Descubriendo las rupturas de Ricardo Falla
Descubriendo las rupturas de Ricardo Falla
Comentario a Descubriendo el mundo indígena 1932-1981. Al atardecer de la vida… Escritos de Ricardo Falla, s.j. Volumen 8-a, Vrip-Avancso-Edusac, Guatemala, 2023.
Empecé a leer el octavo volumen de la serie «Al atardecer de la vida…» con avidez y una mezcla de fascinación y perplejidad. Al principio lo hice a zancadas para hacerme una rápida idea de su contenido. Durante largos trechos me pareció una autobiografía pespunteada de interesantes estudios antropológicos más que una serie de trabajos de investigación complementados —y ubicables por— textos alusivos a la vida personal.
Las páginas de carácter autobiográfico más o menos declarado son fragmentos de diarios, cartas y notas introductorias redactadas en el presente, a las que en mi sumatoria añado el género híbrido de las notas del trabajo de campo, donde la introspección se entrelaza con el escrutinio del entorno.
Ese conjunto compone un mosaico cuyas teselas corresponden a géneros literarios, extensiones, tonos y niveles de intimidad muy variados. Suman 189 de las 425 páginas del primer tomo y 341 de las 928 páginas que totalizan el volumen 8, o sea el 37 por ciento. En esas páginas centraré mi reflexión.
Son los textos que anteceden a los artículos donde se exponen hallazgos de la investigación y los ubican en el tiempo, de modo que los lectores conozcan el contexto vital del autor y sus circunstancias: el nicho de cada momento (la comunidad de la zona 5, los sitios del trabajo de campo: Yauquemehcan, el río Cinaruco, San Antonio Ilotenango, San Blas, Jinotega), el entorno institucional (la Compañía de Jesús, la Universidad Rafael Landívar, la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas», el Centro de Estudios de la Reforma Agraria) y el contexto regional (los acontecimientos sociopolíticos de los países del istmo).
Son el hilo conductor donde se engarzan los productos de la investigación; relatan la acción que antecede y rodea a la investigación, y lo hacen con insobornable franqueza.
Los jesuitas difícilmente pueden ser biógrafos de verbo directo y descarnado «porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas», dijo José Martí. Y por prudencia institucional e institucionalizada. Sin embargo, en este volumen se revelan conflictos con superiores, fricciones con compañeros jesuitas y tensiones consigo mismo, con naturalidad y sin ese tono de falsa confidencia que le da un toque afectado a muchas memorias.
Esa sinceridad casi irrestricta nos regala aquí una trayectoria que no transcurre sobre una superficie lisa, recta y previsible, sino sinuosa, llena de anfractuosidades y contingencias.
Dicen que las comparaciones son siempre odiosas y a menudo injustas, pero en ciencias sociales son un método muy acreditado y recomendable. Me sirvo brevemente de una comparación entre Falla y otro autor porque ese procedimiento me permite hacer una síntesis muy apretada de elementos cruciales que están dispersos en este volumen 8 y que quiero resaltar.
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La idea me acometió por una casualidad que fue casi causalidad: la lectura simultánea del volumen 8 y de «Una vida más allá de las fronteras», un texto autobiográfico del politólogo irlandés Benedict Anderson, mejor conocido por el influyente análisis sobre los nacionalismos que plasmó en «Comunidades imaginadas».
Las de Falla y Anderson encajan en ese modelo de vidas paralelas de Plutarco debido a sus trayectorias e hitos semejantes, con elementos en común que se multiplican por haber sido contemporáneos y haber vivido, aunque en contextos muy distintos, un mismo clima intelectual y político: la academia estadounidense, la Guerra Fría, los movimientos revolucionarios (Anderson era cuatro años menor que Falla y murió en 2015).
Ambos quedaron huérfanos a temprana edad: Falla de madre a los cinco años y Anderson de padre a los nueve años. Educados en colegios y universidades de élite, después recibieron una sólida formación en griego y latín a través del estudio de sus cimeros autores clásicos, y con el tiempo se dedicaron a las ciencias sociales, tras algunas vacilaciones y búsquedas a tientas de las disciplinas que mejor correspondieron a sus intereses intelectuales y sus compromisos políticos.
