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Vianney Hernández, madre de Ashley Angely, frente a su residencia en EE.UU.

«Yo se la entregué viva al Estado»: Vianney Hernández, la madre que buscó justicia por su hija en Guatemala y terminó huyendo a EE. UU.

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«Yo se la entregué viva al Estado»: Vianney Hernández, la madre que buscó justicia por su hija en Guatemala y terminó huyendo a EE. UU.

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Aunque el caso por el incendio en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción llegó a sentencia, eso no significó que la justicia cubriera a todas las personas que sufrieron a raíz del fuego. La vida de una madre que batalló para que la muerte de su hija no quedara impune, se transformó porque recibió amenazas y se vio obligada a migrar. Ahora vive en una pequeña habitación en el sur de Estados Unidos, sin documentos y con el acoso de un sistema político y migratorio que no la quiere allí.

Capítulo 1: La primera marca

El cuerpo y la piel de Vianney Hernández Mejía son un mapa visible de los lugares y momentos más importantes de su vida. Entre tatuajes y cicatrices se mide la latitud y longitud de episodios de dolor, memoria, resiliencia y búsqueda de justicia de una historia marcada por la tragedia. 

Nació en 1972 en un pueblo en el norte de El Salvador, hizo su vida en Guatemala, décadas después cruzó a México para resguardar su vida y la de su familia. Hoy, 53 años después, es una migrante en Estados Unidos desde donde cuenta su historia y la de su hija Ashley, quien murió el 8 de marzo de 2017 en las instalaciones del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, en las afueras de la Ciudad de Guatemala.

«Mi vida no fue fácil desde pequeña porque yo era muy tremenda, nunca me gustó el estudio, la verdad, y a mí me golpeaban mucho porque yo era muy rebelde, muy interactiva, digamos que era la oveja negra de la casa», cuenta. 

Vianney creció en una finca ganadera en Guazapa, El Salvador, entre primos, abuelos y un tío católico. Su niñez ocurrió entre violencia doméstica y una guerra civil que impactó a todo el país y que provocó que su pueblo fuera una zona de múltiples bombardeos de parte del ejército salvadoreño. 

«A veces yo le robaba dinero a mi abuelo y me iba con todas las niñas, con todas mis amiguitas a comer a la feria. En ese entonces yo era así como muy varonila y mi tío, que estudiaba para ser sacerdote, decía que yo iba a ser lesbiana, por eso llegó a latigarme y a encadenarme cuando regresaba de estudiar», relata.

A la niña hiperactiva que soñaba con convertirse en bailarina la amarraban a un palo para que dejara de moverse. De esa etapa no le quedaron marcas en las muñecas pero sí en la memoria. Fueron esos primeros años de abusos y maltratos los que la llevaron a escapar de su casa cuando tenía nueve años. Abandonó la escuela en tercero primaria y empezó a trabajar en una finca cortando mandarinas y naranjas, así la adolescencia le llegó con drogas y prostitución.

«Entonces yo me fui de mi casa, me salí, me fui, probé drogas. Empecé a prostituirme en el mismo pueblo como venganza al tío que me encadenaba porque él decía que lo más importante era su apellido. A mí la vida me vio crecer en la prostitución, allí viví muchos años, muchos años, y pues me violaron varias veces, sufrí muchos muchos abusos».

Así suenan los primeros años de Vianney y apenas han pasado diez minutos de esta entrevista. Sus ojos color miel se ponen rojos y vidriosos mientras empieza a relatar su vida, las lágrimas caen en sus brazos llenos de tatuajes alusivos a diferentes momentos de su historia, dibujos de tinta negra que parecen coordenadas que confirman los eventos que ha atravesado.

A inicios de octubre de 2025 Plaza Pública y El País la entrevistaron en la pequeña habitación de paredes moradas en la que vive sola en Estados Unidos, a donde migró hace tres años. Desde el incendio en el Hogar Seguro, Vianney se convirtió en una de las madres más energéticas que buscaba justicia por la muerte de su hija y la de otras 40 niñas víctimas del fuego y la negligencia estatal. En 2022, mientras el caso avanzaba a paso lento y ella reclamaba más acciones, recibió amenazas y presiones para que retirara la denuncia, y aunque acudió al Ministerio Público no recibió apoyo ni protección. 

