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Estela Pop Tul carga una tinaja de agua de regreso a su casa, pasando por los cultivos de frijol. En la comunidad Washington no hay agua potable, de modo que las mujeres deben de ir a buscarla cada mañana al río. Lys Arango

Expulsados de su comunidad en plena pandemia

«Siempre le andaban amenazando de muerte para que trabajase más»
«La suma de las extensiones registradas por la familia Thomae es desproporcionada»
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Expulsados de su comunidad en plena pandemia

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Un finquero de Purulhá aprovechó el estado de Calamidad para resolver a su manera un conflicto legal de lustros con una comunidad indígena: al ver que no se ejecutaba el desalojo, los expulsó por su cuenta.

Ya eran las siete y doce de la tarde. Treinta y seis familias esperaban frente a la casa comunitaria a que saliera el líder, encerrado durante horas en conversación telefónica con el abogado. Había rumores y la ansiedad crecía por segundos cuando Tomás Choc abrió la puerta y anunció en poqomchi´:

—El desalojo de mañana se ha pospuesto.

La escena resumía veinte años de angustia: otra vez habían ganado y a la vez perdido. Muchas caras reflejaban alivio, incluso alegría, pero a Tomás Choc se lo veía desolado. Trató de explicar con palabras entonces que el miedo al destierro seguiría haciéndoles compañía.

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El jueves 13 de febrero de 2020, la comunidad Washington, en Purulhá (Baja Verapaz), debía haber sido desalojada por orden judicial, pero a falta de suficientes efectivos policiales, se aplazó la fecha un mes, y después otro, hasta que el COVID19 se presentó en Guatemala y todas las causas quedaron suspendidas temporalmente. Fue entonces cuando el finquero de apellido Thomae aprovechó el estado de calamidad existente en el país para librarse de estas familias por sus propios medios.

***

La historia que cuentan los mayas poqomchi´ que habitan estas tierras está cargada de violaciones a sus derechos más básicos. «Siempre hemos sido perseguidos, obligados a trabajar sin salario y ahora nos quieren echar del territorio en el que nacieron y murieron nuestros antepasados», dice el líder la comunidad.

El pedazo de tierra que defienden está situado en un entorno montañoso de vegetación espesa y ríos caudalosos. Hay loros, tucanes, colibríes y quetzales. Hay árboles frutales, plantas medicinales y diversas especies de orquídeas. Una Arcadia… sin Estado.

No hay escuela, ni centro de salud.

No hay energía eléctrica, ni agua potable.

Viven en un abandono absoluto y carcomidos por un miedo atroz a ser expulsados.

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Estos problemas comenzaron tras la llegada de los alemanes a finales del siglo XIX. La familia Thomae se estableció en Purulhá gracias a las concesiones del gobierno liberal de la época. Mauricio Thomae fue adquiriendo fincas en la región Verapaz hasta consolidarse como uno de los terratenientes más influyentes y sacó adelante un inmenso negocio cafetalero con mano de obra indígena. Los habitantes de la comunidad Washington pasaron a ser mozos colonos en sus propias tierras.

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Macario Choc, de 76 años, cuenta cómo comenzó a trabajar para la familia Thomae.

—Mi papá trabajaba muy duro, pero un día enfermó y quiso quedarse en la casa para descansar. No le dejaron. El patrón vino a buscarle y bajo amenaza tuvo que volver a la finca. Dos días más tarde murió allá, mientras sembraba café. Fue bien triste porque ni siquiera pude ir al entierro. El jefe volvió preguntando quién era el hijo primogénito de la familia. Era yo, que por entonces tenía 11 años y ahí mismo me jaló directo a trabajar en el cafetal en sustitución de mi padre.

—¿Cuánto le pagaba?

—Nada o muy poco. A veces nos daba diez libras de maíz, pero cuando terminaba la quincena nos decía que estábamos en deuda por la comida, así que teníamos que seguir trabajando.

—¿Nunca le pagaron con dinero?

—Alguna vez nos daba 40 centavos por la quincena, pero obviamente eso no nos alcanzaba para sustentar a la familia.

