“Ahí está el libro de quejas de la Diaco”, dijo y se dio la vuelta en la agencia de Zentral Plaza. Tenía poco sentido discutir con él. Es un empleado de una empresa que obliga a los usuarios a firmar un contrato en el que cedemos nuestra información para fines comerciales, una empresa que tiene la capacidad de que el Congreso les renueve las licencias electrónicas ad eternum sin pagar un centavo (al fisco, claro), una empresa que paga lo que quiere de impuestos, con técnicos que conversan sobre lo irrelevante de instalar o borrar aplicaciones a usuarios “porque no se dan cuenta”, una empresa sobre la que ni el Estado ni los medios ni los ciudadanos tenemos poderes. Pelearse por un centímetro de algo “tan insignificante” como la privacidad es perder el tiempo.
Pero es un debate que tenemos que tener como sociedad. “La privacidad es una ilusión”, titulaba uno de sus reportajes la revista Time hace poco, tras el escándalo de vigilancia permanente, perpetua, a la que Estados Unidos somete a sus ciudadanos y –sin derecho de reclamos– al resto de personas del planeta. Escándalo denunciado por Edward Snowden, a quien Rusia salvó de momento de una cadena perpetua en Estados Unidos. Todas las comunicaciones que hacemos podrán ser utilizadas –o ya lo son– por gobiernos y empresas para decidir si somos ciudadanos dignos, dignos de no ser considerados terroristas, o sujetos de aseguradoras de vida, o sujetos de crédito.
Y la batalla es muy desigual entre ciudadanos y Estados o empresas poderosas. ¿Cómo ponemos salvaguardas legales o barricadas técnicas para evitar que atropellen ese derecho tan importante de la privacidad? ¿Cómo evitamos que –como antes lo hacían los gobiernos autoritarios- los gobiernos demócratas y las empresas nos espíen? Los congresos, las fiscalías y los juzgados deberían construir y aplicar estas salvaguardas legales.
Es una de las pocas batallas en las que compartimos “principios y valores” los progresistas y los libertarios. ¿Pero por dónde empezamos? Supongo que el primer paso será crear conciencia. ¿Y cómo creamos conciencia en generaciones que crecen sin ninguna privacidad digital? Es un trabajo largo, que requerirá de mucha creatividad, pues como con la corrupción, los poderosos no nos espían porque necesiten, nos espían porque pueden.
PS. Es tanto el cinismo nuestro que hay ocasiones en las que parecemos el país del rey desnudo. Qué casualidad que ahora el “súper-integro” magistrado Héctor Pérez Aguilera, que es el voto decisivo en la Corte de Constitucionalidad, sale diciendo que la Cicig lo presionó hace dos años. A mí me gustaría preguntarle si de casualidad alguien le habló también para su voto que echó por la borda el juicio a Ríos Montt con una monstruosidad jurídica. O si alguien le habla en algún momento para alguno de los votos decisivos sobre impuestos, sobre casos de la Cicig contra poderosos, o tantos temas que deciden el futuro del país.
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