Los dos se beneficiaron de la tutela académica de figuras de mucho peso en sus áreas: Richard Adams y George McTurnan Kahin.
Sus tutores respectivos vieron en las tesis doctorales de Anderson y Falla oportunidades de extender sus propios trabajos: Adams, una aplicación de su teoría; Kahin, cubrir un tema insuficientemente desarrollado en su libro más notorio. Pero ambos doctorandos fueron más allá de lo que sus maestros esperaban porque el material empírico que recolectaron expresaba contradicciones cuando se interpretaba de acuerdo a los marcos teóricos de sus tutores.
Anderson tuvo que resolver la relación aparentemente incompatible entre revolución y ocupación japonesa, y lo hizo mostrando el apoyo que los militares japoneses en trance de retirarse les dieron a los independentistas. Falla resolvió las relaciones entre rebeldía y un movimiento católico preconciliar, y entre una catolificación de las prácticas religiosas y el reforzamiento de la identidad étnica.
«Quiché rebelde» logró superar la comprensión integracionista de la ladinización mediante la distinción entre ladinización cultural y ladinización étnica. Ambos autores prestaron atención al elemento generacional. Fue uno de los oteaderos clave para resolver esas aparentes contradicciones.
En los dolorosos ritos de paso que fueron sus primeros trabajos de campo, inmersos en un medio muy distinto —el mundo indígena en Venezuela y la Indonesia de Sukarno—, experimentaron choques culturales que tocaron sus fibras profundas y los transformaron como seres humanos y como investigadores. Esa primera experiencia de campo fue decisiva: una irrepetible sensación de choque, extrañeza y excitación, dice Anderson.
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Falla expresa cansancio, asco, percepción de ser ajeno y estar acosado por pedigüeños: «Me siento como capitalista asediado». Hubo en ambos frustración por no dominar la lengua del lugar y asco ante la contemplación de los mocos en un caso y la baba en el otro —ambos rojos— que producían dos estimulantes: el yopo entre los pumés de Venezuela y el jugo de betel mezclado con lima en polvo en el sudeste asiático.
Los dos se ocuparon de movimientos sociales, revoluciones, campesinado e indígenas hacia los que desarrollaron un compromiso que los llevó a un período de vida en la clandestinidad. Su común afición al ciclismo quizás les proporcionó la preparación física para soportar las exigencias de entornos austeros.
Publicaron sus libros más influyentes a los 46 y 47 años: «Quiché rebelde» y «Comunidades imaginadas». Aprendieron tanto o más de sus pares que de sus profesores. Falla reconoce la influencia de los jesuitas y estudiantes de teología Ignacio Ellacuría y Fernando Manresa. En el trabajo de campo ambos se beneficiaron de informantes francos, generosos y expertos en sus comunidades. Y así podríamos continuar con decenas de semejanzas.
¿Cuál es el «más» que añade Falla? O el «menos», tal vez diría él. ¿Hay una diferencia medular? Esta pregunta tiene una respuesta obvia y una menos obvia. La obvia: Falla es un sacerdote, un religioso, un jesuita, y Anderson fue un académico ajeno a las prácticas religiosas. Hay una respuesta menos obvia. En sus páginas autobiográficas Falla explicita un cambio de mentalidad, la trayectoria concebida como conversión, incluso como una serie de conversiones, formuladas como descubrimiento del mundo indígena, como un encuentro gradual pero marcado por hitos: el avistamiento de los peones de las fincas, la tesina sobre el Popol Vuh, la vocación religiosa, la inmersión entre los migrantes españoles en Austria, el arduo trabajo de campo entre los pumés, la tesis doctoral, el rompimiento con la URL, la crisis emocional y la conformación del grupo de la zona 5.
Falla y Anderson tuvieron comunidades cómplices. Pero la complicidad del grupo del Ciasca fue de un género muy distinto, porque no es lo mismo compartir un campus universitario, una disciplina y la especialización en un área geográfica que compartir la vida y jugarse el pellejo juntos.
La comunidad de la zona 5, que fue durante siete años la casa matriz del Centro de Investigación y Acción Social (Ciasca), aparece en estos escritos como el lugar de la radicalización del compromiso social del Falla. Fue una comunidad que evolucionó y tomó opciones «lenta pero imparablemente», y a veces arrastró a Falla.