Macario Choc trabajó quince años en el cafetal y asegura que nunca recibió ayudas, ni derechos laborales. Su hija Micaela, que ahora tiene 49 años y posee la única tienda de la comunidad, recuerda con terror aquellos años:

—Cuando mi padre se tardaba en regresar a la casa, mi mamá lloraba y decía que lo iban a matar. Los capataces de los finqueros eran muy malos. Siempre le andaban amenazando de muerte para que trabajase más.

Micaela Choc se quedó huérfana de madre a los 13 años. A partir de entonces se ocupó de la casa y de sus cuatro hermanos mientras su padre trabajaba. En la época de cosecha iban todos, hasta los más pequeños, a cortar café.

Juan Coy, de 54 años y su mujer Paulina Choc, de 44, otros vecinos de la comunidad, también trabajaron bajo el sistema de mozos colonos durante más de 20 años.

—Nos habían convencido de que si trabajábamos nos darían los papeles de propiedad de la comunidad. Así que engañados nos emplearon como esclavos durante varias generaciones hasta que nos cansamos de las mentiras. Ahora resulta que no solo no nos dan lo que nos pertenece, sino que nos han denunciado como usurpadores de la tierra y nos quieren echar. Es injusto —se queja Juan Coy.

Así, cientos de familias se emplearon en la siembra, mantenimiento, cosecha y otras labores de la explotación del café en condiciones de servidumbre, sin recibir pagos y bajo la promesa de que de esta manera podrían quedarse con la propiedad de sus tierras ancestrales.

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En el año 2000, la comunidad Washington se organizó y decidió dejar de trabajar para la familia Thomae bajo estas formas contemporáneas de esclavitud, que según el Convenio 29 de la Organización Internacional del Trabajo, designa «todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente».

Coincidiendo con la crisis del café, los finqueros abrieron nuevos horizontes de inversión y se centraron en proyectos hidroeléctricos. Los indígenas se volvieron prescindibles para el negocio, pues además el terreno que habitaban estaba pensado para los cuartos de máquinas de la hidroeléctrica. Desde este momento, las familias poqomchi´ cuentan que pasaron a ser víctimas de amenazas y violencia para que abandonaran la tierra.

El 28 de marzo de 2005 tuvo lugar el primer intento de desalojo de forma extrajudicial, según su relato.

—Los hombres de seguridad del finquero rodearon la comunidad y comenzaron a disparar al aire. Yo agarré a mis dos hijos y me encerré en la casa. Llorábamos los tres acurrucados en la cama. Mi esposo, Tomás, se quedó fuera y le gritaron: «Tienen dos horas para recoger sus pertenencias y largarse». ¡Iban a quemar nuestras casas!

La voz de Estela Pop Tul se quiebra y su esposo retoma la conversación:

—No nos quedó más remedio que sacar las cosas a toda prisa. Agarramos lo que pudimos: ropa, mantas, algo de maíz que teníamos almacenado, los trastes de cocina y las gallinas. Lo metimos en sacos y lo dejamos a un lado del camino pues no podíamos cargar a los niños y los bultos a la vez. Anduvimos hasta el río, que está a dos horas a pie. Cuando regresamos por nuestras cosas, ya no estaban. Nos las habían robado los hombres del finquero.

Sus casas quedaron reducidas a cenizas, al igual que los cultivos. Les quemaron todo para evitar que pudieran regresar. Varias familias se unieron al líder comunitario e improvisaron un refugio a orillas del río. Tomás y Estela apenas pudieron salvar una manta y una lona de plástico para cobijarse en la época de lluvias. Su hijo Lionel, de año y nueve meses, enfermó por el frío y murió. Le enterraron en el cementerio de Sinajá, donde están los restos de los antepasados de la comunidad.

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La tradición maya en esta zona se basa en la reconexión con la naturaleza. Cuando alguien muere, los familiares cavan un hoyo en la tierra, dejan dentro el cuerpo del difunto y al cubrirlo plantan una semilla con la misma tierra.