Para resguardar la vida de su familia, Vianney migró por sus propios medios junto a dos de sus hijas y sus nietos, cruzó el territorio mexicano y llegó hasta la frontera con Estados Unidos para pedir refugio con el expediente del caso del Hogar Seguro bajo el brazo. Aunque no recibió protección legal, ahora trabaja limpiando habitaciones en un hotel de lujo, mientras esquiva la presencia de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos), en un momento en que el presidente Donald Trump ha convertido a los migrantes en el principal enemigo de su administración.

«A pesar de todo yo sigo algo alocada. Todas mis compañeras en el hotel dicen que estoy loca, pero lo que pasa es que mi tristeza, mi dolor, lo convierto en alegría». 

Capítulo 2: Todavía no era tiempo de llegar a Estados Unidos

Cuando Vianney sonríe una cicatriz casi cobra el protagonismo en su rostro, una línea gruesa en la piel sale de su labio y le atraviesa la mejilla izquierda. Es como una prueba de esos días salvajes de la adolescencia que vivió en la calle. «Me peleé con un grupo de muchachas y no me di cuenta que una de ellas tenía una gillette (cuchilla) en la mano, me cortó la cara y yo le pegué con una piedra en la frente. O sea, nos hicimos daño las dos, estando en mi mismo pueblo. Yo tenía cólera de todo lo que me había hecho mi tío, y quería como una venganza de todo y con todos, y más bien yo era la que me estaba haciendo lata». 

En esa época Vianney tenía 17 años y estaba embarazada. Decidió salir de su pueblo, de su país, para buscar una mejor vida. Se fue de Guatemala tratando de migrar hacia Estados Unidos con solo 500 colones salvadoreños (aproximadamente 57 dólares) que le pidió a su padre. 

«Me dije, yo ya no quiero regresar a la vida de antes, tengo que ver un futuro para mí». Con esa idea atravesó Guatemala y entre miedo y decisión, llegó a territorio mexicano siendo la única mujer en un grupo de seis hombres salvadoreños. «Gracias a Dios no me violaron», dice.

Hace más de tres décadas, el flujo migratorio en la frontera sur de México era otro. No estaba dominado por el narco, ni por bandas que hoy controlan rutas completas. Ahí mandaba la naturaleza. Cruzar hacia Estados Unidos implicaba caminatas de días bajo un sol que quemaba la piel, noches de frío extremo en las montañas y tramos sin agua ni comida. Muchos migrantes morían de agotamiento, insolación, hipotermia o hambre, sin que nadie se enterara.

«Yo pedía comida, yo pedía ropa, yo pedía zapatos, porque yo así he sido, yo no tengo vergüenza para nada». Algunas personas le brindaron ayuda, quizá por pena, quizá porque la veían sola o muy joven y embarazada. Llegó a Puebla, un Estado católico y custodiado por volcanes. Una familia la acogió y le ofreció tres meses de refugio, tres meses de respiro. Pero Vianney sabía que debía seguir.

Se subió a La Bestia, el transporte de carga pesada también llamado el «Tren de la muerte», que durante décadas han utilizado los migrantes para atravesar México. Aunque parece ser una alternativa a otras formas de cruzar el territorio, es conocido por el sistema de brutalidad que somete a quienes lo abordan: mutilaciones, extorsiones, violaciones colectivas, asaltos y secuestros. 

Vianney casi lo vivió cuando uno de sus pies resbaló y estuvo a segundos de caer sobre los fierros oxidados. Pensó que ella y el bebé que llevaba en el vientre morirían. Dios la sostuvo, dice. Caminó horas, días enteros, hasta llegar a Monterrey, y luego a Matamoros. Y cuando parecía estar más cerca de su destino, todo cambió.

«Me agarraron y me deportaron a El Salvador. Yo ya no quise regresar (a México) porque ya estaba muy embarazada, ya se me miraba mucho el estómago. Entonces dije yo, no, el traqueteo no está tan fácil». 

A veces en la entrevista, Vianney calla un largo rato. Esta vez, después de ese silencio dice en voz baja: «Fue como si la vida me dijera que todavía no era el tiempo de llegar (a Estados Unidos)».
Su primer hijo nació en El Salvador con hidrocefalia. 

