Las relaciones causa-efecto, acción-reacción, insumo-producto y siembra-cosecha, prevalentes en las leyes físicas naturales, también se observan, en muchas circunstancias, en las dinámicas sociales. Así las cosas, los adultos de hoy cosechamos lo que fue sembrado en nosotros bajo el ethos imperante en los últimos 30 años. Somos, de alguna forma, la consecuencia social del ethos de hace una generación y los arquitectos del ethos actual.
Nosotros, la generación adulta, quienes hoy tomamos decisiones políticas, ambientales, económicas o empresariales, lo hacemos según el paradigma en el que fuimos formados e informados. Es decir, fue el ethos imperante durante nuestro crecimiento el que impactó en nuestra formación para explicar la realidad. Ese paradigma tuvo mucho que ver con el ethos en nuestros círculos, en los centros de estudio y en el contexto social y político donde nos desenvolvimos algunas élites privilegiadas.
En general, la población expuesta a los valores occidentales infundidos por diversos medios vive hoy el resultado del ethos del fin del siglo XX, que, bajo el paradigma imperante, importado en el contexto de la pos guerra fría, se basa fundamentalmente en asignarle valor a la individualidad: el yo, el antropocentrismo, el esfuerzo individual recompensado monetariamente a través del mercado, la valoración del otro según su éxito económico y sus posesiones materiales (y no según su aporte a la sociedad), la desconfianza por los otros y el aborrecimiento de la intervención estatal.
Se entiende la solidaridad en función del bienestar propio y se ignora el valor intrínseco del ser humano. La consigna cambió de «le doy valor a cualquier ser humano por el hecho de serlo» a «le doy valor a otro en función de cuánto ese otro me beneficie».
Sobredimensionamos el valor de la individualidad por encima de la solidaridad. Le asignamos preferencia al egoísmo por encima del altruismo y al bienestar personal por encima del bienestar integral. No nos extrañe entonces que hoy, en vez de ser una sociedad, seamos un conjunto de individuos solitarios y dispersos compitiendo y peleando por espacios, por poder y por recursos dentro del mismo país. Paradójicamente, hemos triunfado en ese aspecto, pero fracasado en otros. Al valorar la individualidad y la acumulación material por sobre todas las cosas, hemos devaluado otras virtudes. Hoy no convivimos: sobrevivimos. No compartimos: competimos. No ayudamos: vendemos o compramos. No ejercemos ciudadanía: consumimos. La experiencia nos permite reflexionar hoy ante los resultados de ese paradigma: la democracia ha sido secuestrada, el Estado ha sido capturado, la sociedad se ha fragmentado, la convivencia armónica se ha depreciado, la comunidad y la familia se han desintegrado y la solidaridad se ha desprestigiado. Es imperativo comprender que somos parte de un ecosistema más grande que nuestra individualidad, y no elementos ajenos al entorno.
¿Hasta dónde un movimiento puede pretender la instalación y propagación de una serie de valores sociales específicos (es decir, la prevalencia de un ethos) en la ciudadanía? Las redes sociales, los medios de comunicación masiva y los canales de influencia del ethos individualista (profesores, universidades, columnistas de opinión, analistas, pastores y ministros religiosos, etcétera) han demostrado que pueden influir en el apoyo ciudadano a políticas públicas e instituciones gubernamentales. No necesitan partido político. Sencillamente se encargan de cultivar en la ciudadanía ingenua y acrítica una serie de valores para que luego proyectos públicos, leyes y otras decisiones de política sean aceptados fácilmente. A esto Chomsky lo llama «manufactura del consentimiento».
El caso del MCN es paradigmático. Si la campaña #NoTeToca fue exitosa en influir en las decisiones del votante para evitar que cierto candidato no ganara las elecciones presidenciales, entonces tenemos ante nosotros un claro ejemplo de la manipulación del consentimiento ciudadano. Se convierte en algo más grave cuando esos mensajes con agendas específicas se repiten desde diversos medios y a través de diversos interlocutores de manera sistemática y constante. Así las cosas, el diálogo crítico se anula para darle paso al pensamiento hegemónico en la población: un ethos creado, mantenido y monopolizado por quienes tienen la facilidad de hacerlo.
Estas oenegés dedicadas a la propaganda necesitan de fuentes de financiamiento permanentes y sólidas. ¿Hasta dónde una oenegé que insiste en la instalación de ciertos valores encuentra mecenas que la financien? ¿Quiénes encuentran rentable financiarla? ¿Quiénes tienen los fondos para hacerlo sistemáticamente? ¿Es posible entonces que quienes se aprovechan del statu quo para concentrar grandes cuotas de poder económico, político y social inviertan en este tipo de oenegés? La pregunta es retórica.
Una de las fuerzas que moldean el ethos es nuestra capacidad de crítica, de cuestionamiento y de creatividad para cambiar la situación. No ejercer nuestra capacidad de discernir, de cuestionar y de cuestionarnos permite la captura de nuestra libertad de pensar y de entender la realidad desde diversas perspectivas.
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