200 gramos
200 gramos
Nos miraba en silencio, condenada de por vida sin saberlo, casi desnuda, inestablemente sentada sobre ese banco del que parecía poder caerse en cualquier momento debido al peso desproporcionado de la cabeza, inflada, sobre un amasijo de huesos. Nos miraba, sin duda alguna, con más molestia que interés. Probablemente no fuéramos para ella más que un par de sombras en la distancia que habían decidido irrumpir súbitamente en su espacio vital.
Wendy no quería aprobar de ninguna manera nuestra presencia en su pequeño entorno, invadiendo la escuálida desnudez de su hambre infantil. Wendy, la niña de casi tres años que pesa trece libras, la que ha perdido un ojo y casi toda la visión del otro, la que no habla y sufre un retraso intelectual permanente debido a la desnutrición.
La primera impresión que uno recibe cuando se enfrenta de cara a la desnutrición es la indiferencia, cuando no el rechazo, del desnutrido. Que casi no tiene fuerzas para seguir adelante. Menos aún para gastarlas en discursos. Como si molestásemos con nuestra irrupción en el lugar, no mereciésemos su atención y quisiera decirnos que, a fin de cuentas, los adultos somos esos seres que no han sido capaces de darle la energía suficiente para que pudiera venir corriendo a tirarse en nuestros brazos -con una sonrisa- como haría cualquier niño de tres años.
Las niñas desnutridas apenas hablan. Al intentar levantarla en brazos contra su voluntad, Wendy emite un gruñido rebelde. Interpelando sin palabras. "No trates de darme un cariño fugaz que te salve a ti". Así es como se lee su mirada.
Wendy, de sobrevivir, quizás pudiese acarrear aceite de palma, caucho, o a otros niños desnutridos. Una vez que comience a quedarse a embarazada y reproducir en sus hijos la situación en la que ella ha crecido. Poco más puede añadirse.
Wendy –habitante de la Finca Paraná, en el Valle del Polochic, Alta Verapaz– convertida en un colgajo de piel pegada a los huesos, no llegaba a un hospital porque el precio por transportarla hasta el nosocomio desde el lugar en el que vive ronda los 35 quetzales.
Federico, su tío, con tres niños más a su cargo, poco mejor alimentados que Wendy, gana una media de 30 quetzales por día, cuando consigue trabajar un par de días a la semana como jornalero en las fincas destinadas a la producción de aceite de palma o caña de azúcar que rodean el lugar en el que viven.
Ese lugar no es una comunidad cualquiera. Es una comunidad que ha sido desalojada por la Policía Nacional Civil del lugar en el trataba de plantar maíz para comer; aquella de los desalojos del lejano marzo de 2011 (y del resto del año) en el que murieron campesinos. Wendy representa la imagen, hiriente, de gran parte de la conflictividad agraria guatemalteca, de la consecuencia poco mostrada en los medios de lo que sucede después de un desalojo.
Como ya no hay maíz que plantar, cosechar, o llevar al molino por las mañanas, se impone el mercado. Salir a comprarlo. El kilo de harina de maíz que alimenta a la familia del campesino convertido en jornalero porque ya no puede cultivar su propio cereal cuesta 12 quetzales.
Alcanza para un día. En función de su salario, un día de trabajo son dos días de comida. Con cinco bocas a alimentar, sin excedente, la necesidad calórica se come cualquier posibilidad de transportes o medicamentos.
Federico luchó dos guerras. La primera desde los 14 a los 20 años. Con los kaibiles, la élite de ejército. En el peor de los momentos de una política basada en “quitarle el agua al pez” que se llevó por delante a decenas de miles de guatemaltecos, a decenas de miles de personas como él, como Wendy y como el resto de los niños a su cargo. Que aún siguen enterrados al final de este camino en el que cuenta su historia. “¿Querés verlos?”, pregunta, en medio de su improvisada clase de historia. Federico dice que luchó aquella guerra contra los que son como él: “Contra los míos. Por los finqueros. Para que los qeqchís continuáramos pasando hambre. No sé leer. Pero sé quiénes somos nosotros y quiénes son ellos”.
A Federico le obligaron a luchar. Su tatuaje kaibil, tapado, emerge tras la camisa militar como prueba de una conciencia política adquirida de vuelta a casa. Federico sigue en guerra. Ahora batalla la segunda de sus guerras. Cada mañana, cuando regresa de su turno de noche vigilando la finca ocupada en la que una vez quisieron plantar maíz, tiene que luchar por conseguir comida para los niños. Esta guerra también la está perdiendo.
La pierde él y la pierde Wendy, para quien el reloj no espera.