«Tenía agua en la cabecita. Cuando yo viajaba en buses tenía que pagar asientos para los dos porque no lo aguantaba en mis brazos, la cabecita casi le pesaba como 25 libras», cuenta. Sin apoyo familiar, sin dinero ni una red que la sostuviera, Vianney pidió un aventón a un tráiler y migró a Guatemala, donde encontró trabajo en un bar y vivió allí con su bebé, que murió menos de un año después.

La entrevista no lleva ni veinte minutos y Vianney resume la historia con un «no ha sido fácil mi vida». Esa síntesis es como una llave de agua que se abre y libera una presa de donde sale miedo, rabia y un amor de mamá que se empieza a formar.

En esa época el único apoyo y alivio que encontró fue el de una mujer que trabajaba en el bar y se convirtió en su amiga. Juanita fue la única que la acompañó a enterrar a su primer bebé, a quien llamó Samer. Ambos nombres están tatuados en sus brazos, en letras cursivas negras como un recordatorio de sus vidas. 

Capítulo 3: El inicio de la vida en Guatemala

En su muñeca izquierda, Vianney lleva tatuada una rosa. La tinta, algo esparcida por los años, cubre una cicatriz antigua. Dice que se la tatuó de joven, cuando necesitaba recordar que la vida, aun cuando duele, brota. «Las flores también nacen del lodo», repite, como si esa frase le sirviera de raíz. 

En Guatemala inició un nuevo capítulo en su vida. Se casó y se instaló en la colonia Lomas Santa Faz, en la zona 18, un área de alto riesgo y delincuencia ubicada en la periferia de la Ciudad de Guatemala, controlada por la pandilla Barrio 18. Allí tuvo ocho hijos, la penúltima fue Ashley Angely, quien nació la noche del 14 de diciembre de 2001. 

«Cuando empecé a tener a mis hijas yo las protegía demasiado. Y cuando Ashley nació yo me vi reflejada en ella porque desde que la tuve yo le quise dar pecho y no quiso, hacía como que quería vomitar y pegaba más gritos».

La enfermera la miró y dijo:

«Esta niña te va a sacar las canas verdes. Yo pensé “Ay, Dios mío bendito, que mi hija no vaya a ser igual que yo”».

Los ojos de Ashley, primero claros como los del abuelo, se oscurecieron con el tiempo. Le quedaron rasgos propios: valiente, rebelde, explosiva y orgullosa, como su mamá. La casa pronto se llenó de mujeres y con ellas creció una preocupación constante para Vianney: los pandilleros que tenía como vecinos de barrio se fijarían en ellas y eso en Guatemala es parecido a una sentencia de muerte. En estas organizaciones criminales las mujeres suelen ser las más vulnerables porque al ser reclutadas son utilizadas como objetos sexuales u obligadas a cometer delitos como cobro de extorsión y sicariato, cómplices en otros crímenes. En la guerra dentro y entre pandillas, las mujeres ocupan las principales estadísticas de asesinatos.

«Comencé a tratar la manera de cuidar bien a las patojas, pero fue muy muy muy difícil. Yo tenía que trabajar, trabajé con la Municipalidad de Guatemala en sacar proyectos en la colonia y fui parte del Cocode (Comité Único de Barrio)», cuenta.

Vianney, que estudió solo hasta tercero primaria, reconoce su capacidad para ser líder, para comunicarse con sus vecinos y organizarlos. «A veces a mí me decían la diputada», recuerda y se ríe. Su semblante cambia en segundos: «Yo tenía todo para ser una gran mujer pero nunca se me dio, yo era muy alocada y no se me dio el estudio, o tal vez la forma en que me trataban de niña cambió mi personalidad». Parece que su mente se queda atorada en el recuerdo de cuando ella quería ser bailarina y en cambio, su familia la encadenó. 

Entre trabajos comunitarios, la violencia doméstica regresó como un ciclo que se repite, pero esta vez ejercida por un esposo alcohólico que la golpeaba y la intentó matar varias veces. También se enfrentaba a la violencia de su entorno, que ya no era la guerra civil salvadoreña sino una liderada por enfrentamientos entre pandilleros y extorsiones del Barrio 18. 

Su hija Ashley llegó a la adolescencia con un carácter cada vez más agresivo y rebelde, dice Vianney. 

