La descentralización de las facultades de los gobiernos es un debate histórico en la Ciencia Política, que suele abordarse en términos de descentralización territorial —mayoritariamente de carácter político— y de la transferencia de competencias de gestión y decisión a agencias con cierto grado de independencia administrativa.
Sobre la primera recae una crisis que se evidencia en las interacciones del Congreso al discutir el presupuesto de los Consejos de Desarrollo, tema que será abordado en otros trabajos. La segunda está atravesada por el debate sobre la creación de entidades autónomas y descentralizadas encargadas de administrar y decidir sobre determinados aspectos de la política pública, así como por la composición de sus mecanismos de decisión. Este proceso, en Guatemala, se rige por un modelo casi anárquico que, según el artículo 134 de la Constitución, faculta al Congreso —con el voto de dos terceras partes— a crear prácticamente cualquier cosa. Ese modelo de descentralización de funciones estatales ha alimentado un debate en torno a la presencia de actores empresariales que, a su vez, suele degenerar en una guerra sin demasiado sentido.
La presencia o no de actores extraestatales en la toma de decisiones es un debate propio del siglo XX, que tiene sus orígenes en la crisis del liberalismo a finales del siglo XIX; además de sus efectos en la conformación de sindicatos y la pelea por los derechos laborales. Luego, a fin de contención, muchos de estos movimientos fueron perseguidos o exterminados por los gobiernos fascistas, e integrados en estructuras corporativas tripartitas, bajo pleno control de los gobiernos autoritarios de la época. Esa integración de actores no estatales en órganos de decisión de composición plural es conocida como corporativismo.
En Guatemala, la evolución histórica propia de esa discusión recae en un intercambio –con poco rigor técnico– sobre si los empresarios organizados deben o no ocupar asientos con voto en algunas de estas entidades. Pocas veces se desnuda en aspectos más críticos de la cuestión, como los debates sobre si la proliferación de instancias autónomas con gobiernos corporativos es deseable, en qué contextos lo sería y qué problemas derivados de la centralidad estatal busca resolver.
Quizás, una vez resuelta esa disyuntiva, podamos debatir sobre qué tipos de conflicto de interés existen entre los actores que intervienen en esas decisiones. También sobre cuál es el efecto de politizar lo que debiesen ser actores cuyo rol predominante es orientar de manera técnica. Y, además, si estos espacios son ideales para ejercer control sobre debates trascendentales y balancear la relación de poder entre actores, por naturaleza, desiguales en recursos.
En su columna en Con Criterio, Pedro Trujillo acierta al mover la discusión del dilema de presencia y ausencia. Sin embargo, se equivoca al descalificar, con insultos, los esfuerzos académicos por abrir un debate serio sobre el reto de conceptualizar el modelo guatemalteco en torno a las preguntas planteadas arriba —y muchas más— y comprender sus orígenes históricos. Todo ello forma parte de un intento por democratizar la toma de decisiones sobre lo público y mitigar el conflicto de interés. Claramente, es un desafío entender qué tipo de corporativismo se ha configurado en Guatemala, cuáles son sus efectos en la calidad de las decisiones de política pública que ahí se toman y, por qué no, someterlo a marcos teóricos complejos para analizar su carácter democrático.
El debate sobre el carácter democrático de las fórmulas de intermediación de los grupos de interés no es nuevo en la teoría política, especialmente a partir del esfuerzo de Philippe Schmitter, en Still the Century of Corporatism?, por reabrir la discusión tras el descrédito del corporativismo asociado a los regímenes fascistas europeos y la existencia en Europa de modelos corporativos postfascistas de corte más democrático. Buena parte de esa literatura se construyó sobre experiencias europeas de Estados con alta capacidad administrativa y tradiciones consolidadas de concertación entre élites políticas, sindicales y empresariales.
[frasepzp1]
En contraste, el caso guatemalteco se configura sobre un Estado históricamente débil, cuya arquitectura institucional fue moldeada, desde la colonia, por élites agroexportadoras que articularon formas protocorporativas de toma de decisión, especialmente en torno a la política monetaria, el crédito y la mediación de conflictos comerciales, mediante instancias como el Consulado de Comercio, una suerte de proto-Junta Monetaria colonial. De acuerdo con el artículo XXXIX de la real cédula que lo crea, su junta estaba integrada por un prior, dos cónsules, nueve consiliarios y un síndico, apoyados por secretario, contador y tesorero; todos ellos grandes exportadores de añil o metales. El tribunal se componía de los mismos comerciantes, que actuaban como corte mercantil. Para ocupar cualquiera de esos asientos se exigía ser varón de «caudal conocido» (≥ 20 000 pesos), buena reputación y experiencia comercial, requisitos que en la práctica excluían a pardos, mestizos y, en general, a cualquiera ajeno a la élite (Woodward, 1981).
Aunque el viejo orden conservador y la familia Aycinena cayeron con la Revolución Liberal, que luego desmanteló el Consulado de Comercio —trasladando sus funciones al recién creado Ministerio de Fomento y a un sistema nacional de tribunales, junto con la reorganización—, la lógica de intermediación jerárquica no desapareció: se recicló bajo el liderazgo de las nuevas élites cafetaleras. El Estado se convirtió en plataforma para institucionalizar sus intereses a través de las juntas de fomento y del modelo de gestión de la política monetaria a través de un conglomerado de bancos privados, que prevaleció hasta la gesta revolucionaria de 1944.
