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Totonicapán. Un bosque

Por aquel levantamiento, el bosque es nuestro.
No como una jungla. Como un bosque. Así nos gusta mostrarnos. Así intentamos ser.
Juntas directivas entrante y saliente en 2012
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Totonicapán. Un bosque

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

Una multitud caminando entre la niebla. Desde las tres de la madrugada avanzan con paso firme sobre la grama cubierta por el hielo de la madrugada. Se hunden en un bosque de pinos grandes y antiguos. Es el viejo bosque de Totonicapán. El viejo bosque símbolo de la unidad colectiva; el bosque, lugar sagrado. Es el mes de diciembre del año 2012.

Van cientos de hombres y mujeres con sus mochilas en la espalda y canastos sobre la cabeza. Niñas y niños marchan del brazo de ancianos. Bajan y suben colinas, progresan entre los senderos llenos de maleza. Muchos llevan la nariz roja por el frío, otros mojan sus pies mientras brincan sobre los arroyos. Las Autoridades indígenas de los 48 Cantones de Totonicapán recorren el bosque. Las que dejan el cargo y las que lo asumirán. Yo soy parte de estas últimas.

***

Me llamo Andrea Isabel Ixchíu Hernández, soy una muchacha k’iché poco convencional en mi municipio, tengo de mascota una gata, se llama Nube, y un R2D2, el robot simpático de Star Wars, estudio para ser abogada y soy lectora empedernida. Toco la batería y canto, alguna vez tuve una banda de rock y alguna vez me fracturé un brazo por andar en patineta. Me gusta el grunge, el punk, el grindcore, el metal. Cuando tengo un poco de plata suelo organizar conciertos y festivales, así me hice gestora cultural y visible en Totonicapán. Los caminos del rock and roll me llevaron a trabajar en la defensa del territorio. 

He crecido en un ambiente colectivo, comunitario, de servicio y de protesta. Y ahora, también, soy la autoridad del bosque. Hace un mes, a mis 24 años, la zona 2 urbana del municipio de Totonicapán, donde vivo, me encomendó presidir la Junta Directiva de Recursos Naturales de los 48 Cantones. Mi misión es proteger este lugar por un año. Es un gran honor y una gran responsabilidad. Sobre todo porque es la primera vez en la historia de esta organización indígena que dan el puesto de presidencia a una mujer, joven y rockera. Por mi mente jamás había pasado participar en esto. Aunque en el año 2000 mi padre presidió los 48 cantones y le acompañé en cuanto pude (caminatas, reuniones, talleres y asambleas), no esperaba que fuesen a elegirme a mí, puesto que Totonicapán es muy organizado y también muy conservador. Yo encajaba muy poco en el modelo tradicional de joven maya. Desde adolescente tuve problemas en la calle con los vecinos por tocar rock o por andar en patineta. Pero aun así me han confiado el bosque por un año.

Y por eso camino entre el centenar de personas, en esta marcha que conecta con nuestro mito fundacional, sumida en la bruma de las cuatro de la mañana. Cada vez nos internamos más en el bosque y la multitud con la que fluyo en este viaje está conformada por gente de todos los cantones y aldeas que conforman nuestro municipio: las comunidades del norte, las comunidades del sur, las del oriente y del poniente.

Conozco este recorrido desde que era niña y sé que nuestros ancestros lo hicieron religiosamente cada año desde hace más de tres siglos. Es emocionante pensar que piso el mismo sendero que alguna vez abuelos como Atanasio Tzul o Lucas Ak’iral trillaron, antes y después de su travesía a España. Aquel viaje, que ocurrió en entre 1811 y 1812, llevó a los Principales del Pueblo, Atanasio Tzul y Lucas Ak’iral, hombres de entre 55 y 60 años, a negociar en las Cortes de Cádiz la compra de tierras. Adquirieron poco más de 20,000 hectáreas de terreno con Cédula Real de Propiedad. Se beneficiaron de la abdicación de Fernando VII y la división interna de España. Pero pronto, en 1817, Fernando VII, de nuevo en el trono de España, intentó suprimir este derecho y trató de que volvieran a pagar de impuestos a la corona. Como resultado, los indígenas de Totonicapán se levantaron en 1820, como relataron Severo Martínez en Motines de Indios o Ricardo Falla en Quiché Rebelde, y la sublevación, junto a varias otras de Keqchíes, Ixiles y Kaqchikeles, culminaron con la firma del acta de independencia de Guatemala.

El viaje de hoy es producto de aquel, pero no su eco.

