La columna de Bobby Recinos aparecida la semana pasada en este medio y su peculiar idea de «antifeminismo» no defrauda dicha intuición: la ciencia no hace su cacareada aparición y, en cambio, la reverberación de juicios parcializados por alguna experiencia personal suena como chicharra en primavera. Descontando a Dios, difícilmente hay otro nombre que sea más invocado en vano que el de la ciencia.
Si juzgáramos cada movimiento político y social por la mera experiencia individual de algunos de sus miembros, no sería difícil declararnos anti cualquier cosa. Si los adeptos fanatizados que buscan encontrar respuestas a sus propias patologías psicológicas en la militancia social arruinan nuestro paisaje idealizado sobre los movimientos sociales, quizá deberíamos dedicarnos a otra cosa, y no al análisis científico de estos. Cuestionar la validez moral de los diversos feminismos basados en nuestra simple experiencia con algunas de sus expresiones militantes no es hacer ciencia. Se llama solipsismo y encubre bastante mal el libre arrebato de nuestros prejuicios machistas disfrazados de moderación ad misericordiam.
La apelación a la moderación y la racionalidad son mecanismos de control discursivo para reprimir la expresividad del subalterno cuando se ha perdido el poder sobre este. Afortunadamente, a estas alturas las mujeres organizadas están lo suficientemente inmunizadas o aburridas de las innecesarias admoniciones masculinas sobre cómo conducir su propia movilización política.
Si uno desea escribir algo medianamente sensato sobre la violencia machista en México, no se puede ignorar, verbigracia, el trabajo de Sergio Zermeño en Ciudad Juárez sobre la relación entre violencia patriarcal, la reconversión de roles sociales, la salida al espacio público de las mujeres mexicanas dentro del contexto de depresión del empleo industrial, tradicionalmente masculino, y la emergencia del empleo en maquilas posterior al Nafta.
Las mujeres han venido saliendo paulatinamente del confinamiento en el espacio doméstico y han obtenido cierto empoderamiento y cierta autonomía en esta sociedad tan patriarcal como cualquier otra de América Latina. Esto ha supuesto la aparición de otros fenómenos emergentes, como el ejercicio de la violencia machista, frente a lo que se percibe como una pérdida del poder conferido por cierto mandato de masculinidad.
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Años de recrudecimiento sostenido de esta violencia han generado una pléyade de respuestas sociales desde organizaciones de mujeres universitarias y de la sociedad civil con sus diversas estrategias y posicionamientos que, ante la indiferencia estatal, confluyeron en una expresión de hartazgo y de malestar colectivo que tomó al unísono la ciudad de México hace algunos días.
Deducir que esta u otras expresiones contundentes de indignación son producto de la captura del movimiento por parte de malas mujeres radicales no parece aportar evidencia de que se comprenda bien la complejidad de esta protesta, que tuvo más momentos de lucidez política que de violencia. La crítica más bien tiene cierto tufillo a profecía autocumplida, un «te lo dije: las mujeres se descontrolan cuando no hay un hombre que controle o moralice su actuar».
Si sobre uno no pesa la tortura psicológica y física de llevar el fruto de una violación o de un abuso cometido por familiares cercanos ni la negación del derecho a tener al alcance servicios y artículos de salud sexual y reproductiva, mejor ni hablar de «libertinaje sexoabortista», o el flanco de nuestro conservadurismo cutre queda al descubierto muy fácilmente.
Agraden o no algunas expresiones militantes que el articulista confunde con la totalidad compleja de la expresión feminista, estas tienen una razón de ser y seguirán allí. Independientemente del deseo de analistas e iluminados, continuarán en su posicionamiento desde las múltiples trincheras abiertas: las que relacionan la materialidad del sistema con la opresión patriarcal, las meramente culturales, las moderadas, las burguesas y las radicales. Con la suficiente capacidad de crítica que perfectamente saben hacer, allí están Rita Segato, Catherine Millet y demás retando con argumentos sólidos a los movimientos feministas.
Es difícil no asociar estos alegatos masculinos que apelan a una supuesta autoridad racional para descalificar la praxis política de las mujeres con el rostro desencajado del Saturno de Goya, que devora a su hijo en un intento de retener aterrado el poder que inevitablemente se le escapa de las manos.
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