Elegir gobernantes en Guatemala ha estado lejos de ser un derecho ciudadano incontestable. Resulta penoso recordar la pantomima de elecciones generales celebradas durante gobiernos dictatoriales como el de Estrada Cabrera, o los más de 30 años de gobiernos militares, que siempre fueron fraudulentas, un mero maquillaje sobre el mecánico acto de rotar operadores del poder autoritario.
En medio de este penoso recorrido, la ciudadanía ha buscado alternativas para impulsar transformaciones, luchando siempre por un sistema político sano y diverso, como corresponde a una verdadera república democrática. Los esfuerzos se han topado con una acérrima oposición de quienes prefieren vivir en lo que de forma descarada nombran como una «democracia controlada», donde sólo quienes encajan en su visión del país son admisibles.
Bajo esta lógica del abuso, fue asesinado un líder de la talla de Manuel Colom Argueta, por haber perseverado, contra viento y marea, en el afán de inscribir un partido político y disputar el poder por medios pacíficos. Todavía hoy Guatemala está pagando el precio de su ausencia y la de otros que, como él, apostaron por construir un país democrático.
En fechas más recientes, como medida de «control» fueron eliminadas de la participación política candidaturas incómodas como la de Thelma Cabrera, Jordán Rodas, Roberto Arzú o Carlos Pineda. Para tal efecto, los huizaches de siempre han fraguado mecanismos burocráticos, triquiñuelas pueriles que solamente han servido para socavar la institucionalidad del sistema electoral y su credibilidad. A estos medios de represión directa, se ha sumado la práctica consuetudinaria del financiamiento electoral ilícito que ha campeado, sin controles efectivos, y que, según Iván Velásquez de la Comisión Internacional contra la Impunidad (Cicig), es el pecado original de nuestra democracia. No podemos olvidar la crisis provocada cuando varios grandes empresarios guatemaltecos fueron acusados de cometer este delito y cómo esta «osadía» se convirtió en el detonante de la salida de esta comisión contra la corrupción.
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El candidato incómodo de las últimas elecciones fue Bernardo Arévalo y, de igual forma, su partido Semilla. La propuesta política pasó inadvertida y, por tanto, no se pusieron en marcha los mecanismos de exclusión acostumbrados. Pero, una vez ganó la primera vuelta, toda la maquinaria punitiva del Estado se puso en marcha. Utilizando operadores desde el Ministerio Público, jueces venales y magistrados de una Corte de Constitucionalidad que ha perdido la brújula, se socavó de manera brutal no solamente la confiabilidad del proceso electoral, sino que nos devolvió a la amarga criminalización de la participación política.
La tremenda retaliación que provocó esta victoria (y que no ha cejado), ya ha producido resultados funestos: la cancelación de un partido político sin el debido proceso y por un juez de primera instancia penal, soslayando la supremacía y jurisdicción del tribunal electoral; la duda sobre el andamiaje ciudadano de las Juntas Electorales; la violación y atropello de las urnas electorales, hasta entonces intocables. No fue sino a punta de presión internacional y del admirable liderazgo de los pueblos indígenas que lograron articular un paro nacional histórico, que la ciudadanía pudo defender su derecho a elegir gobernantes mediante el voto.
Guatemala no salió indemne de esta crisis. Para lograr sus objetivos de control antidemocrático, el poder hegemónico no tuvo empacho en provocar la destrucción institucional del propio Tribunal Supremo Electoral. Actualmente, a excepción de la presidenta Blanca Alfaro, el tribunal funciona en ausencia de los magistrados titulares, incriminados por el Ministerio Público en un caso que no avanza y donde, de manera bastante cuestionable, se les suspendió en sus funciones, sin mediar ninguna sentencia firme. Hay varios amparos en trámite y se ha minado el funcionamiento mismo del tribunal, con lo cual se ha puesto en riesgo la debida planificación del proceso electoral del año 2027.
