Lo cierto es que, como mínimo, contamos con cientos de ellas. Pienso, primero, en las mujeres de mi familia. Veo el pasado y ahí están mis antepasadas, las mujeres de quienes provengo y que en buena medida definen, al menos siete generaciones atrás, mucho de lo que hoy soy. La historia se detiene, no obstante, en una tatarabuela paterna de quien solo conservo un nombre, el lugar donde vivió y la memoria de una de, imagino, sus varios hijos: mi bisabuela Elena. De ahí para acá, las mujeres en mi familia me permiten todos los parentescos desde la consanguinidad hasta la adopción. Solo me falta una hermana de mamá o de papá, o de ambos, porque la que pudo haber sido muy pronto interrumpió su camino en el vientre de mamá. Voluntariamente dejó de ser ella para que poco después pudiera ser yo.
Así, mi vida está rodeada de mujeres de todas las edades y condiciones. Vienen a mí las amigas de la infancia, pocas en verdad. Había conservado a una durante muchos años hasta que la perdí en un arranque de, ahora lo sé, una rectitud poco amigable de mi parte. Luego están las del colegio, cuatro que me acompañan desde hace décadas y con las que nos aceptamos tal como somos, porque «la amistad es incondicional». Otras de las que apenas sé por alguna publicación en Facebook (ya no llegué a las otras redes sociales) o por lo que me cuentan las demás. De esas amigas, sabemos, con las que en media hora de charla nos ponemos al día luego de años de ausencia como si hubiésemos dejado de vernos ayer.
Las amigas con que cuento ahora son mis amadas confidentes de las penas y alegrías, de esos avatares en los que nos relatamos lo cotidiano, las esperanzas, las dudas, el encierro, las experiencias, los deseos, los estudios, la incertidumbre.
También están las mujeres que han sido y son mis maestras en sentido literal y metafórico. Las hay de todas las edades y de todos los contextos. Están las escritoras, las compañeras de estudios, de trabajos, de excursiones, de charlas, de visitas. Las que han sido y son mis alumnas, algunas de las cuales ahora son mis amigas, esas entrañables confidentes de mis penas y alegrías. Las conocidas de lejos y de cerca, un sinnúmero de ellas.
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Las mujeres sorores, individuales y colectivas, activistas y contestatarias, luchadoras incansables que me han apoyado y, sobre todo, que han creído en mí y en mis palabras cuando el mundo entero se me derrumbó encima y yo me hundí en él, creía, sin remedio. De sus manos y sus voces extraje las enseñanzas, la fuerza, el aliento. Las mujeres que me han apoyado en el trabajo de la casa y que han facilitado que pueda hacer lo que hago.
Las mujeres amigas y conocidas de las mujeres conocidas y amigas. Las mujeres de los libros y sus autoras. Las mujeres de la televisión, del cine, de Netflix, de la radio. Las que cantan y hacen arte de cualquier forma. Las mujeres todas. ¿Cuántas? Lo ignoro, pero tampoco importa.
Entre estas mujeres las hay de todo, cabal como debe ser. En su diversidad interna y externa radica, precisamente, la belleza de su humanidad completa. Algunas son soles, otras lunas. Algunas son rayos, otras arcoíris. Cada una es el resultado, como dijo Ortega y Gasset, de su circunstancia. Cada una se mueve en el mundo sin falsos eufemismos ni elogios desmedidos, como puede. A su manera, de forma independiente a lo que ello signifique, hace su mejor esfuerzo.
En general, las mujeres solo quieren ser felices, estar tranquilas, sentirse amadas, protegidas, tomar sus decisiones con libertad. Quieren vivir en un entorno de respeto en el que se las valore, escuche, en el que tengan la oportunidad, si se equivocan, de rectificar y seguir adelante. Es decir, vivir no solo la mejor de las vidas posibles, sino también en el mejor lugar posible.
¿Qué se hace en Guatemala al respecto? Muy poco en verdad. Ojalá llegue el día en que ni una más sufra acto alguno de violencia, en el que todas estemos seguras dentro y fuera de casa.
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