La tercera estrofa concierne a la esencia del mensaje de la canción: «Solo le pido a Dios/que la guerra no me sea indiferente/es un monstruo grande y pisa fuerte/toda la pobre inocencia de la gente. /Es un monstruo grande y pisa fuerte/toda la pobre inocencia de la gente».
Empezamos el año 2025 y recién nos enviamos muchos mensajes de paz y bien, de amistad y afecto, de buenos deseos y mejores intenciones, y también, hicimos promesas, nos formulamos buenos propósitos y más de alguno los hizo públicos y bajo compromiso. Muy bien, es encomiable. Mas, –como me hizo ver un amigo profesional de las ciencias de la conducta–, casi todas esas intenciones fluyeron bajo un estado de ánimo motivado por las celebraciones de fin de año.
La observación hecha por mi amigo me hizo reflexionar sobre dos fenómenos ya globalizados (León Gieco llama a uno monstruo grande y que pisa fuerte), que similar a un siglo atrás, nos está zarandeando como humanidad. Me refiero a la guerra y a la violencia preexistente que la anuncia.
El año 2024 transcurrió no con una ni dos guerras en el mundo. Nigeria y Siria, Yemen, Myanmar, Sudán, Burkina Faso, Somalía, y las más noticiadas: Rusia y Ucrania y el conflicto entre Israel y Palestina (conocido como guerra de Gaza). Sobrepasan el conocimiento suficiente para tener un diagnóstico nada grato a ojos vistas y amenazan estos monstruos en convertirse en la III Guerra Mundial.
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Un siglo atrás, la I Guerra Mundial sucedió concomitante a la pandemia de gripe AH1N1, paralela –y no relacionada en muchos casos– con el estallido de múltiples estallidos sociales en países de tercer mundo (recuérdese la violenta defenestración de Manuel Estrada Cabrera en Guatemala). También, con varias analogías fenoménicas entre hechos sociopolíticos del siglo XIV y terribles sucesos de los siglos XX y XXI. De suyo, Bárbara Tuchman, primera mujer presidenta de la Academia Americana de las Artes y las Letras (1978) y ganadora de dos premios Pulitzer (1963 y 1972) describió esos contextos (los del siglo XIV) así: «Se encontraban las huellas de los cascos de jinetes que no eran cuatro, como muestra la visión de san Juan, sino siete: plaga, guerra, impuestos, bandidaje, mal gobierno, insurrección y cisma en la Iglesia. Todos, salvo la peste, brotaron de un estado preexistente a la muerte negra y se prolongaron después de haberse extinguido la pandemia».[1]
Entre esos estados preexistentes se avizoran las violencias locales (a veces muy particulares) y las dificultades que tienen algunos buenos líderes (que soy muy pocos) para restaurar el tejido social cuando ha sido rota hasta la conciencia social de los pueblos.
Bárbara Wertheim Tuchman, historiadora, periodista y escritora estadounidense se forjó como corresponsal y le tocó en suerte cubrir la guerra civil española. También, durante la II Guerra Mundial prestó sus servicios en la Office of War Information (Oficina de Información de Guerra) y su primer premio Pulitzer devino de la publicación de su obra The Guns of August (Las armas de agosto) donde denunció las maquinaciones políticas poco sabidas que provocaron el inicio de la I Guerra Mundial.
Entre esas causas poco sabidas, esas maquinaciones políticas, esos entretelones grandes o pequeños, nacionales o internacionales, hay un hecho repetitivo: la amenaza del uso de la violencia sustituyendo a la palabra (el diálogo) para ganar poder, apropiarse de territorios o de las riquezas naturales que se encuentran en el subsuelo de estos.
Pero también existe el enraizamiento de la violencia desde la niñez en algunos grupos sociofamiliares. Esa violencia que se disfraza de bien porque la capacidad del mal para encubrirse es ilimitada. No se trata únicamente de la agresión entre pueblos y grupos, sino también, como señala la teóloga brasileña Ivone Gebara: «Sólo tenemos que caminar por las calles entre el tráfico, a menudo caótico, para sentir nuestro cuerpo y nuestras mentes agredidas por un sinnúmero de comportamientos procedentes unos de otros».[2] Y cuántas veces escuchamos a padres de familia o a hermanos mayores impeler a los niños a defenderse a puñetazos cuando lo correcto sería inclinarlos a la cultura de la evitación y la denuncia.
Vale la pena entonces revisar en nosotros y nuestro entorno cercano las naturalizaciones que ya tenemos sembradas de la violencia, porque la reflexión y el discernimiento nos pueden reorientar nuestras visiones y dar paso así a la esperanza de un mundo sin violencia y sin guerras. Los fenómenos de hace cien años se están repitiendo. Cuando menos en nuestro alrededor, evitémoslos. Encarnar Solo le pido a Dios, de León Gieco, puede ser un buen comienzo para tirarlos por la borda porque el bien todavía mora dentro de nosotros.
Un abrazo fraternal y un próspero 2025.
[1] Tuchman, Bárbara W. (1979). Un espejo lejano. España: Argos Vergara. Pág. 13.
[2] Gerbara, Ivone (2025). ¿Es posible eliminar la violencia? Agenda Latinoamericana Mundial 2025. Construyendo cultura de paz. Pág. 36.
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