«Señora Ministra de Cultura y Deportes, doctora Liwy Grazioso; Magíster Ilonka Matute, Directora de la Biblioteca Nacional; autoridades presentes; señoras y señores:
Recibo con profunda humildad la Orden Popol Wuj. La recibo consciente del peso de la memoria y del camino colectivo que me trajo hasta aquí. El 5 de diciembre es, para mí, una fecha marcada por la vida: un 5 de diciembre me convertí en madre, y años después, también en esa fecha me hice abuela. Tal vez por eso, por la intensidad con la que la vida me ha tocado, yo nunca he sabido hacer nada a medias.
Quien me conoce sabe que lo que emprendo lo hago con pasión, con entrega y con una devoción absoluta. Mi mamá solía llamarme de dos maneras: “llorona”, porque las lágrimas suelen brotar sin pedirme permiso —aunque puedo asegurar que soy una llorona funcional— y “abogada del diablo”, porque siempre me metí a defender a los más vulnerados. De niña pedía un pan extra en mi lonchera, y también tomaba el de mi hermano Mario —en mi defensa, él siempre lo dejaba olvidado en la mesa— para dárselo a una compañera que no llevaba nada al recreo.
Ese gesto no fue espontáneo. Fue el resultado de una enseñanza cuidadosamente planificada por mis padres para que conociéramos el rostro real del hambre y la injusticia sistemática de un Estado que, demasiadas veces, aparece solo como opresor del pueblo. Fue en el patio de la escuela pública del Estado donde aprendí a ser más humana. Y fue también de manos de ese mismo Estado que mi padre, Bernardo Lemus Mendoza, fue asesinado de la forma más injusta y vil. Mi padre me acompañó —a pesar de su ausencia física— a través de mis hijos y hermanos y de sus amigos del alma, que hoy también me acompañan. Ellos han sido la prueba viva de que el amor y la lealtad pueden sobrevivir incluso a la violencia cruel del Estado.
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Entre muchas cosas, él buscó que la educación pública superior —hoy ilegalmente usurpada— llegara a cada rincón del país. Y defendió la justicia social aun a costa de su propia vida, en el marco de una honrosa militancia subversiva, nacida del pensamiento crítico y del amor profundo hacia el pueblo. En su memoria, y en cumplimiento de los Acuerdos de Paz, el Estado entregó 200 libros como medida de resarcimiento. Con ellos, la Municipalidad de Purulhá —su pueblo— abrió la biblioteca que hoy lleva su nombre: Licenciado Bernardo Lemus Mendoza. Irene Vallejo —en su Manifiesto por la Lectura— recuerda el discurso de García Lorca en 1931, cuando inauguró la biblioteca de Fuente Vaqueros. Lorca dijo que abrir una biblioteca es como lanzar una piedra al estanque: el agua se ondula, los peces se agitan, la rana salta, los pájaros levantan vuelo… hasta que toda la vida alrededor cambia.
Yo vengo a dar testimonio de que eso es verdad. Los libros de este resarcimiento fueron la piedra que cayó en nuestro estanque. Y sus ondas siguen moviendo la vida de niños, jóvenes y adultos en Purulhá. Esa biblioteca es, hoy, otra forma de revolución: no una que se haga con armas, sino empuñando libros. La sostienen los pequeños: niños y niñas que dejan el azadón o sus canastitas con cosas para vender, en la puerta de la biblioteca e ingresan para tomar un cuento entre sus manos. La sostienen también los cientos de amigos donantes que resguardaron sus libros en la ciudad y los empacaron y enviaron con amor junto a una mudadita de ropa. La sostienen quienes voluntariamente han dedicado meses y aún años al trabajo comunitario por la niñez y la juventud de mi pueblo.
Estoy aquí también en nombre de las madres del mercado que confiaron en nosotros a sus bebés recién nacidos, para construir juntas una comunidad que se cuida a sí misma alrededor de una biblioteca. No soy bibliotecaria de profesión… pero lo soy de corazón, gracias a la Escuela de Bibliotecología de la tricentenaria USAC. Agradezco el cariño de las verdaderas profesionales, que me enseñaron este oficio con una nobleza infinita. Y agradezco al Colectivo Pie de Lana por la nominación. Este reconocimiento es para ellas. Para mis mentores. Para quienes aún en la distancia han puesto un ladrillo en este sueño colectivo de dignidad comunitaria. A mí solo me tocó el honor de venir a recibirlo. Y vengo a agradecerles.
Y si hoy el Estado entrega esta medalla, quiero creer —con ternura, y también con la incomodidad de la memoria viva— que esto significa algo más: que un país, con voluntad, bajo presupuesto y coraje puede corregir su historia, escuchar sus heridas y transformar una pérdida en un camino de dignidad. Porque la memoria no se extingue. Se multiplica. Y la piedra que un día cayó de manos de mi padre sigue moviendo la selva entera de su pueblo. Muchas gracias».
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