A veces nos deteníamos a comprar un helado o un pastel, o a tomar un café o una limonada. A veces simplemente nos dirigíamos al parque donde hablábamos por horas sobre miles de cosas. Sobre su madre, sobre sus abuelos, sobre las cosas que le pasaban en el colegio, sobre sus compañeros, sobre lo que le daba miedo, sobre lo que la divertía, sobre qué exactamente implicaba ser grande. A veces me preguntaba sobre el mundo, sobre las personas que conocía o había conocido, sobre los libros que leía, sobre lo que enseñaba en las clases, sobre el universo y la arena de la playa. Su curiosidad no tenía límites, mi paciencia a veces sí.
Cuando se sentía cansada o amenazaba con llover o ya estaba cayendo la noche, nos parábamos de la banca, le agarraba nuevamente la mano y caminábamos a casa. Durante el recorrido casi no hablaba, como si meditara sobre todo lo visto, dicho y oído, como si poco a poco se estuviera formando una opinión propia, su peculiar manera de tocar, ver, oír y decir el mundo.
Ya en casa, a veces cocinaba yo la cena pero otras veces ella se negaba e insistía obstinadamente en prepararse algo por sí misma, aunque fuera un simple pan con jamón y queso. Le decía que tenía que alimentarse mejor, pero costaba que diera su brazo a torcer y como a mí me parecía que era señal de una independencia incipiente, la dejaba prepararse lo que quisiera.
A veces, después de comer, veíamos una película juntos o ella leía algún libro mientras yo también leí. Otras veces se ponía a pintar o a jugar con los simples objetos que la entretenían. O simplemente se sentaba en el balcón mientras yo me preguntaba en qué podía estar pensando.
A eso de las diez de la noche, cuando después de una hora de luchar contra el sueño tenía que finalmente admitir que ya no podía más, me daba un beso y me decía buenas noches. Yo la acompañaba a su cuarto y me echaba con ella a leerle un cuento o contarle una historia, o simplemente a verla mientras se quedaba dormida. Cuando al fin lo hacía le daba un beso en la frente, me paraba tratando de hacer el menor ruido posible y me iba a sentar al sofá de la sala —a veces con un té, a veces con una copa de vino— a imaginar cómo será mi pequeña gigante cuando crezca.
Bien lo decía Bolaño: "Mi única patria son mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la Patria".
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