En una reciente columna publicada por República GT se afirma que Juan José Arévalo fue el «padre» del corporativismo guatemalteco. Sin embargo, esta aseveración es difícil de sostener si se observa la trayectoria histórica desde las reformas monetarias de 1924-1926, inspiradas por la misión del «money doctor» Edwin Kemmerer. Dichas reformas configuraron órganos de decisión económica influidos por banqueros y comerciantes y establecieron el andamiaje que desembocaría en el Banco de Guatemala (Kemmerer & Dalgaard, 1983; Banco de Guatemala, s. f.). Sobre ese trasfondo, que Woodward lee como un proceso continuo de articulación entre élites económicas y el Estado desde fines del siglo XIX (Woodward, 2008), el corporativismo guatemalteco tiene raíces bastante anteriores a la Revolución.
El gobierno de la Revolución intenta reorientar ese modelo en dos arenas clave: la política monetaria y la seguridad social. Con la intención de devolver mayor capacidad de conducción al Estado y, al mismo tiempo, acoplarse a la lógica tripartita de posguerra promovida por la OIT. Mecanismos con participación de tres actores de consulta entre la patronal y un germen aún incipiente de sindicalismo. La composición final de los órganos se debe a concesiones hechas a partir de la protesta del empresariado, particularmente de los médicos privados en el IGSS, y a la historia de la conformación de los mecanismos de decisión de política económica que se habían configurado muchos años antes. Esto refuerza la idea de un corporativismo de larga duración, más que de una creación propia del arevalismo.
Ben Ross Schneider describe este tipo de trayectorias de conformación del modelo económico en América Latina como regímenes de capitalismo jerárquico: una forma de organizar la economía y la política en la que las debilidades institucionales se compensan mediante respuestas organizativas de los grupos empresariales, en lugar de instituciones públicas sólidas (Schneider, 2013). Estas instituciones son incapaces de consolidar estructuras en las que el Estado, los sindicatos y las asociaciones empresariales coordinen de manera relativamente equilibrada cuestiones como los salarios, el fomento económico o la protección social, al estilo de los arreglos neocorporativos europeos. En el capitalismo jerárquico, muchas de estas funciones se resuelven dentro de las jerarquías internas de los grupos económicos o, simplemente, no se resuelven (Schneider, 2013).
[frasepzp2]
Cuando esa estructura económica necesita articularse políticamente, no tiende a generar grandes pactos inclusivos, sino que se apoya en instituciones que moldean la interfaz entre Estado y grupos de interés —lo que Kjær denomina intermediary institutions—, heredando nociones de la forma del neocorporativismo europeo, pero sin reproducir necesariamente sus condiciones mínimas de equilibrio (Kjær, 2014; Hartmann & Kjær, 2015). En el caso latinoamericano, Schneider muestra que sistemas políticos con burocracias porosas y partidos fragmentados han favorecido sistemáticamente a las élites, otorgando a grupos empresariales —y, en menor medida, a ciertos sindicatos— un acceso privilegiado a los decisores públicos, lo que refuerza las complementariedades del capitalismo jerárquico en lugar de impulsar arreglos neocorporativos equilibrados.
El resultado no es un neocorporativismo societal al estilo europeo, sino más bien un corporativismo oligárquico de Estado: mesas, consejos y juntas directivas donde el empresariado organizado opera como actor con capacidad de veto reproduciendo órdenes jerárquicos bajo el lenguaje de la coordinación y la gobernanza (Kjær, 2014; Hartmann & Kjær, 2015).
Este texto no pretende sumarse a la idea de que un modelo neocorporativista es deseable; intenta mostrar que, con la historia institucional de Guatemala, ese modelo es, en la práctica, imposible. Tampoco busca vender el modelo de Kjær (redes de agencias, expertos y mesas «técnicas» que median entre Estado y sociedad) como una receta viable en estas condiciones.
Hablar de corporativismo –o no– requiere una visión más amplia sobre las virtudes y críticas de los modelos existentes y las condiciones estructurales necesarias para que estos se implementen con éxito. En todo caso, en Guatemala esas condiciones no existen. Sin embargo, quizá sí existan revisiones intermedias que permitan debates concretos sobre conflictos de interés en las decisiones sobre los recursos públicos, mecanismos de consulta alternativos para actores interesados y procesos de selección técnica para quienes requieren un expertise específico. Todo esto debería pasar por un debate sustantivo y transparente entre quienes, por mandato constitucional, tienen la autoridad para crear las entidades y asignarles sus mecanismos de gobernanza: los diputados y las diputadas.
_________________________________________________
Referencias
Hartmann, E., & Kjær, P. F. (Eds.). (2015). The evolution of intermediary institutions in Europe: From corporatism to governance. Palgrave Macmillan.
Kemmerer, D. L., & Dalgaard, B. R. (1983). Inflation, intrigue, and monetary reform in Guatemala, 1919–1926. The Historian, 46(1), 21–38.
Schmitter, P. C. (1974). Still the century of corporatism? The Review of Politics, 36(1), 85–131.
Schneider, B. R. (2013). Hierarchical capitalism in Latin America: Business, labor, and the challenges of equitable development. Cambridge University Press.
Woodward, R. L., Jr. (1981). Class privilege and economic development: The Consulado de Comercio of Guatemala, 1793–1871. The Hispanic American Historical Review, 61(2), 219–243.
Woodward, R. L., Jr. (2008). A short history of Guatemala. University of Oklahoma Press.
Kjær, P. F. (2014). From corporatism to governance: Dimensions of a theory of intermediary institutions. En E. Hartmann & P. F. Kjær (Eds.), The evolution of intermediary institutions in Europe: From corporatism to governance (pp. 11–28). Palgrave Macmillan.
Más de este autor