Oswaldo Ical Jom
El río Calá se desbordó y llevó todo lo que encontró en su paso. La correntada se llevó las plantaciones de maíz, afectando gravemente a las familias que ahora tendrán que tendrán que salir a buscar jornales en comunidades vecinas para salir adelante

Calá, el río que arrebata la vida

«Si no es una cosa, es otra», repite don Patrocinio, es la frase que más suena en las bocas de los vecinos.
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Calá, el río que arrebata la vida

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En junio de 2022 los habitantes de la aldea San Lucas Calá vieron cómo el río salía de su cauce y arrasaba con todo a su paso. Una vaca, un cerdo, gallinas y las milpas arrastradas por la corriente, eran la señal del hambre que se avecinaba. Los vecinos volvieron a sembrar con la esperanza de que las mazorcas crecieran a tiempo, sin embargo, en septiembre otra oleada les quitó también el futuro.

Las matas de milpa tiradas en el suelo, una al lado de la otra, se multiplican hasta donde alcanza la vista. Parecen el campo después de una batalla. Su tallo quebrado, sus ramas a los costados, recuerdan a los soldados muertos, esas escenas que se ven en las películas de horror. Es inevitable, al verlas, no pensar en personas muertas. Porque eran ellas quienes iban a darles la vida a decenas de familias de San Lucas Calá, en el corredor seco de Chicamán, Quiché.

Edin Gustavo Ramos las observa con la mirada vacía y empieza a sacar cuentas: «Tenía 15 cuerdas y calculo que solo cinco se salvaron», dice. Esas cuerdas serían el alimento de sus tres hijos y de su esposa, ahora tendrá que ingeniárselas para que no falte la comida en casa y ese «ingeniárselas», casi siempre significa salir de la aldea en busca de trabajo como jornalero en alguna finca. El problema es que como él hay cientos de hombres que también perdieron sus cosechas y que buscan el mismo trabajo. Las fincas no tienen plazas suficientes para todos, por eso, cuando hay suerte, logra trabajo y vuelve con 50 quetzales que le pagaron por un día entero. Otras veces, cuando la suerte le falla, regresa con las manos vacías.

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Esta vez el río se llevó su futuro: las milpas que estaban ya creciendo y que en poco tiempo podría convertir en tortillas; también un cerdo, un cabro y una pareja de bestias que tenía contemplado reproducir para ofrecer proteína a sus hijos y vender el resto de la carne. Todo se fue con el río. «Hasta mi saco de abono volteó», dice desconsolado. Junto a las siembras estaba el abono que serviría para hacer producir su tierra, a la que cada vez le cuesta más sacarle frutos, y que el agua violenta regó a diestra y siniestra. Se perdió.

San Lucas Calá se ubica en el municipio de Chicamán, en el llamado corredor seco de Quiché, uno de los departamentos más azotados, donde uno de cada dos niños sufre de desnutrición y donde la pobreza alcanza al 77.5% de la población.

El corredor seco de Quiché, este año se convirtió en un río despiadado que llegó de golpe, con fuerza, con saña, se llevó lo que tuvo a su alcance y se fue, para entregar, otra vez, la sequía. «Si no es una cosa es otra», dice don Edin Ramos, «o las fuertes lluvias nos matan la siembra, o el deslave se las lleva o los veranos no dejan que crezcan».

El caserío San Lucas Calá está dividido por el río Calá, que atraviesa la comunidad y la separa en dos grandes bloques. En uno queda la escuela, en el otro, la mayoría de viviendas. Las une un puente de hamaca al que le faltan tablones, tan endeble y frágil que los niños atraviesan despacio, dando pequeños saltos, los padres y las madres, los ven marcharse con el corazón en un hilo y suspiran de alivio cuando observan que han cruzado.

Para repararlo la comunidad utiliza alambre de amarre, que ayuda momentáneamente, pero que saben que no soportará una correntada, la crueldad del río. «Si se va nos quedamos atrapados», dice Edin, ya ha ocurrido, y cuando pasa solo el ingenio de los vecinos hará que lo recuperen. Lejos de los centros urbanos, de la mirada del gobierno, no hay otra opción que buscarle respuesta con los materiales que tengan a mano.