El camino y la evolución fueron personales, pero también grupales. Los amigos cómplices fueron jalonándose unos a otros. Había ahí dos vascos, un riojano, un gallego, tres guatemaltecos y dos salvadoreños. Procedían de entornos muy distintos y culminaron casi todos en un compromiso recio con las organizaciones campesinas e indígenas.
Falla narra una trayectoria de acercamiento al mundo indígena que arranca con su visión infantil de los indígenas: los miraba tirados en el suelo, borrachos, o caminando bajo la lluvia «descalzos, tapándose con una hoja de guineo».
Se sentía frente a «un mundo inaccesible» que miraba desde lejos: desde el vehículo, desde los caballos o desde la bicicleta. Sobre todo, desde los prejuicios acumulados de generación en generación en haciendas de la clase pudiente. Los inicios de la trayectoria muestran el abrumador peso de la estructura: «La tradición —escribió Marx— de todas las generaciones muertas [que] oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».
Esa tradición opresora experimentó rupturas que impactaron al grupo: el Concilio Vaticano II y Medellín. En España, el jesuita José María de Llanos, franquista convertido en cura rojo e inserto en el Pozo del tío Raimundo desde los años cincuenta, alzaba el puño izquierdo en un mitin comunista.
Y después aparecieron los curas obreros, que habían surgido en la Francia de los años cuarenta y se extendieron a la España del tardofranquismo con su nueva concepción del apostolado. En América Latina la teología de la liberación y los misioneros insertos demandaban un cambio de sistema. El grupo Ciasca se insertó en esa corriente, la profundizó y la llevó por caminos de riesgosa eficacia: las denuncias de la investigación y la fundación del Comité de Unidad Campesina (CUC).
Sobre estos renglones discurre la trayectoria de Falla. Son renglones que le orientan pero que también él construye en su permanente tensión con el poder: con el dominio de la clase pudiente de la que procede, consigo mismo y sus prejuicios, con las autoridades de la Universidad Rafael Landívar y con el ejército cuyos fusiles aseguran las otras formas de dominación.
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La narración del proceso tiene dos voces: la del antes y la de hoy. Las notas introductorias, alguna vez más extensas que el texto que anteceden, son pre-textos donde el viejo Falla se alza como juez del joven Ricardo y le asesta algunos coscorrones. El viejo Falla, el del atardecer, es a veces comprensivo con el joven Ricardo, el de la mañana y el mediodía. Pero con frecuencia es severo.
Con su específica opción por la Compañía de Jesús, por ejemplo, porque el viejo Falla encuentra que en aquel momento decisivo tuvo, además de rectas motivaciones, una razón torcida: los jesuitas eran socialmente superiores al clero secular y por eso el joven Ricardo los prefirió. El viejo Falla no está satisfecho con la calidad de su prosa: «releyéndolo [al joven Ricardo] encuentro un estilo atropellado y una sintaxis a veces enredada».
Critica también el pobre conocimiento que el joven Ricardo, antropólogo aún no graduado, tenía sobre la gente a la que iba, ignorancia que se hizo patente en la cantidad de cosas que llevó donde los pumés. El viejo Falla evalúa con dureza el papel del joven Ricardo en la comunidad de la zona 5: «Yo era muy flojo como superior». Y también sospecha que alguno de los escritos de hace décadas pudo servir al ejército para ubicar lugares.
Este enfrentamiento entre el viejo Falla del atardecer y el joven Ricardo nos permite palpar mejor algunos aspectos de la evolución. Como ser humano, como cristiano y como sociólogo me impresiona y conmueve esta trayectoria que vence tantos condicionamientos.
Aparece aquí un hombre de muchas rupturas. En el plano social fue lo que algunos llamarían un traidor a su clase, un tránsfuga. En el existencial, fue un yo que eligió muchas de las circunstancias que lo podían moldear. En el académico, no solo anduvo por la libre, sino que con su vida dio un mentís a los presupuestos básicos de las ciencias sociales: los patrones de comportamiento, los roles heredados, el peso ineluctable de la estructura.
Y en el religioso, fue tanto más revolucionario cuanto más se atuvo a la tradición secular de quienes saben que al atardecer de la vida seremos examinados en el amor.
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