Guatemala es un país fascinante, lleno de bondades y potencialidades producto de la combinación de riquezas naturales y culturales increíbles con una población amable, solidaria, trabajadora y que sabe enfrentar las dificultades. Tendríamos, pues, todo lo que necesitamos para ser un país próspero y desarrollado. Pero nuestras bondades se combinan con una larga lista de males que permiten que, lejos de estabilizarse la visión positiva de nuestro país, prevalezca lo negativo. En muchos países de Iberoamérica, cuando una situación va de mal en peor, se suele decir de forma lapidaria: «Salimos de Guatemala para entrar a Guatepeor».
La vertiente negativa de nuestro país ha calado tan profundamente que es común que los ciudadanos, los funcionarios, los periodistas y los analistas de la realidad seamos mayoritariamente pesimistas, profetas de desastres y de calamidades que se multiplican de forma constante en el imaginario y en el pronóstico de futuro que prevalece por doquier. Pero, por alguna misteriosa razón que he intentado comprender desde hace mucho tiempo, esos pronósticos fatalistas jamás se cumplen a cabalidad. Siempre que pensamos que hemos tocado fondo, la realidad supera nuestras expectativas y, aunque tengamos impactos severos por todos lados, hace que la situación nunca se torne caótica y que no prevalezcan el desasosiego y la desesperanza.
El último ejemplo de esos pronósticos pesimistas fue la pandemia por covid-19. Dadas las características institucionales y económicas precarias con las que iniciamos el año, muchos pensamos que íbamos a caer en una posible situación de caos e ingobernabilidad de consecuencias inimaginables. Las imágenes del drama que vivieron Guayaquil y el norte de Italia en marzo de 2020 eran un preludio de lo que podría ocurrir en Guatemala. Pero, a pesar de las dificultades, la sociedad pronto aprendió a lidiar con la crisis, de manera que en la actualidad muchos ciudadanos transitan tranquilamente por las calles de nuestro país. Esta crisis, como muchas otras, nunca nos llevó a tocar fondo.
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¿Cómo podemos explicar esa capacidad resiliente de la sociedad guatemalteca? La primera clave es justamente la debilidad del Estado. Desde hace mucho tiempo los ciudadanos dejaron de depender de lo que hagan o dejen de hacer los gobernantes, por lo que buscan maneras de sobrellevar sus carencias mediante varios mecanismos. El primero es el ingenio y el emprendimiento de los chapines, que buscan incesantemente formas innovadoras de enfrentar los problemas. El segundo mecanismo son las redes de solidaridad que se han establecido, de modo que siempre es posible encontrar una mano amiga que permita sobrellevar cualquier problema. Y el tercer factor relevante es la profunda religiosidad popular, que permite que, aunque se enfrenten situaciones difíciles, los ciudadanos lo hagan con estoica resignación.
Paradójicamente, es justo esa capacidad de resiliencia social la que favorece que, aunque todo cambie, todo permanezca igual. Los políticos están sujetos a muy poca presión ciudadana, por lo que no existe una fuerza política que incida en el cambio de las reglas de juego o de las instituciones del Estado. La lógica es simple: nunca hemos dependido del Estado ni de la capacidad de sus funcionarios, así que lo que estos hagan o dejen de hacer no es prioridad para la mayoría. En efecto, cada vez que intervienen los funcionarios del Estado (por ejemplo, al intentar regular la actividad informal de los ciudadanos), se convierten en enemigos públicos debido a que ni ayudan ni dejan trabajar. Por eso la intervención de la SAT a la cadena de supermercados populares La Barata causó indignación en muchos ciudadanos, ya que estos ven como aliado al establecimiento y como enemiga a la SAT. Los mercados populares están llenos de puestos que no ofrecen factura, y, la verdad, nadie en Guatemala se ofende por no pagar impuestos.
Encontrar la forma de reconciliar a la sociedad con el Estado es, por tanto, el principal obstáculo para el cambio. Pero, mientras sigan existiendo políticos narcisistas y mesiánicos como Giammattei, las posibilidades del reencuentro son muy remotas: el presidente y sus funcionarios seguirán en su burbuja de cristal, pensando que todo lo hacen bien, mientras la sociedad seguirá encontrando la forma de arreglárselas por cuenta propia.
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