«A veces llegaba de trabajar y ella me decía ¿qué pensás, que no tenés hijos?». 

Su madre le consiguió becas, pero no le gustó la escuela. «Ella me decía, yo no me quiero quedar burra, y yo le decía “pero no haces el esfuerzo por querer estudiar”, solo a pelear iba a la escuela y siempre la castigaban». 
Fue en esos años cuando Ashley le dijo a Vianney lo que ella nunca quería escuchar: «Soy igual que tú». 

«No, no, no, no sos igual que yo, por eso trato la manera de que seas diferente» le respondió. «Eso me dolió mucho», cuenta. 

La situación con su hija se complicó aún más cuando un pandillero empezó a buscarla para tener una relación sentimental con ella, aún siendo una adolescente. Para protegerla y alejarla de ese entorno, Vianney la ingresó por primera vez al Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Permaneció allí poco tiempo porque Ashley le contó que dentro de la institución recibía malos tratos. Pero volver a casa tampoco era una opción segura porque la pandilla la seguía acechando. En la desesperación, Vianney volvió a ingresarla. 

«La metí al Hogar para que estuviera un poco más resguardada y le decía a ella, yo no quiero que te maten, ahí vas a estar más protegida, y ella solo me dijo: no me quieres, verdad».

En el tiempo en que Ashley estuvo dentro de la institución, cada sábado a las 2 de la tarde llamaba a su madre y sus hermanas, era un momento de alegría para la familia, pero también de tristeza porque la adolescente expresaba que quería salir y les contaba que sufría abusos en ese lugar. 

«Mamá, no sabes lo que estoy pasando aquí, me decía. Yo le decía esperame unos díitas más, yo te voy a recuperar». 

Adentro o afuera, una madre se debatía entre el Hogar Seguro y la calle.

«Nadie esperaba que muriera en el Hogar, pero si salía había probabilidades de que me la mataran en la calle», dice Vianney.

Capítulo 4: El incendio, el punto de quiebre

«Yo no podía creer lo que estaba pasando».

La tarde del 7 de marzo de 2017 una noticia circuló por todos los medios de comunicación de Guatemala: un grupo de niñas, niños y adolescentes se escapó de las instalaciones del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, un albergue estatal para menores de edad en condiciones de vulnerabilidad, que estaban allí porque fueron víctimas de violencia doméstica, adicciones, abusos físicos y sexuales o porque sus familias no podían hacerse cargo de ellos, ninguno por conflictos con la ley penal. Huyeron del lugar como una forma de protesta por los malos tratos que recibían, desde comida en mal estado hasta agresiones de parte del personal encargado de protegerlos. 

Vianney estaba trabajando cuando recibió una llamada de alerta. Para ese momento no tenía forma de saber si Ashley estaba entre el grupo que se escapó pero lo intuía. Entre su colonia y las instalaciones del Hogar Seguro, ubicadas en lo alto de una montaña a las afueras de la Ciudad de Guatemala, había 24 kilómetros de distancia y ningún transporte público accesible. Tuvo que pedir dinero prestado para poder ir al día siguiente a buscar a su hija. 

Tras la huida de las niñas, niños y adolescentes, las autoridades de la Secretaría de Bienestar Social (SBS), a cargo del Hogar, llamaron a la Policía Nacional Civil (PNC), que entre macanas y gas pimienta los persiguió hasta detenerlos y regresarlos. Aunque la policía no tenía un rol oficial para resolver la situación, una llamada del entonces presidente Jimmy Morales provocó que cien agentes más llegaran al lugar mientras las autoridades a cargo de la protección de la niñez debatían sobre qué hacer. La solución de la SBS, la Procuraduría General la Nación y la Procuraduría de los Derechos Humanos, allí presentes, fue encerrar a 56 niñas en un aula pequeña llena de colchones de material inflamable y llevar a los varones a un auditorio amplio; todos quedaron bajo custodia de la policía, que encerró a las mujeres tras un candado con llave. 