«Hasta allá llegó el agua», dice don Gerónimo Reyes, mientras señala el campo de futbol. La primera tragedia ocurrió el 21 de junio de 2022, el agua creció sin previo aviso, la lluvia constante alimentó el río y para cuando pudieron percatarse estaba ya en la línea de media cancha y así siguió su camino, perdida, fuera de lugar, buscando un cauce.

«A las 16 horas se nos dio aviso de que una correntada afectó a 10 viviendas», recuerda Eladio Xirum, delegado de Conred en Chicamán. «Pero a las 23 horas nuevamente se reportó la crecida del río lo que afectó a 24 viviendas más, para hacer un total de 170 personas evacuadas y autoarlbergadas en las partes altas de la comunidad».

Una de ellas fue Yolanda Reyes y sus dos hijas. Hace un par de años las tres vivían en lo alto del cerro, desde donde se podía ver la comunidad entera, la tierra era fértil y la vida tranquila. Pero pronto las lluvias hicieron que la tierra sobre la que se asentaban se aflojara al punto de sentir temblores constantes. Los vecinos achacan el problema también a una carretera que se construyó en la aldea vecina y que, según ellos, «aflojó la montaña». El día que un deslave justo al lado de su vivienda arrasó hasta con los árboles que parecían estar más aferrados a sus raíces, Yolanda y sus niñas tomaron la decisión de mudarse. «Pero salimos de un lugar peligroso para caer en uno más peligroso», reconoce.

Construyeron su nueva casa en las orillas del río, donde estarían a salvo de los deslaves, sin pensar que quedarían a merced de las corrientes. Aquel 21 de junio sus niñas de 12 y 8 años jugaban en casa  cuando observó por la ventana cómo la quebrada arrojaba agua con fuerza, no había parado de llover en días.

Les ordenó a sus hijas que corrieran a casa de un familiar que vivía en un terreno plano, lejos del río, y ella fue al patio en busca de sus pollos, gallinas y el cerdo que estaba engordando. Pero al nada más salir vio como el río desbordado se colaba por su patio y anegaba la milpa que estaba creciendo. No hubo forma de salvar nada, huyó con sus hijas sin ver atrás. Fue una de las 170 personas autoalbergadas de las que habla el delegado de Conred, que tuvieron que buscar ayuda con familiares en las casas altas, donde el agua no llegó.

Esa tarde de lluvias los pobladores vieron cómo la corriente pasaba por encima del puente de hamaca que conecta las dos zonas de la comunidad. Desde arriba, Yolanda observó el río furioso que se salía de su cauce y entraba en su casa sin compasión. Se llevó los animales, dañó sus siembras, incluso arrasó con el maíz que ya tenía cocido en un balde de plástico. Con el río se fueron muebles, ropa, trastos de cocina, se quedaba sin nada.

«No tenemos a donde ir», dice resignada, construir su casa en lo alto no es opción y abajo también significa un riesgo. Esta madre soltera de 33 años se dedica a vender tacos y tostadas en aldeas aledañas para conseguir el sustento de sus hijas y pagar a alguien que siembre sus cinco cuerdas de terreno. Pero ahora la lluvia se llevó ese esfuerzo.

Al día siguiente los líderes comunitarios fueron de casa en casa para verificar los daños, «venían a ver si estábamos vivos o muertos», dice Yolanda, así de fuerte fue la lluvia. Era la única forma de enterarse de las pérdidas porque en el caserío no hay señal de teléfono, de ninguna compañía. Están incomunicados del resto del país y si el río se lleva el puente tampoco hay forma de acercarse a las comunidades donde sí hay señal. «Si nos morimos ni cuenta se darían las autoridades», dice Yolanda, que reconoce que a ellos nunca les visita ni personal de la municipalidad ni del gobierno. «Vienen cuando quieren apoyo para que votemos», dice don Gerónimo, «pero así como nosotros les apoyamos, ellos después también deberían acordarse de nosotros». Nadie se acuerda de ellos.

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La Municipalidad de Chicamán reconoce los problemas causados por el cambio climático en la región, en su Plan de Ordenamiento Territorial dicen que «las malas prácticas, por las mismas necesidades económicas de algunos vecinos respecto al manejo de los recursos naturales y al medio ambiente, ha ocasionado que en el municipio se encuentren zonas propensas a la sequía, principalmente las que se ubican al suroriente del territorio, tales como los centros poblados de Pajales y la Campana, donde existe un área ya propensa a la desertización, contexto que pone en riesgo la sobrevivencia de los habitantes de las comunidades de Calá, Pajales, La Campana, Plan Grande y Pancul».

