, en un período similar, casi el 68 por ciento
de la población mundial comenzó a usar internet, con los retos que ello implicó para la sociedad
contemporánea.
Estos hitos surgen de procesos que comenzaron varios años atrás, pero sirven para concientizarnos
de cuán estáticos hemos permanecido frente al deterioro ambiental en Guatemala.
Comenzamos el siglo hablando de la pestilencia del vertedero de la zona 3; de las toneladas de
desechos que arrastran ríos como Las Vacas o el Motagua; de la muerte progresiva del lago de
Amatitlán y del humo negro grisáceo de escapes de buses y vehículos obsoletos que inhalamos cada
vez que nos desplazamos por zonas urbanas.
El problema no es solo que nada cambia, sino que pasan distintas administraciones de gobierno y
pareciera que ni siquiera se inician procesos encaminados a sanear nuestro entorno. Al contrario,
quienes dirigen las instituciones conducen en retroceso.
Un ejemplo de ello es la resolución de la Corte de Constitucionalidad que, haciendo alarde de la
autonomía municipal, truncó el reglamento que obligaba a los municipios a gestionar adecuadamente
sus desechos. En Plaza
Pública contamos cómo, después de 42 meses de que el reglamento había entrado
en vigor, la municipalidad de Guatemala omitió su obligación de capacitar a recicladores y
recolectores para evitar que fueran excluidos ante la nueva clasificación de desechos sólidos.
Por dicha, siempre hay ventanas de oportunidad. En noviembre pasado, movimientos sociales liderados
por organizaciones indígenas demostraron que aún existe capacidad de veto ante actores
político-económicos que buscan llegar al poder para servirse a sí mismos y a sus pares por medio de
proyectos donde las mayorías históricamente excluidas no tienen un lugar y sus necesidades no están
en consideración.
Pero para este momento debemos tener claro que una agenda de anti-corrupción es necesaria, pero por
sí sola no basta para construir un país digno. La participación ciudadana en la reflexión de rutas y
soluciones es impostergable. Más del 90 por ciento de ríos, lagos y cuerpos de agua superficiales
están contaminados. Estudios advierten que la Ciudad de Guatemala es una de las capitales con
peor
calidad del aire de Guatemala y en nuestras zonas
marino-costeras hay esteros y pozos de
agua con
material fecal y desechos provenientes de las urbes.
Son realidades vergonzosas que lesionan gravemente nuestra autoestima como sociedad.
Paradójicamente,
en una década el Estado no ha llegado a invertir ni siquiera
el uno por ciento del total del gasto
público en las instituciones facultadas para la protección de los ecosistemas.
Hay procesos a los que debemos apostar sin peros. La
Ley de Aguas es prioritaria. Este gobierno
asumió el rol de formular una nueva iniciativa, aunque a la fecha la misma no se ha presentado al
Congreso. La madurez política de los actores involucrados en su aprobación debe estar bajo
escrutinio
en los meses siguientes.
Quienes se dedican al estudio socioambiental advierten que aún no estamos en un punto de no retorno,
aunque cada vez nos acercamos más. No podemos permitirlo. Que el despertar no sea demasiado tarde.