El filme aborda la historia del norcoreano Loh Kiwan, quien luego de afrontar una acusación injusta en su país y de la muerte trágica de su madre (hay una escena conmovedora hasta el llanto) busca asilo político en Bélgica.
Al ver los acontecimientos iniciales que vive el protagonista de pronto la situación de los miles de conciudadanos que migran, sobre todo hacia los Estados Unidos, me caló de lleno.
Sin papeles que lo identifiquen, sin entender el idioma, sin amigos ni familiares que lo apoyen en el país europeo la vida de Loh Kiwan se torna difícil en Bélgica. Los primeros días sobrevive de lo que encuentra en los basureros y duerme en los baños públicos. Lo golpean en varias ocasiones, lo insultan, lo discriminan y lo humillan hasta que finalmente le roban el poco dinero que lleva. Es decir, toca fondo.
El personaje al final logra algún apoyo y logra su cometido. Pese a ello, dos cuestiones me conmovieron, además del tema central de las migraciones. La primera, cuando desde el inicio de la investigación para obtener el asilo le piden al protagonista (quien carece de documentos que lo identifiquen), que demuestre que en realidad es norcoreano. Me pregunté, entonces, ¿cómo hará una persona que vive una situación similar –sin amigos, sin familiares, sin contactos, sin saber el idioma del país en el que pide asilo– para demostrar que en realidad pertenece al país del que huye? ¿Cómo hace, en efecto, para validar su testimonio? Esta incertidumbre me generó una especie de congoja, pues sin duda son miles quienes se encuentran en situaciones similares. Es decir, aunque hay muchas personas que mienten y se aprovechan de las circunstancias, también hay otras quienes de verdad viven la experiencia de no contar con pruebas que validen su testimonio. Por ello, sienten el desamparo, la impotencia, la frustración y el miedo unidos a la sensación de contar solo con su palabra. Una que, por cierto, carece casi de validez cuando se enfrenta un hecho semejante.
[frasepzp1]
La segunda cuestión que impacta de la película, y que considero incluso más profunda, se da cuando en determinado momento, al plantearse el hecho de que probablemente no le den el asilo solicitado, dice Loh Kiwan: «¿Es posible tener derecho a ser feliz?». Resulta difícil creer cómo a estas alturas del desarrollo de las sociedades, de los avances de la ciencia y de la tecnología, muchas personas aún no se sienten, porque su experiencia así se los hace ver, con derecho a ser felices. Recordé aquella conocida frase de Aristóteles, traducciones más traducciones menos, al inicio del capítulo II de la Ética a Nicómaco: «El fin supremo del hombre es la felicidad». ¿Cuánto nos hemos alejado, como humanidad, de este propósito? Es más, ¿cuánto contribuimos de manera individual y colectiva para la infelicidad ajena? Si miramos el mundo tal como está hoy la respuesta, además de obvia, es aplastante: pareciera que el MAL, así con mayúsculas, estuviese viviendo una etapa de esplendor.
En cuanto a los aspectos técnicos propios del filme destaca, sobre todo, la actuación. La interpretación que el actor surcoreano Song Joon-ki (magistral también en series como Vincenzo y Descendientes del Sol, entre otras) realiza del personaje central muestra con singular propiedad desde el acento hasta los matices de las emociones del personaje. Lo mismo sucede con el resto del elenco. En fin, este es un film que nos lleva a la reflexión y comprensión de una realidad difícil y actual.
Más de este autor