Lo que pasó horas después fue examinado durante un juicio que tardó siete años en iniciar y duró un año. Confirmó que dentro de esa aula cada niña tenía menos de un metro cuadrado de movilidad, y que en su desesperación ante el encierro una de ellas prendió fuego a un colchón con la esperanza de que al ver el humo la policía abriría la puerta. No fue así. La agente policial que tenía la llave se tardó nueve minutos en quitar el candado, y en ese tiempo el fuego se esparció, llegó a una temperatura de 300 grados celsius, acabó con la vida de 41 niñas y dejó con quemaduras graves a otras 15. Dentro de esa aula murieron inmediatamente 19 adolescentes, entre ellas Ashley. 

«Mis otras hijas me dijeron “Mamá, el Hogar se está quemando, el Hogar se está quemando”. Ahí se me fue todo».

Vianney pasó, junto a decenas de madres y familiares, por un calvario de más de 24 horas en las que rebotó entre la morgue y hospitales, buscando el paradero de su hija, en un caos que parecía una pesadilla sin principio ni fin. Todo pasaba al mismo tiempo, y al mismo tiempo nadie le decía nada, no tenía una respuesta.

«Mi cuerpo cambió definitivamente. Desde que sucedieron los hechos mi cuerpo ya no reaccionó igual». En la morgue dio su muestra de ADN y tras horas de esperar de pie, recibió la noticia, su niña había fallecido en el incendio. Una pared era lo único que la separaba del cuarto frío donde estaba Ashley. Vianney se derrumbó y aunque le dijeron que entrara a reconocerla físicamente, ella se negó. 

«Yo le dije no, yo no, no, yo no voy. Yo la voy a recordar como yo se la entregué al Estado, yo la metí ahí (al Hogar), y ahora el Estado me la está entregando quemada en una caja».

La noticia destruyó a la familia. El esposo de Vianney, que sufría de alcoholismo, empeoró y vendió la casa donde la niña creció y la dejó en la calle junto a sus otras hijas. En su sufrimiento la madre inició un camino que todavía no ha terminado: pelear contra un sistema de impunidad y corrupción.

«Le dije a mi esposo que yo no iba aguantar que esto se quede así porque cuando mi hija falleció yo le hice una promesa, yo dije que iba a luchar hasta el final para que se hiciera justicia». Vianney no imaginó que esa búsqueda la llevaría a abandonar Guatemala y a cruzar México para resguardar su vida en Estados Unidos.

Ashley tenía 16 años cuando murió bajo custodia estatal. Hasta el día de hoy Vianney sufre por no haber tenido la oportunidad de celebrar sus 15 años.

Capítulo 5: El inicio de la búsqueda de justicia

Un mes después del incendio en el Hogar Seguro el Ministerio Público capturó a ocho funcionarios y empleados públicos que estuvieron involucrados en la toma de decisiones que llevaron a encerrar a las niñas en un aula bajo llave. Las familias apenas se estaban recuperando del trauma de perder a sus hijas, verlas quemadas y enterrarlas, cuando tuvieron que presentarse en la Torre de Tribunales para ser parte del caso, un proceso revictimizante pues estuvieron presentes cuando en las audiencias se expusieron las fotografías de sus cuerpos.

Una de esas madres, quizás la más vocal, era Vianney. Con energía en su voz y en la mirada se plantaba frente a las cámaras y micrófonos de los medios de comunicación para exigir justicia por las niñas. Pocas semanas después enseñó a la prensa su brazo descubierto: se tatuó un retrato en blanco y negro de Ashley. Una imagen potente, la identidad y rostros de las niñas que murieron apenas empezaban a conocerse. 

A esa búsqueda de justicia se añadió un ingrediente más de dolor: en las redes sociales las madres y familias de las niñas y adolescentes eran objeto de prejuicios y de señalamientos de ser culpables de su fatal destino.
«Creo que lo más duro también era que la gente nos juzgaba. No han vivido nuestras historias, no están en nuestros zapatos. ¿Por qué la juventud se está perdiendo? Porque al Estado de Guatemala no le interesa la niñez, no le interesa la gente pobre, no le interesan las áreas marginales».

Aunque los ocho exfuncionarios fueron enviados a prisión preventiva y un juez ordenó iniciar una investigación formal, con los meses y años el caso se fue desbaratando. Uno a uno salieron de la cárcel, recibieron beneficios de las cortes y el caso se retrasó por años. Vianney seguía convocando a la prensa para pedir justicia. Cada 8 de marzo volvía a las instalaciones del Hogar Seguro para realizar junto a otras familias y voluntarias, actividades para conmemorar la tragedia y mantener viva la exigencia de respuestas. 