—Justo ahí… en el lugar donde descansa mi hijo, ha crecido un árbol piñón. Ahí está, en vez de una cruz. Todavía está pequeño, pero será un árbol frondoso —dice Estela Pop entre sollozos.

Tres años después regresaron a la comunidad. No podían seguir viviendo en la montaña, ni tampoco tenían dinero para pagar un terreno de alquiler. Poco a poco reconstruyeron sus casas, sembraron maíz y frijol, criaron chompipes y gallinas. La vida renacía, pero también sus miedos a volver a ser desposeídos.

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En conjunto con organizaciones no gubernamentales que se dedican a la defensa de la tierra, se formó una mesa de diálogo para resolver el conflicto. Su primer triunfo fue hace siete años, cuando la comunidad fue reconocida como pretendiente de la tierra por el Registro de Información Catastral. Pero la alegría duró poco: la familia Thomae les acusó de delitos de usurpación agravada, coacción y hurto. En noviembre del 2016, consiguió que el juez decretara 34 órdenes de captura en contra de los comunitarios. Se han ejecutado siete.

Ricardo Chun Laj fue uno de los primeros capturados.

—Estaba cortando café en una finca y cuando me senté a descansar en la vereda, a eso de las cuatro de la tarde, se acercó un furgón de la policía y me arrestaron. Estuve preso un mes con otras 45 personas en la misma celda. Fue horrible, pero gracias al esfuerzo de la comunidad, que logró reunir 5,000 quetzales de la fianza, pude salir.

A Tomás Choc lo capturaron en la aldea Santa Bárbara cuando fue a visitar un familiar que estaba muy enfermo:

—Nada más bajar del microbús me esperaban los policías. Los acompañaba el administrador de la finca de los Thomae para señalarme. Al igual que mis otros compañeros tuve que permanecer un mes en prisión preventiva hasta que pudieron sacarme.

Además, el juez de paz de Purulhá emitió una orden de desalojo en contra de la comunidad, a pesar de que durante el proceso judicial que finalizó el 26 de septiembre de 2018 el perito Juan Carlos Peláez cuestionó la legalidad de la propiedad de esas tierras. Los Thomae las reclaman como suyas, adquiridas legalmente por su familia, desde hace más de un siglo con el fruto de sus esfuerzos y que han sido “invadidas” recientemente por las comunidades. La versión de los comunitarios es distinta: no es una propiedad privada, es una tierra en la que han vivido por generaciones. No están invadiendo, simplemente ocupan el espacio que les corresponde.

—Si bien el Registro de la Propiedad tiene inscritas las tierras como parte del Sr. Thomae, hay muchas anomalías que aún se están investigando —explica el abogado Ignacio Santiago, representante jurídico de la comunidad de Washington, durante una entrevista telefónica. —Al parecer algunas fincas no fueron legalmente registradas en primer momento a finales del siglo XIX, por tanto toda inscripción posterior sería nula. Se debe estudiar el origen y las irregularidades que han ocurrido para que estas tierras llegaran a manos privadas. Se trata —resume Santiago— de un litigio entre el derecho meramente registral y los derechos históricos y ancestrales del pueblo poqomchi´.

Asimismo, el juez Castro Can admite en la sentencia que «la suma de las extensiones registradas por la familia Thomae (37 caballerías) es desproporcionada y habría de traer conflictividad social puesto que a tal situación se opone la precariedad, limitación y pobreza en la que vive la mayoría de los habitantes de las comunidades circunvecinas».

***

Washington es aparentemente una comunidad tranquila: los hombres salen temprano hacia los cultivos de maíz y frijol, las mujeres caminan hasta el río para lavar la ropa, mientras los niños se bañan desnudos en sus aguas cristalinas. Después regresan a casa con las tinajas de colores sobre sus cabezas y comienzan a preparar el almuerzo para la familia. A pocos metros de la casa de Tomás Choc, hay una iglesia evangélica construida con tablas de madera, donde el pastor Braulio se reúne con los feligreses dos días por semana para cantar sus alabanzas al Señor.

