Para quienes ya hemos vivido décadas y, en buena medida somos responsables de lo que hoy es Guatemala, casi ya no hay vuelta atrás. Pero, para los jóvenes y los niños, sin embargo, la realidad los sobrepasa y muchos, quizás la mayoría, no pueden explicársela desde un panorama más amplio que su cotidianidad.
«¿Cuánto les gusta Guatemala, de uno a diez?», pregunté recientemente a un grupo de jóvenes que oscilan entre los 20 y 22 años. La mayoría de respuestas oscilaron entre cuatro y seis (el parámetro máximo que establecí fue el diez). «¿Cuáles son esas cuatro o seis cosas que les gusta?», continué con la entrevista. Me miraron en silencio y uno se atrevió a decir: «Buena pregunta. Nunca me lo había planteado». Se quedó en silencio hasta que indagué de nuevo: «¿Entonces?», sugerí. «No se me ocurre nada», me dijo uno, pero al ver que yo lo seguía observando agregó: «El clima. Me gusta el clima». La mayoría estuvo de acuerdo y alguien más añadió que también le gusta la comida o los paisajes. Nada más.
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Parece, de verdad, que vivir en la burbuja de lo cotidiano a veces rebasa lo imposible. Un derrumbe en la carretera debido a la falta de responsabilidad de algún propietario y las autoridades que lo avalan; la fuga de veinte reos de una cárcel de máxima seguridad a plena luz del día; los accidentes que se acumulan a diario; las carreteras llenas de hoyos; los tráileres descompuestos en vías de mayor circulación a horas pico; los hospitales saturados e insuficientes; los accidentes laborales; los despidos injustificados y arbitrarios. Sumado a ello las lluvias intermitentes que siguen su curso natural –o no tanto–. Se vea en la dirección hacia donde se vea, hay poca o casi ninguna esperanza. Los hechos nos recuerdan lo efímero y vulnerable que es vivir con solo individuales buenas intenciones. De estas, se dice, está plagado el camino hacia el infierno.
Yo no sé, de verdad, si como colectivo social hemos pensado hacia dónde vamos y qué nos espera no solo en el presente sino en el futuro inmediato y el de largo plazo. Ver un poco más allá sobre las consecuencias individuales y colectivas de nuestros actos. Es un lugar común decir que el país está colapsando a pasos gigantescos. Vamos en una carrera desbocada hacia un precipicio en el que todos, aunque suene maniqueísta afirmar que, tanto para los buenos como para los malos, vamos a sucumbir tarde o temprano. Algo así como el desastre del Titanic, solo que, con múltiples avisos en tierra, más de cien años después y sin película hollywoodense que recupere, al menos, el precio de la función.
Yo no sé. Lo cierto es que así estamos: cegados por la queja y la crítica, por el desánimo y el desamparo, por los golpes de pecho que claman a Dios, pero sin tomar medidas reales y efectivas para ayudarnos, para evitar, para frenar, aunque cueste creerlo, un mayor e inminente desastre.
Yo no sé. Solo lo veo venir. Lo siento. Lo infiero. No soy ninguna voz que clama en el desierto. Solo percibo que por ese camino vamos. Yo no sé. Duele Guatemala.
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