Desde hace algún tiempo vengo pensando en la necesidad de teorizar sobre la ideología y de aportar algunas ideas para crear marcos conceptuales adaptables al contexto y a las discusiones contemporáneas sobre la política en su espectro más general. Pero antes se deben explorar y divulgar los marcos teóricos que exploran si dicha tarea es posible o útil. Aunque Twitter es un banco cotidiano de ruido e intercambios fútiles, en ocasiones se levantan debates cuya sala de discusión debería extenderse a las universidades. El debate sobre la ideología política, y particularmente sobre los postulados adjudicables a ambos espectros de la dicotomía tradicional entre izquierda y derecha, brotó, por fin, desde un esfuerzo por sacarlo de lo que Phillip Chicola explicaba que no son formas útiles de establecer las diferencias.
En coro con ese y otros debates se pueden sugerir dos niveles conceptuales para esta discusión.
El primero es entender que existen sistemas cognitivos, representaciones mentales para interpretar acontecimientos y acciones, y el segundo comprende esos sistemas cognitivos como sistemas sociales, es decir, algo compartido por los miembros de un grupo.
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Una ideología no es cualquier sistema cognitivo. Típicamente, un sistema ideológico está relacionado con las cuestiones socialmente relevantes, como la religión, el arte o la educación, y más frecuentemente con la política. No todos los sistemas cognitivos son ideologías políticas, y esa confusión cotidiana es la primera que debemos descartar para construir marcos teóricos relevantes.
Es más: vale la pena hacer un esfuerzo por ser muy específicos en comprender qué implican las ideologías políticas. Como afirma Teun Adrianus van Dijk, lingüista neerlandés y estudioso de la ideología, la teoría general de la ideología necesita que la dotemos de especificidad para el enorme campo social de la política (es decir, para los políticos, la cognición política, los procesos políticos, las prácticas políticas y el discurso político) como característica de grupos políticos, tales como partidos políticos, miembros de los Parlamentos o movimientos.
En ese sentido, las ideologías tienen funciones no solo sociales generales, sino más específicamente políticas. Esas funciones se pueden analizar mediante la construcción de marcos analíticos y tipologías comparables. El reto es definir aquellas variables que distinguen una ideología de otra y delimitan las discrepancias ideológicas. Estas, a su vez, necesitan delimitarse en marcos ontológicos que permitan distinguir su transformación en actos políticos.
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La ideología política es un marco de posturas a veces contrapuestas sobre la distribución del poder y, en su versión más moderna, sobre el rol que debe asignársele al Estado en las cuestiones que atañen a la vida de los ciudadanos. Son concepciones distintas sobre cómo alcanzar el desarrollo y su traducción en una ruta de políticas públicas. Las ideologías políticas no son clubes de personas que piensan igual sobre algún tema, y esa distinción es regularmente la línea divisoria entre una discusión fructuosa y una guerra de porras entre dos hinchadas rivales.
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Ese banco de ideas que los actores políticos utilizan como un marco simbólico de referencia para posicionarse y establecer líneas de confrontación y aspectos en común como puntos cardinales en el mapa político se ha demeritado en el cuadrilátero de la coyuntura. Ahora aparece envuelto en el lodo de incentivos perversos que orbitan alrededor de lo público y que tienen que ver poco con el desarrollo y el bienestar de los ciudadanos. La búsqueda de privilegios sectoriales como la impunidad, los privilegios fiscales injustificados, la corrupción, los asientos corporativos, etcétera, no son, aunque a veces lo parezcan, batallas ideológicas.
Esos incentivos perversos muchas veces agrupan a personas en clubes que hacen una defensa discursiva de sus privilegios. Esos grupos, como afirma la politóloga Pippa Norris, suelen montar una retórica sobre la fuente de autoridad legítima que rige cualquier política según su «procedencia ideológica», en lugar de presentar un conjunto de creencias ideológicas coherentes sobre políticas públicas sustantivas en materias como la economía, la migración o el papel del Estado respecto a la privacidad, la libertad o la igualdad.
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La misma premisa funciona para debates muy antiguos como el nacionalismo. Como afirma el abogado mexicano Carlos Requena, más que una ideología definida, el nacionalismo de hoy es un discurso que funciona como continente en el que es posible verter diversos contenidos que generalmente se oponen a la agenda internacional. Cuando la agenda internacional promovía el Consenso de Washington y la globalización financiera, el nacionalismo era un asunto de la izquierda. Cuando la agenda internacional migró a promover la expansión del campo de acción y la protección de los derechos humanos, el nacionalismo pasó a ser un asunto de la derecha. Entre los diversos contenidos que pueden verterse en el discurso nacionalista cabe también el de la defensa de los privilegios disfrazado de la defensa de un paradigma ideológico.
En Guatemala, la gran pregunta es si los partidos políticos son canales de representación ideológica o clubes de privilegios. Y también si quienes abogan a ciegas por una ideología y satanizan al resto no han hecho otra cosa que disfrazar con la bandera de una ideología política la puerta a un club de privilegios.
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