Parecería una aldea rural normal si no fuera por la larga sombra que cubre sus tres caballerías. La mayoría de la población es analfabeta, porque nunca tuvieron escuela. Tampoco tienen un centro de salud al que acudir cuando una mujer está embarazada o alguien en la comunidad cae enfermo. Los hombres tienen miedo a salir en busca de trabajo, al tener casi todos una orden de captura. La única tienda de la comunidad apenas tiene jabón, agua, velas y cerillas. Micaela Choc teme traer más productos por si de un momento a otro la comunidad es desalojada.

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En Washington no hay una sola familia que no haya sido víctima, directa o indirectamente, del conflicto histórico con los Thomae. Cada relato suele ilustrarse con documentos: aquí está mi certificado de nacimiento en la finca, aquí las denuncias que interpusimos por las amenazas constantes, aquí las facturas de cuando viajamos a tal o cual prisión en busca de mi marido o mi hijo... En cada casa hay una carpeta, desgastada por el uso, donde se guardan como una reliquia todos los papeles relacionados con la orden de captura, los papeles de la prisión, las denuncias... Esa carpeta tiene también algo de ataúd y como un túnel de dolor se adentra en burocracias para tratar de explicar su camino de espinas. Lo muestran todo porque ya la única esperanza de esta gente está en el exterior, en la prensa y en los tribunales.

Por el contrario, la postura de los representantes de la finca no se ha podido incluir en este reportaje. En un primer contacto, Byron Thomae expresó su conformidad con otorgar una entrevista, pero después no ha habido más respuesta a pesar de los numerosos intentos por entablar comunicación con la familia.

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El peor de los temores llegó a finales del mes de marzo.

Según relata Tomás Choc al teléfono, el día 30 a las 10 de la mañana un grupo numeroso de hombres dispararon contra cinco comunitarios de la comunidad Washington. Estaban en la roza, preparaban el terreno para sembrar maíz en cuanto llegaran las primeras lluvias. Los campesinos identificaron a estos hombres como miembros de seguridad de Byron Thomae. Con los disparos, Tomás Choc y sus compañeros se escondieron hasta que cayó la noche y pudieron regresar a la comunidad. A partir del día siguiente y a lo largo de una semana, cada mañana volvían los mismos hombres armados para disparar contra las casas de la comunidad con rifles y escopetas calibre 12.

—Hicimos una reunión con toda la comunidad y decidimos abandonar nuestros hogares —explica Tomás.

Salieron el 6 de abril a las siete de la mañana y «cada quién tiró por su lado». Ese mismo día Víctor Manuel Xoc, administrador de las fincas de Byron Thomae, ordenó quemar las casas y lo que quedaba dentro: ropa, canastos, maíz…

Según la denuncia urgente de la Unidad de Protección a Defensores y Defensoras de Derechos Humanos de Guatemala –Udefegua–, el ganado, propiedad de Thomae, fue conducido a los cultivos de maíz y frijol de los comunitarios para que sirvieran de pasto y de paso destruyeran la única vía de subsistencia de las familias que allí habitaban.

—¡Todos queremos volver a casa! —dice al teléfono Hilario Coy, un joven de la comunidad—. Pero nuestra casa ya no está, solo queda un pedazo de suelo quemado, como después de una gran hoguera.

Cuando Coy regresó a la comunidad al día siguiente, encontró entre las cenizas una cacerola deformada por el fuego. Es todo lo que pudo salvar de su casa. Su madre, relata el joven, «se pasa muchas horas callada y de pronto en la noche se pone a chillar: “¡Ay, mi casa! ¡Ay, mi casa! ¿Qué va a ser de nosotros ahora?”» Hilario le pide que confíe en el cerro del Cuartel Maya, una montaña sagrada para el pueblo poqomchi´, que se alza frente a la comunidad:  «Al igual que protegió a nuestros antepasados en la batalla contra los soldados españoles, ahora nos protegerá a nosotros en esta lucha para reclamar lo que nos pertenece».

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