A menudo, las relaciones de pareja fracasan porque intentan construir futuros sobre la base de olvidar comportamientos o actitudes pasadas, no sobre cambios en las personas. Igual ocurre con las sociedades.
Estoy seguro de que todos aquellos que conocen el costo de la paz admiraron que los guatemaltecos llegasen a constituir acuerdos que implicaban la transformación de la sociedad. Sin embargo, pareciese que la valoración de ese logro se diluyó tan pronto algunos comprendieron que cambiar significaba renunciar a prebendas y asumir nuevos costos que no estaban dispuestos pagar.
Hoy en día los acuerdos de paz se encuentran en el baúl de los recuerdos, la sensación de zozobra y desasosiego se incrementa a medida que avanza el año electoral y nuevamente el cambio aparece como algo que todos reconocen como necesario. Florece un festín de promesas que, debido a su pobre sustento, caen dentro del espacio de lo simbólico o de las mentiras consensuadas.
No hay propuestas sobre lo fundamental. Sin vergüenza se manosean las normas y se pierde el tiempo en juegos de poder, persecuciones y bloqueos. Que si fulanito puede o no ser candidato, que si hay un vínculo de consanguinidad o afinidad, que si hay campaña anticipada o proselitismo. El futuro depende, entonces, de la discusión de aspectos que son verdaderamente simples frente a problemas complejos que afectan a Guatemala. Aspectos tan triviales que si se actuara de buena fe, observando la intención de las normas, no tendrían razón de ser.
En ese escenario, los partidos en lugar de contribuir a la formación de cultura política, polarizan y segmentan a la sociedad. Para que los electores elaboren su juicio al momento de votar, los partidos han relegado la actividad política al mercadeo, al rumor, a las prebendas y a la logística del día de elecciones. No hay un debate de ideas, y el diálogo con los diversos sectores sociales es bastante pobre.
Por su parte, la actividad legislativa se ha reducido al ejercicio del control político de los productos del estado y a cómo las decisiones en torno a estos pueden afectar ciertos individuos y grupos. Nuestra democracia no reta a que los partidos y sus miembros sean capaces de fijar posiciones serias y profundas en relación a temas como la Comisión Internacional contra la Impunidad (Cicig), las trasferencias monetarias condicionadas, la minería, la reforma fiscal o el narcotráfico.
Cómo me gustaría que aquellos que se postulan como adalides del cambio formularan ideas, no eslóganes, para fortalecer la institucionalidad, la seguridad y la justicia, construyendo al mismo tiempo ciudadanía; pensaran estrategias para hacer frente a la pobreza, en ver cómo de una vez por todas se acaba con el problema recurrente de la desnutrición; realizaran propuestas para este país de jóvenes, cuya mayoría no visualiza otra oportunidad diferente a emigrar; expusieran proyectos para que los habitantes cuando lleguen a la tercera edad no tengan incertidumbre sobre su situación futura; hicieran propuestas para que la población se sintiese orgullosa de su condición multicultural, propuestas que hablasen de proteger la riqueza de los recursos naturales de Guatemala .
Ante ese panorama, me pregunto: ¿Y el poder para qué?, ¿para la inmediatez de algunos o para el desarrollo de Guatemala? ¿Cómo se puede creer que las opciones en el futuro pueden ser mejores si dejan de lado el pasado? ¿Es posible avanzar si se olvida que el Estado y la sociedad negó justicia y dignidad a indígenas, a mujeres y pobres? ¿Cómo mejorar si aquellos que guiaron estos comportamientos aparecen descaradamente con nuevas mascaras? Y, finalmente, ¿cómo progresar si la forma como está estructurado el sistema político permite el desarrollo de prácticas corruptas, nepotismo y abuso de la función pública que cuentan con elevados grado de aceptación social?
Quisiera que el próximo gobernante diera ejemplo de probidad y comportamiento a sus subalternos, que fuera admirado, no aceptado culturalmente por —como dicen algunos— “que robe, pero que al menos haga algo”; que promoviera que el control del Estado se realizara desde la sociedad civil, no desde diferentes grupos que conciben al Estado como un sistema de contratación; que diferenciara lo público de lo privado, para hacer efectivas ventajas y privilegios del Estado. Que no se acomode a los poderes ocultos, a las altas tasas de criminalidad, la corrupción extrema, la burocracia partidaria, la ineficacia judicialy las prácticas de tensión política. ¿Será eso posible sin caer en el autoritarismo?
Actualmente, no lo creo. Por eso vuelvo a mi reflexión: es necesario recapacitar más sobre el pasado, no olvidarlo. Porque sólo así se protege la democracia y se logran cambios sostenibles de la sociedad.
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