Unas semanas después que el maíz que Federico cultivaba para dar de comer a Wendy fuese quemado ante los agentes del gobierno –que cumplían la orden de un juez de proteger la propiedad privada sobre el derecho a la alimentación y a la vida–, una organización no gubernamental (ONG), Acción Contra el Hambre, alertaba sobre la situación de seguridad alimentaria tras los desalojos.
En dicho informe se hacía referencia directa a la Finca Paraná, el lugar en el que Wendy vivía.
Varios meses después, la Comisión Interarmericana de Derechos Humanos dictaba medidas cautelares para la protección de las personas desalojadas. Wendy incluida. Salud, techo, alimentación y seguridad.
En septiembre de 2011, ocho meses después de que la ONG internacional alertase sobre la situación de riesgo que vivían 200 niños en torno a dicha finca, Wendy fue localizada, gracias a Federico y a sus vecinos, en situación de desnutrición aguda. Federico pedía ayuda. Quería que Wendy llegase a un hospital. No quería verla morir de hambre.
No es fácil que un campesino tome una decisión sin consultarla con la comunidad. No es fácil, tampoco, que acepten que un menor abandone la comunidad sin compañía de algún miembro de su familia más directa. Pero la necesidad y la urgencia, en el caso de Wendy, permitieron saltarse ciertas normas culturales enraizadas en las comunidades. Pensaron que sólo fuera de allí Wendy tendría posibilidades.
Entre marzo y septiembre de 2011, parece que nadie había visitado la comunidad de Wendy y Federico para evaluar su situación de inseguridad alimentaria. Si esa visita se produjo, los visitantes no preguntaron lo suficiente o los campesinos no confiaron en quien la hizo. Las versiones son contradictorias. Todo indica que por pudor y miedo, en algunas ocasiones, a los niños en mal estado, se les esconde. Siempre prima el miedo a perderlos para siempre. O a que mueran en un hospital y encontrarse con un gasto de transporte del cadáver de vuelta a la comunidad totalmente inasumible para sus precarias economías.
En un caso de desnutrición aguda, la enfermedad salta a la vista. Su localización requiere de un tiempo mínimo preguntando en la comunidad sobre la situación general en la que se encuentran sus menores. Bastaba con llegar y preguntar con calma.
Con ocho meses de retraso, alguien, quizás erróneamente, decidió llevarse a Wendy a un hospital. Dejar que una niña se muera por unos cuantos quetzales es demasiado.
Federico la vistió. Le puso un pijama antiguo, sucio, roto, el único que tenían. La tapó con una camisa y se la entregó a un extraño, pidiéndole que apuntase su nombre y número de cédula en un papel para poder devolvérsela cuando se curase. Despedirse de ella temporalmente era la única manera de salvarla. Lloraron al decirle adiós.
Tras el traqueteo de la camioneta, la lluvia, el frío, el riesgo de hipotermia, los vómitos por una compota de bebé rechazada y un pollo campero frío ofrecido por un anciano indignado ante lo que veía, un sábado, a las 10 de la noche, Wendy atravesó la puerta de la Obra Social del Hermano Pedro en Antigua Guatemala, un hospital que cuenta con una sala especializada en desnutrición infantil.
“No ingresamos pacientes los sábados”, respondió el médico de guardia tras varios intentos infructuosos ante un guardián que, pese a los esfuerzos constantes por no cruzar su mirada con el cuerpo de la niña en brazos, se negaba a abrir la puerta del hospital. Quizás para no tener que cruzarse con la realidad. Quizás porque las órdenes recibidas, el miedo a la regañina y la jerarquía van casi siempre mucho más allá de la capacidad de mover una maquinaria estatal poco engrasada.
“Pero se está muriendo, doctor”, imploró quien la sujetaba en brazos tras haberle gritado tanto al guardián que este se vio obligado a molestar a su superior.
Con la niña allí delante, es obvio el diagnóstico de desnutrición aguda; y también el peligro: la muerte. El galeno –su nombre ni importa demasiado en esta historia– aparece con una alternativa. Dice:
-Llévela a su casa y regrese el lunes o vaya a las urgencias del Hospital Nacional.
Wendy llega al Hospital Nacional, que no dispone de insumos ni de la capacidad de realizar los análisis previos al tratamiento por desnutrición para tomar la decisión respecto de las vitaminas que recibirá. Un solo análisis de sangre cuesta también 30 quetzales. La gratuidad queda lejos todavía.
Contando con el precio y las horas de transporte, más el coste de los análisis se supera con creces una cifra que sirve para que la familia pueda comer varios días.
Los enfados, la insistencia, la petición de vulnerar las normas escritas y no escritas, la capacidad de negociación e incluso la amenaza velada de mayores problemas son algo que nunca habría estado al alcance de Federico Caal, el qeqchí del Valle del Polochic si hubiera sido él quien, con la niña en la brazos, hubiera tenido que lidiar con conductores, pasajeros, guardianes y médicos hasta conseguir que Wendy reposase temporalmente en la cama de un hospital.
