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Capítulo 10. Meyer y el Grupo de Apoyo Mutuo, aproximadamente junio de 1984

Meyer recibía a estas mujeres en la universidad. Sus seres queridos eran estudiantes de la Usac y por eso lo buscaban. En una ocasión les dijo que tenía bue­na amistad con el canciller Fernando Andrade Díaz-Durán, y que a través de él estaba haciendo ges­tiones para saber del paradero de los muchachos. En otra les confirmó que los tenían en el DIC y en La Dos, la inteligencia militar, y que sólo estaban esperando a que los golpes desaparecieran para poder entregarlos.
Meyer contó que le habló fran­camente al jefe de Estado, acusando al Gobierno de ser el res­ponsable de los secuestros, pero reconociendo que el Gobierno po­día tener razones válidas para detener a esos individuos.
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Capítulo 10. Meyer y el Grupo de Apoyo Mutuo, aproximadamente junio de 1984

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Como una enredadera, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar.

Rosario se llevó las manos a la cabeza y exclamó emo­cionada:

–¡Ay! Al flaco se le terminó la loción, ¡vamos, va­mos a comprar!

Fue a mediados de 1984 y estaban en la universidad, sa­liendo del despacho del rector Eduardo Meyer. La única que preguntaba por un hermano era Aura Elena, to­das las demás buscaban a sus maridos. Rosario bus­caba a Carlos, Beatriz a Otto, Isabel a Gustavo, y Ni­neth a Fernando.

Todas tenían alrededor de 25 años. Aura Elena Farfán unos pocos más. Todas tenían hijos pequeños. Ro­sario Godoy y Nineth Montenegro eran maestras, Aura Elena trabajaba como enfermera en el Roose­velt. Eran mujeres de clase media, sin actividad política en ese momento. Llevaban el pelo rizado, como se es­tilaba. Rosario largo, Nineth corto. Coincidían con­tinuamente en los pasillos del Palacio Nacional, de los hospitales, así se conocieron.

Fernando García había sido el primero en desa­parecer, en febrero de ese mismo 1984. Era estudiante de ingeniería y sindicalista de la fábrica CAVISA. Ru­bén Amílcar Farfán también era estudiante y sindicalis­ta, en la Usac. Desapareció el 15 de mayo. Ese mismo día secuestraron a Carlos Cuevas y a Otto Estrada. Seis días más tarde a Gustavo Castañón. Todos eran mi­litantes de las diferentes facciones del PGT.

Desde entonces, las mujeres que los querían no ha­bían dejado de buscarlos. En los cuarteles, en los hos­pitales, en los manicomios, en las morgues. Habían puesto decenas de recursos de habeas corpus en la Poli­cía, golpeaban cacerolas y hacían sonar botes enfrente del Palacio Nacional hasta que las vencía el cansancio, pe­dían citas para entrevistarse con el director del De­partamento de Investigaciones Criminológicas, que era en ese entonces la Policía Judicial, e iban a ver al rector de la universidad una y otra vez.

Solicitar audiencia con las autoridades policiales que todo el mundo sabía responsables de los secues­tros era ingenuo, pero ellas querían, necesitaban, creer. Quizás ahora que estaba la Asam­blea Nacional Constituyente las cosas podían ser dis­tintas, y mante­ner la presión era importante.

Aura Elena Farfán había tenido esa experiencia. La Policía Judicial había detenido a su hermano Rubén Amílcar antes, en 1980, cuando trabajaba en la Dirección de Caminos. Entonces participaba en el sin­dicato, y después de una asamblea general lo detuvieron a él y a nueve sindicalistas más. Pero en aquella ocasión tu­vieron suerte. Ella y otros familiares supieron que los tenían en el Segundo Cuerpo, y pasaron toda la tar­de y toda la noche frente la sede policial para evitar que desaparecieran. Al día siguiente los soltaron.

Meyer recibía a estas mujeres en la universidad. Sus seres queridos eran estudiantes de la Usac y por eso lo buscaban. En una ocasión les dijo que tenía bue­na amistad con el canciller Fernando Andrade Díaz-Durán, y que a través de él estaba haciendo ges­tiones para saber del paradero de los muchachos. En otra les confirmó que los tenían en el DIC y en La Dos, la inteligencia militar, y que sólo estaban esperando a que los golpes desaparecieran para poder entregarlos.

Pero el tiempo pasaba, ellos no volvían a casa y ellas se desesperaban.

Aura Elena Farfán recuerda que aquella mañana de junio en la rectoría hablaban de ponerse en huelga de hambre, pero Meyer les dijo que no, que se quedaran tran­quilas y no hicieran nada, que ellos iban a aparecer.

–Yo les voy a hacer una llamada para avisarles del lu­gar al que tienen que ir a recogerlos –les dijo el rec­tor–. Váyanse a casa, lo que tienen que hacer es preparar la maleta de sus familiares.

Ellas se pusieron nerviosas, y salieron rápidamente de la rectoría pensando en todo lo que debían comprar y preparar para sus maridos.

Rosario Godoy salió disparada a comprar la loción que utilizaba Carlos Cuevas. Aura Elena Farfán fue a casa a arreglar la ropa de su hermano Rubén Amílcar pa­ra que, en cuanto apareciera, saliera lo antes posible del país. Recuerda que fue un jueves, y que toda la fa­milia se sentó en torno al teléfono. Esperaron el vier­nes, y el sábado, y todo el domingo, pero el teléfono nun­ca sonó. Ni en su casa ni en la de Rosario, Beatriz, Isabel o Nineth.

El lunes volvieron a la universidad, pero el rector es­taba ocupado y no pudo atenderlas. 

*** 

El doctor Meyer le dijo al embajador que se había reunido con el jefe de Estado, el general Mejía Víctores, el 21 de mayo de 1984 para abordar la reciente ola de secuestros de estudiantes de la Universidad de San Carlos. Meyer contó que le habló fran­camente al jefe de Estado, acusando al Gobierno de ser el res­ponsable de los secuestros, pero reconociendo que el Gobierno po­día tener razones válidas para detener a esos individuos. Me­jía tomó nota de los nombres de los secuestrados, agradeció a Meyer la visita, y prometió que las fuerzas de seguridad inves­tigarían los secuestros para dar con los responsables. Meyer se sintió defraudado por la actitud de Mejía, porque pensó que solo se estaba desentendiendo del tema, cuando él estaba tratando de ayudarle a resolver el problema. Meyer dijo que aunque Me­jía era básicamente un buen hombre, era un inepto que no con­trolaba al Gobierno.

Meyer le dijo al embajador que estaba seguro de que los es­­tudiantes recientemente desaparecidos estaban vinculados con el PGT. Meyer confirmó que Carlos Cuevas, el estudiante de Cien­cias Políticas que había sido secuestrado el 15 de mayo ha­­bía creado problemas en la Usac (he had been a trouble­maker) y que “obviamente estaba involucrado con el PGT”. Meyer añadió que eso no justificaba que el Gobierno se­cuestrase personas, más bien el Gobierno debía hacer públicas las deten­ciones y los crímenes de los militantes del PGT. Meyer di­jo que po­cas personas protestarían contra los abusos del Go­bierno si su­piesen en qué actividades estaban implicados los secuestrados.

Meyer dijo que se sentía hipócrita recibiendo a los familiares de los secuestrados y prometiéndoles ayuda cuando sabía que el Gobierno no acabaría con la violencia.

Cable de la Embajada de los Estados Uni­dos desclasificado por el National Security Ar­chive. Fechado el 24 de mayo de 1984.

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