Es necesario tomar en cuenta que, si bien a nivel global estamos viviendo una de las eras más tecnológicas de la historia, en tierras chapinas estas innovaciones cuando se presentan evidencian, aún más, las terribles desigualdades y contradicciones en que vivimos.
Una de estas es la existencia del libro. Sabemos que la lectura de cualquier texto en general y de los libros en particular (sobre todo aquellos que no forman parte del currículo) adolece de una serie de complejidades difíciles de solucionar no solo a corto, sino a mediano y largo plazo.
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Por un lado, están los factores económicos que impiden para la mayoría de la población el acceso a la adquisición de libros ya sean nuevos e incluso usados. Para quienes viven en condiciones de pobreza y miseria este es un producto que se adquiere solo para cuestiones ineludibles y cuya compra implica restringirse de otros insumos. Para quienes pertenecen a la clase media y son lectores asiduos, comprar libros en papel o digitales también requiere un esfuerzo y la decisión de hacerlo unos meses sí y otros no, porque adquirirlos implica incurrir en gastos que podrían considerarse como lujos. Hay libros cuyos precios son imposibles de alcanzar para quienes viven con un poco más del mínimo necesario.
Por otro lado, es obvio que la educación formal hasta la fecha ha fracasado en este rubro. A través de la escuela tradicional en sus distintas etapas desde la preprimaria hasta la universidad no se ha logrado que en nuestro medio surja, crezca, se desarrolle y fortalezca el deseo lector. Como sociedad no leemos ni compramos libros con todo lo que ello implica.
En consecuencia, a nivel social no existe una presión real por adquirir conocimientos a través de la lectura, más allá de lo imprescindible: obtener la nota mínima que permita aprobar un examen, por ejemplo. En la mayoría de las familias tampoco hay una preocupación en torno a las consecuencias de no leer, y cualquiera se considera informado (y formado) con solo ver los titulares en los medios de comunicación digitales o en las redes.
Asimismo, a los políticos que se convierten en funcionarios no les interesa fomentar la lectura ni crear las condiciones para que se convierta en una actividad colectiva, pues el continuar ocupando posiciones de poder es su prioridad. Por ello, una de sus estrategias es, precisamente, evitar que la población «lea» no solo libros sino cualquier texto y, por ende, sea incapaz de generar un pensamiento crítico que los cuestione y los lleve a pedir que rindan cuentas.
Así, pues, en Guatemala el libro no constituye un producto del mercado. No hay un flujo constante de libros publicados, promocionados, vendidos y comprados, y apenas existe, para una minoría dentro de la ya reducida minoría de autores, el pago por derechos de autor.
Más allá de lo que implica la falta de lectura de libros lo que importa es mantener la esperanza. En este sentido, cualquier esfuerzo que se haga ya sea a nivel individual o colectivo es válido. Leer sobre lo que nos interesa tiene múltiples beneficios que abarca por completo las esferas del Ser. Nos corresponde transmitir un poco de nuestro gusto por la lectura. Esto, sobre todo, en los niños, adolescentes y jóvenes, pues aun cuando leen escasamente lo que aparece en las redes, se nota cada vez más que su comprensión del mundo y de la realidad es no solo crédula, sino también sin ningún juicio crítico. Este hecho es un problema que si no se soluciona pronto nos perjudicará cada vez más.
Ojalá y se hiciera una campaña de al menos un libro nuevo por persona cada año. Mejor si este fuera de algún género literario. Ello ayudaría a desarrollar la imaginación, a fomentar el pensamiento crítico, a observar que existen otras realidades más allá del horizonte inmediato, a soñar con que el mundo en que vivimos puede ser mejor.
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