Durante la X Semana Científica organizada por la Vicerrectoría de Investigación y Proyección de la Universidad Rafael Landívar se presentó el libro «Recordar, callar y juzgar. Dilemas de la posguerra en la región kaqchikel.» de la investigadora landivariana Gabriela Escobar, que nos recuerda el importante paréntesis de la posguerra, en el cual se hicieron esfuerzos necesarios, pero no suficientes, para reconstruir la memoria de lo ocurrido durante los 36 años de conflicto armado interno e instaurar una cultura de paz.
En Guatemala, un país que de tantas maneras se muestra a-histórico, proclive al silencio y al olvido, esta obra nos devuelve al ejercicio de la memoria para hallar las causas y raíces de los problemas actuales que con tanta obsesión nos ocupan. Y, al hacerlo, nos recuerda que recuperar la memoria y revisar la historia deben ser prácticas constantes para la comprensión del presente y la construcción del futuro y no un esteril ejercicio de apego al pasado, como claman los partidarios de arrancar las páginas oscuras del ayer, avergonzados de su papel y procurando impunidad a través de la cooptación de la justicia y el vaciamiento de la democracia.
Mientras que la historia se ocupa de hechos y datos, los relatos de la memoria nos recuerdan que la violencia le sucede a las personas, a las familias. No son números abstractos. La violencia impacta las vidas y destruye la intimidad de la subjetividad humana. En esa subjetividad dañada y dolida es donde hallamos la verdad más prístina de las guerras. Se trata de un desgarramiento, de un fracaso del ideal irrenunciable de reconocer y proteger la dignidad de la vida.
También nos recuerda que existe una conexión ineludible entre la historia y la biografía. Cada uno de nosotros está afectado por ese río caudaloso y no podemos abstraernos de estar inmersos. Frente a su devenir, somos peces sumergidos en la experiencia del agua. Estamos dentro de ella, pero ella también está dentro de nosotros. Forma parte de quienes somos, modela nuestra identidad. La porosidad manifiesta entre biografía e historia implica que nadie puede darse el lujo de ser indiferente o ignorante del devenir histórico, del tiempo que nos ha tocado vivir y que nos convoca con sus desafíos.
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Si lo hacemos, perdemos la capacidad de ser actores y nos convertimos en un objeto más que arrastra a su paso. Sin comprensión, sin juicio crítico, sin poder de acción, sin ciudadanía. La biografía y la historia forman un tejido que no puede deshilvanarse. Una y la otra se complementan para conformar las diversas dimensiones de la realidad humana. Ser a-históricos como quisieran los grupos dominantes de nuestro país es absurdo.
Al examinar el destino de Guatemala, su devenir histórico parece una espiral repetitiva. La intervención constante del poder oculto y fantasmático, que acertadamente hemos logrado nombrar como «pacto de corruptos» se ha hecho presente en cada etapa para impedir, bloquear y corromper todo intento ciudadano por lograr que el Estado guatemalteco persiga efectivamente y con propósito el ideal del bien común.
Así, entre las víctimas de persecusión, tortura, represión y muerte durante el conflicto armado interno, vimos desfilar a cooperativistas, miembros de ligas campesinas, alcaldes indígenas, maestros, catedráticos universitarios, abogados, líderes políticos. Gente acusada del crimen que siempre encuentra castigo en nuestro país: procurar enderezar el rumbo del Estado hacia el bienestar colectivo. Ellos y sus familias vieron afectados sus destinos por la circunstancia del lugar en donde les tocó nacer y vivir. Pero con su valentía y compromiso, también moldearon el país y permitieron la emergencia de una incipiente democracia. Las actuales generaciones de ciudadanos comprometidos son herederos de sus luchas. Porque sus batallas no son asunto del ayer.
Tenemos muy cercana la memoria de la movilización ciudadana ocurrida con el paro nacional del año 2023, un ejercicio del derecho a la protesta y de exigencia de respeto al voto. La prisión que hoy sufren Héctor Chaclán y Luis Pacheco, líderes indígenas cuya determinación fue crucial para preservar la democracia, es consecuencia de la represión a actos ciudadanos legítimos promovida por el Ministerio Público bajo la apariencia de investigaciones criminales.
El poder autoritario se alza desde sus trincheras, nuevamente, para castigar todo esfuerzo ciudadano. Desde tiempos inmemoriales, el chicote del patrón sobre el mozo, el Galil y la cámara de tortura sobre el disidente, el proceso penal y la cárcel contra el manifestante, son parte de lo mismo. La represión ha actuado sin tregua para impedir la organización social y su capacidad de incidir en las necesarias transformaciones del país.