Él es más cívico, menos indómito, más acostumbrado a la paciencia de pobre, a esta burocracia que abarata la muerte. O a la ausencia de burocracia. Donde Federico Caal vive, el estado llega pocas veces con soluciones.
Pero la historia no se soluciona con un desembolso económico que supla la pobreza de la familia con la aplicación de cuidados paliativos. Ni con la insistencia y la presión que la ingresan en un hospital. Sería demasiado fácil.
Más allá de unos quetzales, con la burocracia es difícil liar. Muchos campesinos no disponen de cédulas de identificación. Si Wendy no podía ni comer, menos aún los papeles que la identifican se encuentran a mano. Si es que existen. Tampoco es fácil siempre que alguien acompañe a la menor hasta el hospital. Si la familia tiene a su cargo cuatro o cinco niños y uno de ellos es lactante, la madre no puede moverse de su casa. Si el hombre que cobra por día trabajado pasa una o dos semanas en el hospital, no ingresa dinero para alimentar al resto de niños. Wendy ha llegado a un hospital. Pero nadie puede acompañarla en el ingreso.
Una niña de tres años no puede estar sola en un departamento de pediatría. Un hombre –el que viajó del Polochic a Antigua con ella en brazos– no puede acompañarla. Las madres del resto de niños ingresados, solidarias, y algunas enfermeras, se hacen cargo de la situación.
En aras de proteger a la infancia, el Estado guatemalteco –ese mismo Estado que no la ha localizado antes de llegar a una situación límite ni, por tanto, ha movido un dedo por evitar su entrada en la antesala de la muerte– se pone inflexible: urge informar a la Procuraduría General de la Nación. El traslado de Wendy a un hospital público por parte de un extraño sin autorización escrita de quien no sabe leer ni escribir, de una niña que no tiene cédula de identidad para recibir un tratamiento contra su desnutrición aguda, aún con el permiso de la familia, podría constituir un secuestro.
-Que venga algún miembro de su familia hasta el Hospital de la Antigua para certificar que no se trata de un secuestro, que tiene familia y que no es necesario informar a la Procuraduría de la Nación.
“Traela, pagá, comprendé, llegá y topate con la posibilidad de convertirte en delincuente robaniños”. Eso parecerían estar diciéndole a quien ya ha conseguido atravesar cientos de kilómetros con una niña en brazos con la suerte de que ningún malentendido provocase, por ejemplo, un linchamiento por secuestro. Linchamiento que no le ocurrió a los decenas de verdaderos secuestradores de niños para darlos en adopción.
Muchas llamadas telefónicas, cientos de kilómetros y de quetzales después, Juana, la abuela de Wendy, y Federico Caal, llegan desde Alta Verapaz hasta la Antigua para demostrar que la familia existe y quiere hacerse cargo de la niña pero no puede asumir los costes del tratamiento. A Federico le interrogan durante un buen rato y luego le proponen dormir en un albergue para transeúntes. A Juana, que ha llorado de nuevo al abrazar a Wendy, le piden que se quede en el hospital para acompañarla.
En el hospital de Antigua disponen de una silla de plástico para que duerma y acompañe a su nieta durante el tiempo que dure el internamiento. Los menores no pueden estar solos en el hospital. Mientras se desarrolla el tratamiento de urgencia, que dura entre una y dos semanas, Juana está, efectivamente, junto a su nieta.
Juana sólo habla qeqchí. No habla español. En diez días, nadie se dirige a ella en su idioma para explicarle las posibilidades de tratamiento de recuperación. A fin de cuentas, es habitual también que en zona que habla castellano, con un porcentaje de población kakchikel, no sólo nadie hable qeqchí sino que el Estado no disponga de los instrumentos para facilitar al menos un día de traducción para explicarle a la familia los pasos a seguir.
Los hospitales públicos y sus departamentos de pediatría no son el mejor lugar para tratar a un paciente con desnutrición aguda. Con el sistema inmunológico debilitado, son pasto de las infecciones. Además, el mejor tratamiento para una niña desnutrida se compone de comida. En eso radica casi toda su complejidad.
Diez días, cientos de kilómetros y de quetzales después, Wendy ha ganado 200 gramos y recibe el alta del hospital.
En Guatemala existen varios centros de recuperación nutricional en los que los niños ingresan durante períodos que pueden durar entre dos y seis meses. Es la única manera de garantizar una recuperación física completa antes del regreso a casa.
Uno de esos centros, la clínica de infectología, se encuentra en la Ciudad de Guatemala.
