Más aún, las resultantes relaciones políticas, culturales y socioeconómicas del proyecto nacional hegemónico deben ser presentadas y representadas como el subproducto inevitable de la modernización que supuestamente permitirá llevar a la nación toda por la ruta del progreso, el orden y el desarrollo.
Como convincentemente argumenta Arturo Taracena en Etnicidad, estado y nación en Guatemala, 1808-1944 (y dejando de lado la validez misma de cualquier tipo de identidad nacional), esto fue precisamente lo que sucedió durante el Régimen Liberal en Guatemala, mismo que inicia con la mal llamada Revolución Liberal de 1871 y termina con la elección de Juan José Arévalo en 1944. Termina es un decir pues, como veremos, seguimos viviendo bajo la sombra del proyecto liberal de nación, cuyos parámetros y fines últimos siguen rigiendo las decisiones y relaciones políticas, económicas y, espero equivocarme, jurídicas.
El proyecto de nación Liberal, como argumenta Taracena, nunca estuvo basado en el mestizaje, como lo fue el mexicano. Por el contrario, el proyecto Liberal optó por la construcción de una sociedad estratificada en la que el indígena debía ser “civilizado” y “asimilado” a la cultura superior y hegemónica criolla-ladina si quería ser considerado como parte de la nación. Para tal efecto, el régimen liberal creó dos categorías políticas y legales diferentes con derechos y responsabilidades también dispares: los guatemaltecos, categoría que incluía a todos aquellos nacidos en Guatemala; y los ciudadanos, categoría que sólo incluía a aquellos que podían votar.
Si bien la etnicidad no fue explícitamente considerada en los códigos promulgados como impedimento para ejercer la ciudadanía, ciertos requerimientos (entre ellos el saber leer y escribir en castellano o tener propiedades) negaron de facto a la absoluta mayoría de la población indígena el derecho a la ciudadanía. La dicotomía indio-ladino que aún permea y en gran parte define a la sociedad guatemalteca no fue pues, como comúnmente se cree, producto del colonialismo o del régimen conservador de Rafael Carrera, que gobernó Guatemala durante la mayor parte de los primeros 50 años de independencia. La dicotomía indio-ladino fue, más bien, producida y reproducida por el Régimen Liberal para beneficio, en ese entonces, de la élite terrateniente-cafetalera.
Entre los múltiples ejemplos de lo que se puede llamar la mentalidad liberal, misma que sigue siendo hoy por hoy el eje del proyecto político-económico-identitario guatemalteco, es quizás la novela La Gringa (1936), de Carlos Wyld Ospina, la que mejor ilustra no solo el discurso liberal sino también la razón misma del discurso, es decir, los miedos que alimentan el proyecto liberal de nación y los fines últimos que perseguía (¿y persigue?).
En una primera lectura, La Gringa es la tediosa, exasperante y sumamente cursi historia de amor entre Eduardo Barcos, el letrado latinoamericano por antonomasia, y Magda Peña, una finquera criolla dueña de dos beneficios de café, casada pero con el marido enfermo. A lo largo de la novela, el personaje de Magda funciona primordialmente como interlocutor de Eduardo (el letrado representante del proyecto liberal oligárquico modernizante), permitiéndole así exponer la visión de la élite liberal sobre diversos temas. A continuación, un extracto del diálogo que sostienen en el que salen a relucir casi todos los constructos liberales (racistas y clasistas) sobre el indígena, mismos que no han cambiado mucho en casi 80 años.
Magda: Así bailan los tres días y las tres noches de la fiesta. ¡Qué automatismo! ¿Se divierten, crees tú?
Eduardo: Dudo que el indio se divierta nunca.
Magda: ¿A qué lo atribuyes, Edward?
Eduardo: Quizá porque no es una raza sensual. A lo más, lujuriosa. Y esto casi sólo bajo el flagelo de una excitación artificial.
Magda: ¿Por el aguardiente?
Eduardo: En grado inmediato. Y por la religión, tan unida en su origen al vertimiento de sangre. Lo que nosotros llamamos divertirnos —expansión jubilosa del ánimo, infantilismo de la alegría, lo que quieras— no he visto que el indio lo conozca. Si les hubieras dado unos barriles de aguardiente, tampoco se divertirían. Poseídos por la epilepsia alcohólica, habría bacanal de gritos, pendencias y llantos. La orgía del machete. Has hecho muy bien en suprimir el guaro. No se trata sólo de una cuestión de moral sino de lógica. (Carlos Wyld Ospina, La Gringa [Guatemala: Tipografía Nacional, 1936], 206-7).
La cita es de por sí evidente. Para que el proyecto liberal funcionara y el modo de producción agro-exportador cafetalero dejara los réditos esperados, fue necesario imaginar y construir al indígena como un ser lujurioso, insensible e incapaz de tomar conciencia de su ser para así quitarle cualquier tipo de validez cultural y agencia política. Pero quizás más importante para la coyuntura actual (léase estado de excepción, represión de organizaciones sociales, ninguneo de las comunidades indígenas, imposición de la extracción minera, etc.) es la razón oculta del proyecto Liberal de nación, el miedo primario del que surge: la “orgía del machete”, la posibilidad de que el indígena subvierta el orden establecido, la nación criolla-ladina, el régimen excluyente, clasista y “etnicista” en el que aún vivimos.
Es ésta la finalidad última del proyecto liberal de nación, de los gobiernos dictatoriales liberales y militares, incluso de los así llamados democráticos, sobre todo del actual que es, demás está decirlo, heredero burdo y directo de la mentalidad liberal. La finalidad última es minimizar de cualquier manera la posibilidad de que la “orgía del machete” se materialice, de que el indígena se convierta en sujeto político, en ciudadano pleno, en dueño de su destino.
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