En la entrevista que Plaza Pública les hizo en prisión a estos líderes, manifestaron una gran verdad: «Ser autoridad indígena no es delito». Tampoco es delito ejercer el periodismo, oponerse a la ilegítima cooptación de la Universidad de San Carlos o inscribir un partido político para participar en las elecciones generales del país. Sin embargo, todos estos actos han hallado acciones de represión judicial, avaladas incluso por la propia Corte de Constitucionalidad porque subyace un régimen de poder que no permite enderezar el camino del Estado hacia el bien común.
Este continuo bloqueo que el poder corrupto ejerce sobre las fuerzas sociales y democráticas que buscan cambios estructurales, mantiene al país en una situación de anquilosamiento, fragmentación y falta de propósito. Debido a esta constante intervención y desvío, cientos de miles de guatemaltecos han optado por la migración masiva, un fenómeno contemporáneo que está moldeando el futuro. Es el triunfo de la patria IM-posible.
Otros fenómenos son también consecuencia de este bloqueo. La política basura, desprovista de sentido de servicio público y dedicada a la depredación, así como su espejo que es la depredación del territorio y de los recursos naturales. Ambas caras de la moneda, son la encarnación de una ideología que solamente ve en el Estado un medio para lograr ganancias personales y fines extractivos, utilizando como mecanismo la debilidad institucional y la corrupción.
No podemos sino lamentarnos del fracaso de la posguerra y de los propósitos de los Acuerdos de Paz, que pretendieron establecer las bases para un «nunca más». Lamentamos que las generaciones más jóvenes no conozcan los horrores sufridos bajo las tiranías militares, pues hoy ese conocimiento los haría menos vulnerables a las falacias que esgrimen todos los dictadores y los líderes espurios con sus discursos populistas. Este fracaso está ligado a un Estado vacilante, que no se ha comprometido con los ideales democráticos y republicanos, ni con la educación ciudadana, sino que se muestra débil, siempre asediado por las mismas fuerzas oscuras que, históricamente lo han manejado en su beneficio.
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Volver, una y otra vez, sobre esta realidad nos hace comprender que la lucha ciudadana es de largo aliento y que no puede detenerse. Para que ese «largo aliento» sea transformador y liberador, resulta indispensable conocer la historia y proteger la memoria, con todas sus manifestaciones de conmemoración. Sin embargo, aun en los gestos de reparación, las víctimas se encuentran con expresiones de censura y represión. En fechas recientes, un mural que plasmaba la lucha de las mujeres Achi´ en la búsqueda de justicia por delitos cometidos durante la guerra en Guatemala fue borrado por el alcalde de Rabinal, Baja Verapaz. Ahora, será la Comisión Presidencial por la Paz y los Derechos Humanos (Copadeh) la que financie la reelaboración del mismo.
Ninguna instancia del Estado se ha ocupado activamente de proteger y cuidar los sitios de la memoria. Y, durante el gobierno de Alejandro Giammatei toda la institucionalidad dedicada a fortalecer la cultura de paz fue suprimida. Lo más grave es que, debajo de estas acciones, persiste la ideología racista y clasista que constituye el verdadero obstáculo en la construcción de un tejido social. La educación y las políticas públicas han fallado al deconstruir estos elementos de división que hallan su origen en nuestra historia y que aún hoy nos desvían del camino del bienestar.
Por estas razones, no podemos pensar que las luchas ciudadanas tendrán éxito, sin rescatar el propósito manifiesto en los Acuerdos de Paz de construir una verdadera cultura de paz. La memoria de las pasadas luchas ciudadanas, las biografías de los guatemaltecos dañados por las violencias históricas son el fundamento de un contradiscurso necesario. Porque no se puede afrontar una época donde reviven los oscuros propósitos del fascismo, aprovechados por los personajes más viles de una sociedad, sin recordar el daño que nos causaron apenas ayer.
Tampoco existe la posibilidad de encontrar un camino posible para la construcción del bien común, sin el apoyo de una cultura que abra la posibilidad de dialogar y mecanismos para llegar a acuerdos, pero sobre todo que instale en el imaginario colectivo el respeto a la inalienable dignidad de las personas y de la vida. Sin estos principios básicos como guía, hablar de bien común pierde todo sentido.