Las autoridades ediles achacan los cambios en el clima a las «malas prácticas» de algunos vecinos, minimizando así un problema sumamente complejo, que implica al planeta entero. El Panel Intergubernamental para el estudio del Cambio Climático, reconoce que este problema sobreviene principalmente de los gases de efecto invernadero que emiten los países industrializados y admite que las comunidades indígenas son víctimas.

«Estas comunidades son algunos de los mayores protectores del carbono libre del mundo, ya que las tierras que pertenecen o son administradas por los pueblos indígenas a menudo tienen tasas de deforestación mucho más bajas que las áreas protegidas por el gobierno», dice el último informe del panel.

El plan de la municipalidad de Chicamán hace énfasis en la sequía, un problema que en años anteriores causó desastres, sin embargo este año no fue la sequía la que dañó, fue lo contrario: un invierno despiadado. El cambio climático lleva a poblaciones de un extremo a otro, volviendo, para sus habitantes, una vida impredecible, donde solo una certeza tienen: sus cosechas se van a ver afectadas. No saben si esta vez será por la sequía o por la lluvia, pero inevitablemente ocurrirá.

Los únicos que llegaron a San Lucas Calá después de la inundación de junio fueron los delegados de Conred, en su tuíter publicaron la fotografía de una cama arrastrada hasta la orilla del río, rodeada por matas de milpa caídas. Pocos metros más adelante, un colchón empapado y a su lado las láminas y trozos de madera que antes pertenecieron a una vivienda. Conred prometió que volverían con víveres y así lo hicieron, se acercaron con colchonetas y unas bolsas de azúcar y atol que no alcanzaban más que para paliar el hambre inmediata.

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Los problemas más graves, como la caída del puente que comunica con el resto de municipios, nadie los atendió. Los vecinos de una aldea cercana intentaron pasar un picop para llevar ayuda, pensaron que el nivel del agua ya había bajado y se lanzaron a la aventura. No salió bien. A mitad del río se quedó atascado, varios hombres del caserío corrieron con lazos, para atarlo y sacarlo jalado. Uno de ellos era Patrocinio Hernández, el segundo alcalde auxiliar, el dueño de la vaca que varios vecinos vieron morir en la corriente. El agua la arrastró a pesar de lo grande y pesada que estaba, Hernández calcula que costaba unos 8,000 quetzales, acababa de tener una cría y estaba dando la mejor leche, la familia hacía quesos para vender y así ayudarse a costear los alimentos. Era su apuesta contra el clima, porque el año pasado no tuvieron cosechas y este tampoco. «Si no es una cosa, es otra», repite don Patrocinio, es la frase que más suena en las bocas de los vecinos.

Los vecinos de la aldea esperan que el alcalde de Chicamán, Pedro Gamarro, les lleve alguna ayuda, mientras él espera que el gobierno central le mande alguna ayuda para poder ayudar. Una cadena en la que todos esperan. «La pobre gente siembra su milpa y poco recogen. Pero ya van a ser atendidos por la municipalidad con algunas ayudas, porque nosotros estamos esperando la ayuda del gobierno con algunos víveres –dice– la tormenta fue demasiado fuerte», además Gamarro asegura que ya tienen los materiales para iniciar la construcción del nuevo puente y espera hacerlo en los próximos días.

El agua regresa

Con la corriente de junio Hernández, el alcalde auxiliar —que ocupa el puesto ad honorem— perdió sus ocho tareas de milpa con frijol que estaba pronto a cosechar. Frustrado pero no vencido, volvió a sembrar su terreno y esta vez con 15 tareas que fertilizó apenas unos días antes de que las lluvias de septiembre se lo llevaran. Ya no pueden confiar en las siembras. Eso lo tienen claro.

«Según las Memorias de labores del Mspas de Chicamán, se tiene que el número de viviendas a nivel municipal es de 6,003, de las cuales 3,159 posee acceso a agua entubada equivalente al 52.6% de la población», explica el documento facilitado por la municipalidad, en San Lucas Calá se calcula que hay unas 60 viviendas.

