Conocí primero a Luis como el autor de los libros de relatos La puerta del cielo (Editorial Rin 78, 1982) y Los años sucios (Editorial Palo de Hormigo, 1994; Editorial Del Pensativo, 2018), ambos retratos de la Guatemala de los años setenta. Una Guatemala marcada por la violencia y el encierro, en la que Luis vivió su adolescencia y su primera juventud —en su amada Antigua Guatemala—, y de la que huyó hacia París en una búsqueda vital y literaria. Allí se encontró con otros guatemaltecos que residían en Francia por diversas razones. Tanto La puerta del cielo como Los años sucios nos acercan a vivencias, preocupaciones y registros estéticos que dejaron una huella en la literatura guatemalteca, junto con las de escritores y escritoras de una generación que merece una revisión más profunda.
Lo conocí personalmente cuando yo misma regresaba a este país, del que salir me hizo tanto bien en su momento y al que volvía con un entusiasmo que ni yo misma entendía. Luis Aceituno y toda su banda de amigos cercanos fueron —y siguen siendo— parte de ese entusiasmo. Escucharlos hablar de la Antigua, de las procesiones, del chinchivir o de la comida de la Canche era un placer, pero también lo era leer lo que escribían.
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Desde el principio, Luis me pareció un gran conversador, alguien alguien con quien una aprendía siempre de cine, de música, de literatura, en esa manera tan generosa de compartir que tenía Luis. Eran los años de El Acordeón, el suplemento cultural que dirigió y que, sin duda, se convirtió en uno de los espacios más importantes de estas décadas, una especie de bitácora de la cultura y de los anhelos de muchos por estar al día tanto con lo local como con lo global. En sus páginas, Luis publicó textos y entrevistas que, en gran medida, funcionaron como una crónica de su tiempo.
Además del enorme aporte que representó El Acordeón, estaban las columnas de opinión de Luis, cada una mejor que la anterior. Escritas con un sentido visceral de la vida, lograba transformar cualquier tema en una reflexión profunda, siempre con ese tono desenfadado e irónico que tantas veces nos hizo reír a carcajadas por su manera única de abordarlos. Leerlo era como escucharlo hablar: ese estilo conversacional era inconfundible.
Sabemos que los premios nacionales de literatura, en el mejor de los casos, son un reconocimiento a una obra que ha aportado a un espacio cultural particular y en un momento específico. Sin embargo, también están vinculados a alianzas y negociaciones que no terminamos de nombrar de manera clara, pero que podemos sentir. Esto sucede tanto en Guatemala como en el resto del mundo. Ignoro si Luis fue alguna vez candidato al premio, pero sé que a mí, y a muchas otras personas, nos habría dado una enorme alegría que lo recibiera. También sé que habría sido de gran ayuda económica para él, y quizá le habría abierto puertas hacia una posición laboral más estable.
Se lo merecía, no solo por su obra, sino por el impacto que tuvo a lo largo de los años en varias generaciones de periodistas y escritores. Ese efecto era innegable. Si había alguien a quien podíamos llamar mentor, ese era Luis. Basta con preguntarles a los jóvenes que en su momento se formaban como periodistas o escritores, o a quienes fueron sus estudiantes en la universidad.
Una lo veía siempre como alguien cariñoso, siempre dispuesto al abrazo y a la buena plática, pero pocos sabían que desde hace años su cuerpo se deterioraba cada vez más, a pesar de los cuidados constantes de Gloria Hernández, su compañera. Y entonces surgen las preguntas inevitables: ¿Cómo vivir dignamente de la cultura en un país donde los sistemas de apoyo al artista son prácticamente inexistentes? ¿Cómo enfrentarse a una enfermedad en Guatemala sin un seguro de salud que sea digno? ¿Cómo acceder a las medicinas y al cuidado adecuado? Estas preguntas reaparecen cada vez que perdemos a un amigo artista o escritor, pero las respuestas siguen siendo esquivas.
Pienso en esto y me pregunto cuáles eran las condiciones vitales de Luis, esas que le permitían —o no— dedicarse por completo a la literatura. A lo largo de los años, muchas y muchos nos quedamos con ganas de otro libro suyo de narrativa. Hay escritores a quienes este país les afecta de maneras distintas, quienes sienten cómo los va carcomiendo en los rincones más profundos de su existencia, en esos espacios que no alcanzamos a ver.
Ojalá en Guatemala existiera la posibilidad de otorgar un Premio Nacional de Literatura de forma póstuma. Sería un acto simbólico que tal vez nos brindara un poco de la paz que ahora nos falta ante la muerte de Luis. Sería algo tangible, más allá de las columnas de opinión y los mensajes en redes sociales donde se le reconoce como el amigo, el escritor y el mentor que fue. Por ahora, me aferro a la invitación de la filósofa belga Vinciane Despret: transformar el duelo por nuestros seres queridos en un esfuerzo por dar continuidad a sus vidas y mantener el diálogo con ellos. En el caso de Luis, su presencia perdura en su obra, en sus columnas y, seguramente, en esos textos dispersos que escribía mientras fumaba un cigarro y escuchaba a alguna de sus bandas favoritas de rock.
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