En ese tiempo su cuerpo se convirtió en una vitrina para hablar de esta historia, la historia de Ashley, la de las niñas del Hogar Seguro, las niñas de Guatemala.

En el antebrazo derecho se tatuó un girasol, la flor que se convirtió en el emblema del caso.

En otra parte del cuerpo se tatuó un colibrí, que para ella representa a las mujeres que se sumaron a su búsqueda de justicia. 

En una pierna se añadió otro símbolo que representa a esta historia, la frase «Nos Duelen 56», por la cantidad de niñas afectadas por el fuego. Dentro de esta imagen se incluye a un bebé porque una de las adolescentes que falleció estaba embarazada. 

En otro lado de la pierna tiene tatuada una balanza de la justicia, que a su vez es la imagen del libra, su signo zodiacal. 

Y en otra parte de su piel resalta una leona rodeada de flores, algo que para ella simboliza la fuerza que caracteriza su personalidad.

Capítulo 6: Las amenazas y el plan para dejar Guatemala

El proceso judicial por el incendio duró ocho años. En los primeros meses cada actualización del caso ocupaba titulares en las noticias. Con el tiempo el interés público decayó mientras la desesperación de las madres por una respuesta aumentaba. El silencio del poder judicial las exponía más porque todavía quedaban preguntas qué resolver. Por ejemplo, ¿qué pasó con las denuncias de los abusos que las niñas presentaron antes de escapar y morir?

«Uno de los exámenes médicos de Ashley decía que ella tenía rastros de un coito reciente antes de morir, yo hablé con un fiscal y me dijo ‘es que ellas eran lesbianas’. Mire que me dieron ganas de meterle un talegazo (golpe)».

En uno de esos días de buscar respuestas y ser incómoda para el sistema de impunidad, Vianney recibió una llamada telefónica de un viejo conocido que le sugería retirar la denuncia y con ello disuadir a otras madres de que hicieran lo mismo. Ella se negó rotundamente pero esa comunicación sigue resonando en su cabeza, semanas después el hombre detrás del teléfono apareció muerto. A eso se sumaron otras amenazas a personas vinculadas a la búsqueda de justicia. 

«Fuimos al Ministerio Público y no me querían aceptar la denuncia porque dijeron que eso no era una amenaza». 

Entre dificultades, la institución la recibió pero no tomó acciones para proteger a Vianney. 

«Cuando sucedió eso yo dije, bueno, yo me voy, yo me voy a ir para Estados Unidos. No me importaba lo que me pasara a mí, pero sí a mis hijas y nietos». 

Capítulo 8: Su paso por México y la llegada a Estados Unidos

Vianney entendió que su intuición no había fallado: la estaban siguiendo. «Ahí fue donde pedí más protección, recuerda. Les dije: “Necesito esto y esto y esto”». Se puso en contacto con una institución en México que apoyaba a personas en riesgo. La enlazaron con un equipo de acompañamiento, aunque lo que ella recuerda con mayor nitidez es la urgencia. «Yo dije: “Me voy. Me voy a Estados Unidos”».

No tenía tiempo. Su vida ya estaba en riesgo. Fue entonces cuando la conectaron con un abogado en la Casa del Migrante de Tecún Umán, en la frontera entre Guatemala y México. Entregó su documentación, narró su historia, explicó quiénes la perseguían y por qué. Así logró ingresar a México bajo la protección del Estado

La recibieron en Tapachula, Chiapas. Allí, en un albergue, la vida volvió a detenerse para ella y su familia. El personal registró a todo su grupo familiar: Vianney, su hija, dos nietos, su otro hijo, la pareja de ese hijo y una tía de Ashley. Eran siete en total. Pero su hijo mayor se arrepintió a última hora y regresó, no quiso seguir el camino.

Pasaron dos meses y medio en Tapachula. Allí recibían un apoyo mensual de 600 pesos (35 dólares estadounidenses), insuficiente para sostener a toda la familia. «Todo es caro allá», dice. Raquel —una mujer que Vianney describe como un apoyo crucial— le ayudó con 6.000 quetzales (770 dólares), suficiente para cubrir transporte y sobrevivir mientras esperaban los pagos restantes para poder avanzar hacia el norte.

