Creo que nada tiene que ver conmigo, aunque una parte de mí siente que esa basura también soy yo desperdiciando, lavándome los dientes con el chorro abierto. «¿Por qué habré nacido acá?», pienso al ver la pila de desechos amontonada en la carretera, relegada al aparente olvido.
La basura abunda y, más que física, es espiritual. Lo comprobamos al leer al montón de gente justificar el atropello de los jóvenes en la calzada San Juan. Luego, una niña perdió la pierna y murió desahuciada, víctima nada menos que del iracundo hijo de un pastor, preso del infierno que no arde sino en los estados mentales.
Ante la posibilidad de la nada, escogimos, pues, la vida, buscar la justicia, la transformación del país, que implica modificar la visión cultural enferma que aplaude los atropellos. Para empezar se necesitan cambios al sistema, donde la reforma constitucional al sector justicia puede ser un primer acuerdo nacional en mucho tiempo.
Estos cambios son aún escasos, pues lo que en verdad parece necesitarse es borrón y cuenta nueva. Eso nos han revelado los casos penales que en tres añitos han arrinconado en buena parte a las mafias que tomaron el Estado para asegurar impunidad por medio de una estructura invisible que dejó de ser invencible.
Desde que el MP y la Cicig destaparon el caso de Byron Lima en octubre de 2014 se abrió la puerta a la verdad, a lo innegablemente sucio (en un país lleno de basura), que cubre cada centímetro de una sociedad tan temerosa que cualquier avance se convierte en una cosa complicadísima.
Nadie pensó que en tan poco tiempo un presidente terminaría en la cárcel. Y no cualquiera: el presidente que personificaba el poder más implacable, más derrochador.
Vimos cómo una de tantas redes caía de la torre para mantenerse operando desde una prisión-cuartel militar con menos influencia, pero con más furia y con alfiles en el Congreso, en las cortes, en el círculo presidencial, con dos objetivos claros: anular a Iván Velásquez y a Thelma Aldana, los indeseables, quienes han iluminado la porquería de un Estado-mafia, y, por el otro lado, neutralizar a la sociedad, que acuerpa esta pelea voraz.
La táctica es la misma, la que fraguó Joseph Goebbels, el gran propagandista: tomar datos parcialmente verdaderos y usarlos a conveniencia, utilizar símbolos y miedos, tijeretear frases para unir falazmente un discurso y así intentar desarticular este sostén que tanto gritó en la plaza.
La estrategia pasa por sembrar ideas en quienes aún lloran a los muertos causados por la guerrilla diciéndoles que ahora los subversivos tomarán el poder. Envenenan esa herida. Le echan limón para sacar los odios más tenebrosos, que no aceptan razones porque, si miran el panorama con serenidad, se darán cuenta de que la verdadera guerra es contra el crimen.
Para confundir gritan cualquier mentira con faltas ortográficas. Presentan querellas que jamás triunfarán para hacer esa guerra psicológica: crear desorden para que luego una mano dura (como la del presidente encarcelado) venga a solucionarlo todo.
Cada vez crujen más los valores que fundaron este Estado corrupto, y eso preocupa a quienes ejercen el poder ilegal, pues saben que al final de cuentas perderán la batalla. Nunca en su vida habían estado así de acorralados para verse obligados a gastar tantísimos millones en inventar historias de conjuras con el fin de desacreditar a quienes dan la cara para que este proceso (que arrancó con la caída de Byron Lima y su control del Sistema Penitenciario) sea perdurable.
Hay un núcleo duro que continuará con esta elección de vida ante mil posibilidades más tranquilas. Y ese es el terror de las mafias: que mucha gente ha perdido el miedo y que ahora se camina entre la basura sin la intención de ocultarla.
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