Tenía 15 años y a esa edad es incomprensible todo lo que pesa una frase como esa. No entendía tanto enojo y violencia ¿por qué ir a gritarle a mi abuela?, ¿que significaba tener «sangre sucia»? Jamás recibí regaños de parte de mi familia por ese suceso, solo un consejo de mamá y fue: no mereces estar donde te traten mal.
Crecí en la periferia de la ciudad, no aprendí el chalchiteko de mi familia y no me vistieron con sus ropas, pocos recuerdos tengo con la indumentaria puesta. Pero en mi adolescencia aprendí que no importa que tan «ladinizada» me mirara, siempre había alguien que me recordaba mi origen y mis «rasgos indígenas».
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No hay pelea con ese recordatorio. Para mí es importante nombrar y reivindicar mi origen y darme el derecho de autoidentificarme como maya Chalchiteka. No elegí dónde nacer, fue producto de la migración forzada resultado de la guerra y la exclusión. Aunque lo que siempre me ha hecho ruido es por qué las personas tienen tanta necesidad de recordarme de donde soy. Se siente como que nacer y ser de una familia indígena fuera delito o pecado, casi como una condena. Con los años lo entendí: es una expresión del racismo, sí, del racismo cotidiano, ese que casi no nombramos, pero sentimos a diario, y que, aunque pasen los años y se creen instituciones estatales como la CODISRA para combatirlo, las historias de discriminación no paran.
La doctora maya kaqchiquel Aura Cumes explica que el racismo es una construcción colonial y un recurso de poder que organiza la vida posterior a la colonia. Por eso se habla de un racismo estructural que influye en la política, el trabajo, la economía y otros ámbitos. Esto permite observar que, mientras los invasores conservan el poder y la toma de decisiones, los pueblos indígenas quedan relegados a la servidumbre. En su obra La india como sirvienta la doctora hace un exhaustivo y crítico análisis sobre la categoría de servidumbre y cómo a las mujeres indígenas se les asignó ese lugar. En él se les controla, despoja y subordina.
Esta anécdota de adolescente indígena me lleva a dos cosas:
1) Los estereotipos indígenas sobre que los indígenas somos «sucios», «inferiores», «pobres», «haraganes», entre otros prejuicios, siguen sosteniéndose en la sociedad, por eso la necesidad de «aislarnos» y mantenernos en el lugar «que nos pertenece» sin mezclarnos con los que no son indígenas.
2) A los indígenas en la ciudad, a cada rato, nos recuerdan a dónde pertenecemos. Es decir, si estamos en el centro, nos quedamos en la servidumbre o en el mercado, pero salir de ahí es un pecado. Quizá por eso a lo largo de mi vida, más de alguien siempre me señala de manera peyorativa mi origen, es como cuando te dicen «vos ya estás más “lavadita” por estar en la capital» o «mejorá la raza».
En este momento de la historia, es absurdo sostener el discurso de las élites, de los herederos de la colonia, que verán hacia abajo y con diferencia a los que no somos como ellos. No podemos seguir ignorando el monstruo: el racismo y su expresión cotidiana en cada una de nuestras vidas. Mientras más dispuestas y dispuestos estemos en nombrarlo e identificarlo, más abrimos las puertas a debates necesarios para combatirlo como sociedad, así las instituciones tendrán más presión social para reaccionar.
Debe quedar claro que este no es un problema entre indígenas y no indígenas, es un problema estructural que se expresa en nuestro día a día, y es funcional para las élites y sus instituciones (el Estado), porque nos desplaza de la toma de decisiones y de la vida pública a todas y todos. ¿Hasta cuándo permitiremos que el racismo cotidiano siga decidiendo quién tiene poder y quién queda relegado a la servidumbre, sin que cuestionemos nuestro propio rol en sostenerlo o desafiarlo?
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