La respuesta está escrita en la historia que algunos se niegan a aceptar.
Antes de que la señora ministra, Bertha Zapeta, hablara en su idioma natal, ya se había encendido el desprecio del diputado. Durante la interpelación, se dirigió a ella como a una subalterna: con tono abusivo, dándole órdenes, como si fuera su empleada y no una autoridad del Estado.
Ante la absurda exigencia de «darle explicaciones a su pueblo», la ministra respondió con dignidad y contundencia en k’iche’. No para él. Para el pueblo de Sololá, que la entiende sin traductor. Lo hizo amparada en la Ley de Idiomas Nacionales (Decreto 19-2003). En un territorio como el nuestro, racista hasta la raíz, ese gesto descolocó al diputado, retó a la supremacía simbólica en donde él quería posicionar al español por encima del idioma k’iche’. Intentó desvalorizarlo en un contexto de privilegio lingüístico impuesto.
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¿Por qué le molestó tanto? Porque a los sectores de poder conservador les incomoda no entender, no poder controlar, que se rompa su jerarquía. No toleran que el micrófono no esté calibrado a su favor, y menos si lo toma una mujer indígena. Cuando alguien habla en idiomas mayas en un espacio de poder, simbólicamente, el centro se desplaza, y eso amenaza su dominio. Zapeta habló en su idioma con dignidad, como una herramienta política: habló directamente a los pueblos indígenas, visibilizando los derechos que incomodan al poder.
Históricamente, la supremacía criolla ha impuesto actitudes de sumisión a los pueblos mayas. Desde la colonia y la república liberal, el español fue usado como herramienta de poder en la ley, la religión y el Estado. Hablar un idioma maya fue motivo de castigo y burla. Nos enseñaron a agachar la cabeza, a pedir permiso para hablar, a no contradecir. Ese mensaje —de que solo valés si te parecés al dominante— ha obligado a muchas familias a romper la transmisión cultural, por miedo a que sus hijos e hijas sufran.
Nadie quiere ser burlado por ser quien es. Los pueblos no pierden su idioma por ignorancia, lo pierden por miedo y por dolor, y con él, también pierden su historia. Cuando un niño deja de hablar su lengua materna, no solo cambia palabras, pierde las que le enseñaron a sentir. Pierde la voz con la que sueña, con la que llora. ¿Cómo va a explicar su tristeza si las palabras con las que aprendió a sentir no están permitidas en el aula? Si no puede expresar el miedo, queda emocionalmente huérfano. Cuando el idioma deja de servir para vivir, comienza a morir.
Los idiomas mayas han sobrevivido a más de quinientos años de castigo, prohibición, burlas, humillación y desplazamiento. No persisten por casualidad ni porque el Estado los haya protegido, al contrario. Continúan vivos porque son legado de los ancestros, defendidos con la vida por los pueblos originarios. Cuando una mujer maya alza la voz en k’iche’ en el Congreso, invoca una historia de heroica resistencia que no se dejó exterminar ni por las balas del genocidio ni por leyes ni por caciques. Y eso es lo que molesta: la voz que no se pudo dominar.
Y sin embargo, aquí está: Hablando. Resistiendo. Como la ministra Zapeta. Es por eso que molesta tanto. Porque el poder —ese poder que aún hoy cree tener el derecho de decidir quién habla y en qué idioma— se siente interpelado por la sola existencia de una lengua que no pudo dominar. Esas palabras no son un insulto. Son una prueba de que la historia no se escribió solo desde la capital ni desde los archivos. Se escribió también desde la resistencia que habló, tejió, cantó y no se tradujo para ser comprendida.
Recuerdo que, de niña, veía cómo las mujeres y los niños no tenían permitido entrar a los edificios públicos, como a la municipalidad. No lo prohibía un rótulo, pero todos lo sabían. Todos lo acataban.
Hoy, Bertha entró erguida.
Habló.
Habló en k’iche’.
No pidió permiso.
Habló por todas las que fueron obligadas a callar.
Espero que este texto raspe e incomode donde hemos aprendido a no sentir.
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