En medio de esa espera ocurrió algo que marcó ese capítulo de su vida: el 8 de marzo, durante la marcha por el Día Internacional de la Mujer, Vianney habló en público sobre su caso. Fue la primera vez que su voz se hizo visible en México. En un país donde muchas mujeres migrantes permanecen en silencio, ella decidió nombrar lo que le había ocurrido y exigir seguridad para su familia.

Cuando por fin decidieron avanzar hacia Monterrey, todo se aceleró. Ya no podían esperar. Llevaban una carpeta llena de fotocopias de las fotografías de Ashley, las mismas que Vianney había tenido que reproducir una y otra vez para los trámites, y fue justamente una de esas imágenes lo que la desbordó.

«Cuando yo miré cómo había quedado mi hija… me volví loca», recuerda. Por años se había negado a observar esas imágenes porque quería guardar en su memoria el recuerdo de su hija viva y sana, cómo se la entregó a la institución estatal. Caminaban cerca del Río Bravo, Vianney sintió que algo dentro se quebraba. «Me agarró la locura que me quería tirar al río». Llevaba a su nieto en un portabebé. Entró al agua sin medir el riesgo. Las corrientes eran fuertes, había hojas que se acumulaban y la hundían. Su nieto lloraba. «Yo no me quiero morir», pensaba mientras trataba de llegar al otro lado. Alguien le lanzó un salvavidas y lograron sacarla con el bebé. Después, todavía empapada y temblando, le reclamó a su hija: «¿Por qué me diste al niño? Sabiendo cómo estaba yo…». 

El lugar donde casi pierde la vida es el mismo donde cientos de migrantes mueren cada año. Una investigación periodística reciente —realizada por El Universal, Lighthouse Reports y The Washington Post— reveló que al menos 1.107 personas se ahogaron en el Río Bravo entre 2017 y 2023. Vianney no sabía esas cifras. No tenía por qué saberlas. Ella vivió el riesgo en carne propia, del modo más crudo: en segundos, la corriente pudo arrastrar a dos generaciones de su familia.

Esa noche se quedaron en un hotel que fue lo último que pudieron pagar, al día siguiente buscaron un albergue. En el primero no daban comida, así que insistió en que necesitaban un lugar donde alimentaran a los niños. El personal del albergue les consiguió otro espacio seguro y un taxi directo. Les advirtieron que no podían tomar cualquier transporte: podían secuestrarlas.

En el siguiente albergue les hablaron de los programas disponibles para entrar legalmente a Estados Unidos. Aunque Vianney tenía una visa humanitaria para transitar por México, terminaron usando la aplicación CBP One para solicitar una cita de ingreso.

«Teníamos la visa, pero ya no la presentamos. Eso nos sirvió para venirnos… para pasar México», explica. En los retenes policiales solo les bastaba mostrar las credenciales que les habían otorgado en el albergue. «Diosito lindo nos abrió puertas».

Capítulo 9: La nueva vida en Estados Unidos

La llegada a Estados Unidos no trajo descanso. Trajo, más bien, una nueva batalla. Vianney ha trabajado en todo lo que se ha podido: reparando techos, limpiando jardines, cortando grama, pintando casas, en construcción y también preparando comida para vender entre sus vecinos. «De lo que haya trabajo, ahí le entro», dice. En su teléfono guarda fotografías de esos oficios, pruebas de que nunca se detiene.

En sus tiempos libres tampoco descansa. Para calmar la mente hace manualidades, como la vez que cosió a mano una tela amarilla para ensamblar 56 girasoles que luego envió a Guatemala para que fueran colocados en el altar en memoria de las víctimas del fuego, ubicado en el parque central de la capital de este país centroamericano.

«Desde que fueron los hechos y enterré a mi hija, yo le prometí en su cajita, yo le prometí a ella que yo iba a luchar hasta el final para encontrar la justicia. Esa lucha empezó en Guatemala y hoy estoy aquí, y pues me siento atada de manos, no le hallo sentido a la vida estar aquí, es muy duro este país».

Coser los girasoles volvió a conectarla con esa búsqueda, de la misma forma que todo lo que la rodea en su pequeña habitación. Las paredes son moradas porque ese color simboliza la lucha contra la violencia hacía las mujeres. También está llena de mariposas, que para Vianney simbolizan la libertad. Regadas en la habitación también hay fotografías de Ashley y de sus otras hijas. 