Una de las médicos residentes de pediatría, conociéndolas, se ofrece a realizar las gestiones para el traslado e ingreso de Wendy en ese lugar durante el período necesario para su completa recuperación. Se trata de un centro en el que, además, podrían operar a Wendy del ojo que ha perdido y, quizás, evitar que perdiese totalmente la vista del otro. En la propia ciudad de Antigua existe también otro centro donde podría realizarse el tratamiento con un seguimiento continuado y de largo plazo, el mismo en el que no era posible ingresarla un sábado.
Alguien ajeno a la familia hace una oferta firme:
-Nos haremos cargo del tratamiento del Wendy. Durante los meses que haga falta y con los tratamientos necesarios para que no se quede completamente ciega.
La negativa del departamento de Trabajo Social del Hospital Nacional de Antigua es categórica. Tras cientos de kilómetros y quetzales recorridos desde el Valle del Polochic hasta Antigua, primero por Wendy y después por su abuela y por su tío, el sistema, frío, garantista cuando quiere y puede, se impone.
Pese a que alguien se ofrece en repetidas ocasiones a encargarse de todas las gestiones, costes y cuidados, la única posibilidad que permite el departamento de Trabajo Social del Hospital de Antigua es el traslado de Wendy, de nuevo, a través de varias horas de terracería, cientos de kilómetros y cientos de quetzales más, al Hospital de la Tinta en el Alta Verapaz.
-Si la niña es de Alta Verapaz, allí tiene que regresar y no podemos hacer más -ofrece el Departamento de trabajo social como única opción posible después de que una joven doctora tratara de explicarle que la niña podría recuperarse en la capital mucho mejor con las opciones de apoyo desde e externo que se le están poniendo sobre la mesa.
Los médicos difícilmente se salen de su papel. En este caso, al menos, lo ha intentado. Como médico, la joven doctora se ha implicado. Ha argumentado, ha razonado y ha tratado de convencer. Un silencio incómodo y una mirada que se salen de su manual le permiten decir: "Es una pena porque esta niña podría recuperarse. Si regresa a Alta Verapaz, se corren riesgos. Lamentablemente, no está en mis manos. Adiós, tengo que seguir trabajando". Tras el diálogo de sordos con la burocracia, la doctora se aleja por el pasillo.
En la memoria aún resonaba las palabras que a principios de 2009 pronunció el relator especial de Naciones Unidas para el Derecho de la Alimentación, Olivier De Schutter, tras una visita al país: "Guatemala es un país muy rico, pero con un Estado pobre y débil".
En todo caso, y siguiendo con los procedimientos reglados por el Estado, el Departamento de Seguridad Alimentaria de Antigua, Sacatepéquez, se coordina con el Departamento de Seguridad Alimentaria de Alta Verapaz para solucionar el caso de Wendy.
“Que la envíen desde la Antigua hasta el hospital que le corresponde, el de La Tinta”.
En eso consiste la coordinación.
Ninguno de los dos tiene fondos para asumir el traslado de la paciente de un hospital a otro. El traslado lo asume alguien más, ajeno a la familia.
Las normas, esas que nunca pueden saltarse, también entienden de excepciones. Cuando se trata de demostrar la capacidad del Estado para cumplir con sus funciones, la excepción introduce flexibilidad.
Al final, tanto Wendy como su abuela han hecho más de 400 kilómetros cada una para que la niña recupere apenas 200 gramos y regrese exactamente al mismo punto en el que se encontraba antes de que comenzase el intento por sacarla de su estado de desnutrición severa.
Juana y Wendy fueron enviadas, por imperativo legal, en un vehículo hasta el Hospital de la Tinta. Allí se les pierde el rastro por varios días. Juana no maneja teléfonos.
24 horas más tarde, en la Secretaría de Seguridad Alimentaria de La Tinta, Alta Verapaz, no consta un registro de pacientes con desnutrición ingresados en la zona a su cargo, ni siquiera en el caso de la paciente por la que se pregunta, que fue enviada con una orden de traslado de un hospital a otro a través de la Secretaria de Seguridad Alimentaria de Sacatepéquez.
No sólo eso. Cuando se pregunta a la persona que atiende el teléfono en las oficinas de la Secretaría de Seguridad Alimentaria de la Tinta por el número de teléfono directo del responsable o el departamento del Hospital que atiende los casos de desnutrición, no saben darlo, no les consta.
Los números están disponibles en Internet. Pero quien responde al teléfono no lo sabe.
Tras varios días y múltiples intentos, Vinicio Vargas, responsable del SESAN en la zona, asume personalmente el caso, respondiendo a la presión y el seguimiento que se imponen sobre el caso y localizando a la niña.
Al teléfono Vargas me informa de que efectivamente está ingresada en el Centro de Recuperación Nutricional de La Tinta. No hay nada de qué preocuparse: está en manos del Estado.
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