Pero quizá la estocada más artera la asestó la propia Corte de Constitucionalidad con sus fallos. Sin ningún argumento jurídicamente aceptable, se despojó al tribunal de la jurisdicción exclusiva en materia electoral, diseminando la misma en cualquier órgano jurisdiccional que, bajo una excusa cualquiera, decida cooptarla. También de su carácter supremo, pues sus actos y resoluciones pueden ser cuestionados por otros fueros, aún siendo de categoría inferior. Finalmente, a la normativa que rige el tribunal se le degradó (de hecho) de su rango constitucional para equipararse a la normativa ordinaria, en contravención de la propia Constitución.
La tergiversación que estos fallos provocaron en toda la institucionalidad democrática y en el corazón de la misma que es el derecho a elegir y ser electo, fue impuesta por una corte que ha obrado más como un ente político que en ejercicio del mandato constitucional, provocando su propio desprestigio e ilegitimidad, pero el daño definitivo se le hizo a Guatemala.
No podemos olvidar que el Tribunal Supremo Electoral surgió con la Constitución Política de 1985, tras un largo conflicto armado interno y fue parte del proceso de evolución institucional al que aspiraron los Acuerdos de Paz. Tampoco que dicho órgano, de importancia vital para el sostenimiento de la paz social, fue dirigido por muchos años por magistrados de impecable trayectoria que lograron sacarnos de la edad de piedra en materia electoral. Mediante su compromiso, los guatemaltecos volvimos a creer en el proceso eleccionario como un medio para dirimir nuestras diferencias y acudir al voto en lugar de las armas para disputar el poder político.
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Ante el desolador panorama de un Tribunal Supremo Electoral destrozado por la perversión y ausencia de voluntad política, nos enfrentamos a un momento clave: durante el primer trimestre del año próximo se realizará la elección de nuevos magistrados. Prevalece la confianza de muchos actores oscuros de mantenerlo destrozado y servil, para utilizarlo conforme a sus fines. ¿Cómo podremos enfrentar este proceso de selección y dar la batalla necesaria?¿Qué medidas y acciones podemos tomar? ¿Cómo podemos incidir en que los candidatos sean idóneos y comprometidos con la causa de recuperar la institucionalidad que nos han arrebatado?
Todos los actores involucrados deben asumir su responsabilidad en los procesos de elección, empezando por respetar los plazos legales. El primer llamado es para el Congreso de la República, que deberá convocar a la conformación de la Comisión de Postulación en el mes de noviembre. El Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala, en Asamblea General, procederá a la elección de su representante. De igual manera, deben iniciarse los procesos de elección de representante de rectores y decanos de las facultades de derecho de las universidades privadas. El cumplimiento de los plazos es fundamental y no deberán permitirse atrasos con base en argucias legales que favorecen a intereses sectarios.
El papel de la ciudadanía será fundamental. Si actúa, organizándose para participar, así como ejerciendo presión y auditoría, es posible obtener logros importantes como se demostró con la elección a Junta Directiva del Colegio de Abogados o la batalla que aún se libra por liberar a la USAC. En materia electoral, la mejor prueba de la efectividad de la presión ciudadana fue la defensa de las cajas electorales en 2023 y la ejemplar resistencia frente al intento de secuestro de la democracia.
Debemos exigir que se anteponga el bien colectivo a los intereses de muchos actores decididos a capturar definitivamente el tribunal. Esta será la primera de varias elecciones que resultan cruciales y que se celebrarán durante el próximo año. Quizá sea la que incidirá con mayor peso sobre la correlación de poderes para las elecciones generales en 2027. Sin un TSE fortalecido por una elección de magistrados sólida, dichas elecciones serán un caos y, probablemente, se constituirán en un foco de ingobernabilidad de largo aliento, pues se habrá cerrado, otra vez en nuestra historia, la opción pacífica de disputar el poder político.Ya estuvimos allí y pagamos un precio demasiado alto.