Su rutina en Estados Unidos empieza de madrugada y termina de noche, entre dolores en los huesos y una soledad que a veces pesa más que el cansancio. Hoy trabaja en un hotel de lujo limpiando habitaciones a las que nunca imaginó entrar. «Hasta 10 mil dólares cuesta una noche», dice todavía indignada. «Cuando me dijeron eso, dije: “Qué pecado hacen con nosotros”». Ella gana 16.50 dólares por hora.

Dentro del esfuerzo, Vianney trata de disfrutar sus días, es disciplinada con limpiar cada detalle del lugar y le gusta bromear para alegrar a sus nuevas compañeras de trabajo, incluida a su jefa, con quien se comunica entre pocas palabras en inglés y español. La rutina en el hotel a veces se cruza con momentos inesperados. Como aquella vez en que Lionel Messi se hospedó en el lugar y aunque ella limpiaba en el mismo piso, no pudo verlo, recuerda entre risas.

El trabajo la mantiene distraída del vacío que dejó la muerte de Ashley. No habla de su historia, pero los tatuajes y las marcas en su cuerpo arrojan unas pistas por ella, anticipan sin palabras el camino que ha recorrido. Pero, insiste, como dijo al inicio de esta entrevista, que duró  dos días, su tristeza la convierte en alegría, «así soy yo». 

Pero hay días en que su cuerpo comunica otras cosas. 

«Ayer pasé todo el día en la cama. No me levanté para nada. Siento que tengo un problema en los huesos». Busca alivio en programas de medicina natural, pero cada tratamiento cuesta. «Si no, ¿quién va a pagar la renta?». Paga 500 dólares por un cuarto, 50 de luz y 50 de agua. Con ese gasto, la salud se vuelve un lujo. Por eso trabaja seis días a la semana; en temporada alta, incluso más. 

Tras estos dos días de entrevista hay casi tres semanas sin descanso. Para un migrante cada hora cuesta, incluso si la usa para contar su historia.

Capítulo 10: El sueño de volver a Guatemala 

Vianney vive en Estados Unidos pero su vida no está ahí. «Aquí mi única familia son mis hijas y mi exesposo», dice aunque no viven cerca de ella. Desde esta ciudad donde no domina el idioma y la discriminación es constante, está pagando un terreno y la construcción de una casa en el oriente de Guatemala a donde espera volver para celebrarle los 15 años a su nieta más pequeña. 

En su día a día, se sostiene con lo mínimo. Trabaja, duerme, envía dinero. A veces cocina pupusas; otras solo toma café y mira la pared, como si ahí pudiera aparecer Ashley. Sus noches son de televisión cristiana y oraciones en voz baja. Su fe sigue siendo su sostén más firme.

Su cuerpo también guarda memoria. Aún se defiende, como aprendió desde niña. De pequeña pasó meses amarrada, encerrada, silenciada por el tío que la crió. De joven buscó romper los círculos de violencia que le tocaron: parejas alcohólicas, golpes, amenazas, intentos de asesinato. «Yo quería romper esa cadena», dice durante la entrevista. Su vida entera ha sido una larga resistencia, una defensa permanente de sí misma y de sus hijos.

Uno de ellos, Darwin, le tatuó algo que la acompaña todos los días: a Candy, la protagonista del anime Candy Candy. Una joven que, como muchas mujeres latinoamericanas, ha sufrido maltratos, humillaciones, pérdidas, pero nunca pierde la capacidad de amar. Su historia de resiliencia profunda resonó con Vianney. «Es como yo», dice. Una niña que vivió demasiado, demasiado pronto, pero que aún así siguió adelante. Aunque trabaja y sobrevive en Estados Unidos, su horizonte sigue siendo Guatemala. Lo dice sin espacio para dudas: su sueño es volver. Dentro de la expectativa del futuro, el horizonte sigue siendo el mismo, que la muerte de su hija no quede en la impunidad.

«Yo necesito que si no hay una buena justicia (en Guatemala) esto pase a otro nivel, que nos vayamos a la (Corte) interamericana, a otro país, sí, eso es lo que yo deseo».

 

 

Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.
 

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