Don Gerónimo Reyes tenía 30 cuerdas sembradas y pensaba que con eso iba a cosechar unos 25 quintales de maíz, el alimento de su familia. Después de la correntada, cuando el sol les dio unos minutos de tregua, salieron a ver su siembra, la milpa todavía tierna tirada en el suelo, arrancada de tajo, con las raíces expuestas. La escena de un crimen. Como ya tenía las dos abonadas creció más rápido, el agricultor de 64 años se agachó a recogerlas, mata a mata, tratando de salvar lo que podía, había trozos del maíz que ya no se podían comer, pero otros sí. Con la esperanza en los ojos fue buscando las mazorcas, como quien intenta dar resucitación a un cuerpo muerto. Lo logró con al menos 15 quintales.

Sin embargo, no es suficiente para que coma su familia, así que le tocó ir a Chicamán, a comprar más. Lo primero fue desembolsar los 10 quetzales que le cobra el picop para llevarlo y luego ajustar con el poco dinero ahorrado porque el quintal cuesta 250 quetzales, cuando el año pasado se podía comprar por 100. Más del doble, lo que causa la escasez, se perdieron tantas cosechas que quien tiene, vende a precios elevados.

Muchas veces la solución para las familias afectadas por la pérdida de las cosechas es vender sus animales de patio, lo que les dan por un pollo o una gallina, alcanza para comprar maíz, que les llenará más y con el que comerán más personas. Pero se pierden la proteína que la carne de los animales podría darles. No hay alternativa. Eso, cuando les quedan animales, porque esta correntada, dice Reyes, arrasó con todos.

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Migración interna, la única respuesta

Para los pobladores la única opción es buscar empleo en las grandes fincas, aquellas que no sufren demasiado los embates del clima porque tienen los suficientes recursos económicos para paliarlas, porque el clima siempre se ensañará menos con aquel que tenga el dinero para enfrentarlo. El problema es que estas fincas no están cerca ni ofrecen trabajo siempre. La demanda por una paga de jornalero es alta.

«Las posibilidades de ser empleado fuera de la actividad agrícola son en la cabecera municipal y en San Sebastián Belejú respectivamente —dice el estudio de la municipalidad—.  Las actividades que más se desarrollan son la albañilería, carpintería, ayudante de negocios. En el resto de las comunidades se contrata a las personas para realizar actividades referentes a la agricultura. Así también se aprovechan temporadas laborales y donde la migración para trabajar en fincas se hace para desempeñar actividades de corte de café, también a la costa sur para el corte de caña de azúcar en tiempos de la zafra. Otros migran a la capital de Guatemala, para vender su fuerza de trabajo en empresas de Seguridad Privada».

Migrar a otras comunidades es la única opción para agricultores como don Patrocinio o don Gerónimo, pero no son una solución, el dinero que ganan es tan poco que alcanzará para apenas comprar maíz. La municipalidad está consciente de esto. «Algo muy particular en el municipio, es que ninguna de las actividades en las que se desempeñan las personas cumple con el salario mínimo, según acuerdo Gubernativo No. 288-2016 es de 86.90 quetzales por jornal, mientras tanto a nivel local se paga de 25 a 30 quetzales, cantidades que están debajo del 50% del que debería ser el salario mínimo. Tales condiciones, como la falta de oportunidades de empleo y de bajos ingresos económicos, solo contribuyen a denigrar las oportunidades de desarrollo de las personas», cuenta el plan territorial.

Laris Romeo Vargas, es integrante del cocode y observa la escuela con frustración, él no pudo ir a estudiar y esperaba que sus hijos corrieran con mejor suerte. «Cuando salimos a buscar trabajo siempre nos piden estudio», cuenta, aquellos que no tienen un diploma reciben los trabajos más duros y los salarios más bajos. Pero ahora la escuela está vacía. El río le pasó por encima, «entre nosotros estamos viendo qué hacer», lamenta, porque nadie del Ministerio de Educación llegó para verificar los daños.

Vargas cuenta que todas las familias perdieron cosecha, la mayoría del maíz para subsistencia, pero otras perdieron café, banano y frijol. «Lo que hacemos es buscar la vida», dice resignado. Sus vecinos hacen lo mismo a diario: buscar su vida y la de sus hijos.

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