Nadie duda de la buena intención de la anticorrupción, de sacar a punta de procesos penales a las personas corruptas para que entonces la gente buena recupere el Estado. Es un discurso fácil de asimilar y, ante la desesperación de la población de no encontrar un horizonte de cambio, es inevitable abrazar la idea, principalmente porque cae en una población que no necesita mucho para polarizarse y crear en su imaginario la idea del enemigo político, de este grupo versus el otro.
El primer problema de la anticorrupción es que no puede generar una verdadera transformación porque el Estado y la legalidad están diseñados para promover estabilidad, no depuración. La estabilidad del Estado es necesaria para que el poder que surja de su institucionalidad —en este momento sin discriminar si es bueno o malo, por desgracia— sea eficiente y pueda funcionar sin que exista un permanente conflicto entre sus órganos. De lo contrario, se vuelve inoperante, ya que se convierte en un organismo con problemas de autoinmunidad: empieza a comerse y a destruirse a sí mismo en una espiral sin fin de lucha de poder entre órganos estatales.
Para discutir sobre el segundo problema de la anticorrupción, primero hay que hacer una aseveración: el problema de la corrupción es eminentemente político. Existe una clase política y una élite económica que logran operar el Estado con casi absoluta discrecionalidad, sin ningún tamiz democrático ni una oposición que tenga poder político suficiente para crear un contrapeso. Es decir, tienen un poder desmedido en el control del Estado. Controlan las cortes, las contrataciones del Estado, la forma de legislar. En general, la toma de decisiones está centralizada en esos dos grupos. Del otro lado está una gran parte de la población que políticamente no sabe muy bien qué quiere, que solo sabe que quiere cambiar el statu quo y que no es justo que exista tanta concentración en el poder.
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Ante una clase política con tanto poder, la anticorrupción convierte esta en un enemigo en el imaginario social y conduce a la opinión pública a identificarla como corrupta. Entonces, muy al estilo del conflicto armado, la solución es eliminar al enemigo político a través del sistema penal, el cual es coercitivo y usa la fuerza para alcanzar sus fines. No logramos salir de la lógica del conflicto armado con esa dinámica. Necesitamos borrar de nuestra conciencia colectiva la idea del enemigo político y adoptar la identidad de adversarios políticos. Al enemigo lo elimino por el medio que tenga disponible, siempre con fuerza y represión. Al adversario político lo persuado, lo insto a que lleguemos a acuerdos o, como último recurso, lo supero democráticamente.
El tercer y último comentario sobre la anticorrupción es que no es un proceso orgánico, sino artificial. Son esteroides para el Ministerio Público y una sobrecarga para el sistema penal, que no tiene la capacidad institucional de soportar las fuerzas políticas que harán resistencia. Claro que se debe promover el fortalecimiento de la justicia a través del Ministerio Público, el Organismo Judicial, el Inacif, el Instituto de la Defensa Pública Penal, el Ministerio de Gobernación y demás, pero se debe hacer de forma sostenible y sistémica para que verdaderamente haya un alcance nacional y transversal en la creación de barreras que protejan la función pública de los abusos de poder.
Para concluir, parece oportuno establecer un paralelismo entre la anticorrupción y la pena de muerte y la persecución de las maras. Ambas comparten algo: son problemas estructurales que necesitan una transformación profunda, pero ejecutar o encarcelar a mareros es lo mismo que meter presas a personas por corruptas. Son apenas paliativos que nunca podrán alcanzar una transformación, ciclos sin fin que se repiten porque las causas de ambos fenómenos son mucho más profundas.
¿Abdicar la anticorrupción? No, no es eso. Es darle otro enfoque. Un enfoque de ejercicio de derechos, no de represión. La anticorrupción es un principio incluso del republicanismo. Debe ser transversal en cualquier política pública y diseño institucional del Estado. Deben existir mecanismos para evitar y corregir los abusos de poder. Empero, ninguna política pública que esté centrada en la represión podrá ser transformadora, sino que seguirá replicando el carácter autoritario del Estado. Se necesitan procesos educativos y democráticos, así como una revisión de los incentivos de la legalidad que promueven la corrupción.
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