El programa «Más allá de mi comunidad» es una iniciativa comunitaria que premia la constancia lectora, el deseo de aprender y la imaginación. Ambas escenas —el campamento sindical y los niños que leen— resumen con crudeza el momento educativo que vivimos. Mientras unos claman por un pacto colectivo cargado de privilegios, otros caminan kilómetros por un libro. Mientras unos exigen, otros se esfuerzan. Mientras unos se ausentan de las aulas, otros resisten con lo que tienen: su voluntad.
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El sindicalismo magisterial fue, otrora, una bandera legítima. Defendía derechos laborales, exigía condiciones justas para enseñar y apostaba por una educación pública de calidad. Hoy, sin embargo, su cara más visible ha convertido esa lucha histórica en un feudo personal. Desde su tribuna permanente, exige aumentos, vetos y privilegios, aunque ya muy pocos lo sigan con convicción. Dicta lecciones sobre unidad sindical, pero procede sin consenso. Cree que vale más el plantón ruidoso que la voz razonada del 84 % del magisterio que no participó en la última asamblea permanente. Un sindicato que asegura que «no se arrodilla ni besa manos»... salvo las de sus propios privilegios.
Hay maestras que quieren enseñar. Hay directores que abren escuelas sin apoyo. Hay madres de familia que pelean por la educación de sus hijos y comunidades que entienden que perder clases es perder futuro. Pero nada de eso cabe en el discurso de un líder que negocia pactos sin rendir cuentas, que habla de dignidad mientras defiende beneficios desproporcionados, que abandera una lucha que hace mucho dejó de representar a los suyos.
Este sindicalismo clientelar no solo desgasta el sistema educativo. Deslegitima el sentido mismo de la organización laboral. Convierte la lucha colectiva en privilegio personalizado. Y lo peor: enseña a la niñez que el poder y el dinero pueden más que el ejemplo.
¿Cómo se puede hablar de recuperar el respeto por la escuela cuando se cierran aulas con más facilidad que con las que se abren?
Cada ciclo escolar interrumpido, cada día sin clase, cada maestro callado —por temor o conveniencia— forma parte de una tragedia lenta: la normalización del abandono.
Por eso, cuando un niño en Purulhá lee, resiste. Cuando una niña se emociona porque viajará a conocer autores y comprar libros, desafía la narrativa de la derrota. Cuando una comunidad entera organiza, recauda y apoya para que ese viaje suceda, se reconstruye un proceso educativo desde abajo. Sin decretos. Sin «pacto colectivo». Con lectura, afecto y sentido.
Parece que la verdadera educación se ha ido trasladando, silenciosamente, hacia donde aún hay ética. Tal vez no esté en los escritorios vacíos de las escuelas públicas, sino en las veredas, en los patios comunitarios de escuelitas disidentes y en las bibliotecas improvisadas.
El Mineduc ha levantado aproximadamente 5,700 actas administrativas a docentes ausentes. Muchas están en proceso de validación y algunas podrían justificarse. Supervisores visitan escuelas y verifican ausencias. A partir de un solo día de falta injustificada, se levanta un acta. El docente tiene cinco días para justificar. De no hacerlo, enfrenta amonestación, sanción económica o proceso de despido.
Este operativo deja claro que, finalmente, el Ministerio busca recuperar la rectoría de la educación pública mediante el uso de la ley, para evitar que decisiones sindicales interrumpan los 180 días lectivos. El mensaje es firme: no se tolerarán privilegios que violen los derechos de la infancia.
Guatemala no necesita más asambleas permanentes. Necesita presencia permanente. Maestros con sentido. Comunidades con esperanza. Y una infancia que no tenga que elegir entre aprender o esperar a que termine la huelga.
No podemos seguir llamando educación a este secuestro prolongado por intereses clientelares.
¿Qué tal si nos atrevemos, de una vez, a construir pactos con la infancia, su esfuerzo y su dignidad?
Desde este espacio, quiero hacer un llamado a la conciencia personal: que como sociedad respaldemos iniciativas reales como «Más allá de mi comunidad», donde niñas y niños leen, sueñan y resisten.
Y si usted, amable lector, desea sumarse a esta travesía: ¡Muchas gracias!
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