Por aquel levantamiento, el bosque es nuestro. El propietario registrado es el Pueblo Indígena de Totonicapán y la propiedad sobre el territorio que comprende el Bosque Comunal es algo que defendemos con habilidad y sin miedo, ya que en distintos momentos (1871 y la Reforma Liberal, 1931 y la dictadura de Ubico, 1944 la Revolución, 1963 a 1987 durante el conflicto armado, y de 1996 a 2013, años de democracia extractivista) se nos ha intentado arrebatar. Pero el bosque es nuestro. Y lo miro y pienso que este bosque es reflejo y realidad de la supervivencia de los pueblos indígenas en Guatemala. Pero ese “nuestro” tiene un matiz distinto del que tiene habitualmente cualquier otro “nuestro”, o peor aún, cualquier “mío”. El Alto de Totonicapán, ese es su nombre, representa la posibilidad de espacios comunes. No privados, ni públicos: colectivos. Varias veces al año, las Autoridades indígenas de Totonicapán recorremos sus 311 mil hectáreas de largo, buscando reconocer los límites territoriales y reafirmar la propiedad colectiva sobre el bosque comunal. Por eso caminan las Autoridades. Y portan las varas que les identifican como guías. Las varas, abuelas y símbolo de la autoridad indígena en Totonicapán.

¿Quiénes son estas Autoridades? Son el gobierno indígena del municipio y existe desde antes de 1793. Defienden, administran y cuidan el patrimonio natural del pueblo. Son los representantes de la voluntad de las comunidades. Su historia se relata en el Popol Vuh y en el Título de los Señores de Totonicapán.

Cada comunidad tiene su propio Alcalde. Cuando se fundó el pueblo se designó a cuatro familias para cuidar y proteger el bosque, se les ubicó para guardar los límites con Quiché y Sololá, puesto que desde 1920 comunidades externas intentaron apropiarse de porciones del bosque. De esas cuatro grandes familias nacieron las comunidades Tzanixnam, Maczul, Chimente y Pachoc: los cuatro cantones. Distantes del centro del pueblo y con dificultad de transportarse hasta las asambleas, los miembros de los cuatro cantones padecen un sentimiento de abandono y aislamiento, y por eso desde hace diez años litigan para deslindarse del territorio común y convertirlo en propiedad privada, cosa que no ha pasado desapercibida para los partidos políticos, especialmente por los distintos partidos en los cuales han pululado los actuales diputados Arévalo. Pero hoy, entre los que aquí caminan, en este laberinto de coníferas, cipreses, robles, encinos, alisos, faltan los cuatro cantones.

A las 5 de la mañana, nos detenemos ante una enorme montaña. Una enorme roca se impone a la vista, y se oye la voz de las Autoridades que dejarán pronto su cargo.

Hemos llegado –indica la Presidenta con un megáfono–. Aquí está el tesoro más grande de nuestro Pueblo.

Aquí: 3,500 metros sobre el nivel del mar, cercanos a la comunidad de Barraneche’.

Un niño de mejillas enrojecidas se quita gorra y bufanda:

–Mama, mama, ¿dónde estamos pues?

La madre baja una canasta de la cabeza, se acomoda el delantal y se sienta en el suelo.

–Estamos entre Pixab’aj y Toto, mijo. A este altar los abuelos le decían María Tecum. 

La historia de este altar es incierta y hay muchas leyendas al respecto. Se sabe que los ancianos lo llamaban Q’opoj Ab ‘aj o Muchacha de Piedra, y se dice que le pusieron María, como la madre de Dios, para que tras la Conquista española los frailes y los soldados católicos no lo destruyeran. Esta piedra, lo creen todos los pobladores de Totonicapán, alberga un nawal, un protector, que cuida y defiende el bosque. Uno que es capaz de enloquecer o dañar a quienes encuentre talando árboles o de asesinar a quien trate de dañar a los animales.

En este caso el nawal es una mujer.

Al llegar ante ella, la Abuela María Tecum, hay una planicie cubierta de grama y un espacio para realizar Ceremonias Mayas. Se realiza una ofrenda. Se ofrece pom, velas, incienso, flores y frutas. Hacemos una plegaria. Algunos se persignan, otros se descubren las cabezas y alzan las manos al cielo. Una multitud ora de manera conjunta y al corazón del cielo. Oran a ese ser al que hace varios siglos nos enseñaron a llamar Dios. Velas, flores y pom arden y ante nosotros el fuego da giros y parece danzar. Un guía espiritual indica: “El fuego trae un mensaje. Dice que el Nawal de la montaña está feliz de vernos. El altar recibe nuestra ofrenda, nos otorga permiso de estar aquí. Pero pide que cuidemos la montaña, que nos mantengamos unidos. Vienen tiempos difíciles para el pueblo y hay intereses poderosos que quieren acabar con todo”. Después de este mensaje, mitad esperanzador y mitad abrumador, el silencio se apodera del espacio. Meditamos y cuando culmina la ceremonia, la gente se dispersa y busca un lugar para desayunar. Algunos comunitarios, protestantes fanáticos, cuchichean burlones: “Esto solo es brujería, nada puede contra Dios. A Dios hay que encomendarnos, no al fuego”. Un anciano de la comunidad de Vásquez, se les acerca y les replica en idioma k’iché algo así como “Dios no es exclusivo de su religión”. Se aleja. Regresa al desayuno.

