En esos días sin trabajo y sin dinero, después de vagar las primeras horas de la mañana por oficinas frías y aburridas repartiendo fólderes color manila y papeles con fotografías fotocopiadas y sin nada que hacer, enfilaba a la Biblioteca Central. Solo era dejar mi cédula o mi carnet universitario y pedir un periódico de tal día y me daban un enorme libro empastado conteniendo las ediciones mensuales de tal publicación. Llegaba casi a diario.
Y así, leí someramente casi todos los periódicos de aquella época. Asesinatos políticos difíciles de no informar mezclados con campos pagados y anuncios del primer centro comercial con gradas eléctricas en el país. Notas de bautizos, quinceaños y matrimonios entre caballeros y señoritas ejemplares. Decentes.
Recuerdo que también en esos mismos días, por la tarde-noche, asistía ala Universidad.Parauno de los cursos redactamos en un grupo de trabajo un texto que sintetizaba los resultados de una “investigación”. Lo que resultó, desde mi opinión, era un trabajo muy completo acerca de uno de los acuerdos de paz en cuyo contexto se desarrolla el trabajo final de Gerardi y de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico.
El día de la exposición de los resultados, fue evidente que estaba rodeado de gente apática y desinteresada. O más bien con intereses distintos a esos que construyen imaginarios colectivos. Que construyen memoria. O tal vez el trabajo era muy malo. Ni siquiera obtuvimos la nota que pensaba nos merecíamos. En el patio estaba a punto de empezar una fiesta.
Recuerdo todo esto en estos días de sentencias que jamás esperé ver en este país. En estos días en extremo polarizados por los mismos grupos de siempre. Antagónicos. Y el resto, mofándose y riéndose de que solo en Guatemala se puede condenar a alguien a seis mil años de prisión. O repitiendo como queriendo lograr que sea cierto: “Acá no hubo genocidio”, “Ya o’mbre, dénle la vuelta a la página”, etc., etc., etc. De eso lo atestiguan los muros en las redes sociales. Y alguna que otra entrevista en los medios.
No todos los días acaban sentenciados militares en el país, y aunque faltan los que completan hacia arriba la cadena de mando, es un paso trascendental para discutir nuestra realidad. Debió ser o debería ser un espacio para reflexionar sobre nuestro pasado, nuestra historia. Para la mayoría, hablo de las personas más allá de los círculos académicos, artísticos o periodísticos, el dato de la sentencia se volvió anecdótico y fuente de risas.
O de burla para lo que realmente les llamó y cautivó la atención esta semana. El evento principal en este circo electorero. El último recurso antes que le digan no. O bueno, lo que casi todos esperan y desean fervientemente. Como si con eso el país se arreglara. La innombrable por su nombre real y al contrario, rebautizada por tal cantidad de epítetos que si en este país, la justicia funcionara deberían varios de ellos sentados en el banquillo.
Todo sigue siendo igual. Violencia en las calles y ahora con esto de las redes sociales, violencia desde los monitores. Nací y crecí en una época violenta. Y lo que nos quedó de aquellos años es este miedo, es esta prisión. Este aislamiento e individualismo pernoctando en los dogmas de la superación personal y otros parecidos repetidos por la publicidad y los medios de comunicación. Este no país.
Seguimos siendo una sociedad fragmentada y repitiendo los mismos moldes. Naciendo y muriendo en la misma y eterna violencia. En la misma y eterna indiferencia. Asistiendo devotamente a los centros comerciales. Nombrando puentes y obras grises con suspiros de tiempos mejores que no lo fueron. Sí, nada ha cambiado.
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