Los niños parecen no comprender lo que acababa de ocurrir y naranja en mano, se apresuran a preguntar a una de las madres por qué María Tecum es tan grande y por qué cuida el bosque.

–María Tecum es una abuela que cuida el bosque porque aquí nace el agua del Pueblo –responde la señora mientras les sirve un trozo de huevo frito en una tortilla.

–¿Cómo nace el agua? –insiste el menor de los niños, con poco misticismo.

Entonces, un anciano se acerca, les ofrece unos gajos de naranja, acomoda su cuerpo sobre un rebozo y relata una historia. “Cuentan que los árboles, al igual que nosotros, tienen venas y que estas son sus raíces. En esas venas circula la sangre de la tierra. ¿Saben cuál es?”, pregunta el anciano. “Pues el agua”. Son ellos, los árboles, continúa su explicación, quienes guardan el agua y la van depositando en pequeños nacimientos que se convierten en ríos, lagos y mares.

Todos los que estamos cerca escuchamos con atención cómo cuenta lo que los hidrólogos describen con otras palabras. Ellos hablan de tres grandes vertientes de agua que se originan aquí y se dirigen al Golfo de México, al mar Caribe y al océano Pacifico y de que en este bosque, patrimonio histórico y natural, nacen los ríos Motagua, Chixoy, Cuilco, Selegua, Samalá y Nahualate. Pero el anciano lo dice así: “El agua hace su camino, y en el trayecto da de comer a todas las plantas y animales”.

Los niños preguntan por qué si los árboles son los que dan el agua, la piedra María Tecum es tan importante: ¡es solo una roca!

María Tecum, les contradice el anciano, no solo es una roca, es un altar sagrado que protege al bosque y al pueblo, es un mojón que delimita Totonicapán de Quiché y Sololá y le indica a otros visitantes que este bosque pertenece a Totonicapán.

Los niños acaban su desayuno y escalan la piedra. En la cima el espacio es estrecho... y hay que hacer fila para ver cómo comienza a cambiar el paisaje. La neblina que nos acompañó durante la madrugada se despeja. Son aproximadamente las seis de la mañana y los primeros rayos de sol nos besan la frente. Un océano verde se impone. Todo lo que puede verse alrededor, desde la roca, es bosque.

Ahí en la cima, hay una pequeñísima planicie de casi un metro de ancho, que tiene una brújula dibujada encima. Entre las flechas que señalan al norte y al oriente puede leerse con claridad “Pixab’aj” y entre las que marcan sur y poniente se lee “Toto”. Justo en medio está marcada la colindancia.

La demarcación física es impresionante, es como si uno tuviera un mapa enfrente y estuviera viendo las líneas que en las láminas del mapa dividen a Totonicapán de Quiché y Sololá. Desde la cima de María Tecum se observa una perfecta línea que sube y baja montañas, cruza barrancos y sigue extendiéndose hasta que se pierde a la vista.

–Para allá vamos, seño, al mojón venimos a caminar hoy –indica la voz de una Autoridad de Palin. No logro imaginar cómo hicieron los abuelos para delimitar el bosque de esa forma, sin las herramientas actuales. Estoy estupefacta y embebida, pero el megáfono me despierta: “Ya bajen, que nos falta bastante”, vocifera el Presidente de Alguaciles.

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Se nos pide reorganizarnos por juntas directivas y por comunidades. Somos cinco juntas directivas, la Junta de Alcaldes, la Junta de Alguaciles de Primera Quincena, Junta de Alguaciles de Segunda Quincena, Junta de Baños de Agua Caliente y la Junta de Recursos Naturales. Tenemos que caminar los nuevos con los viejos para hacer el cambio de consignas, los mandatos que se nos legan a las nuevas autoridades. “¡Esto no es carrera de caballos, despacio, aprendan sus consignas!”, grita el Presidente de Alguaciles, al ver que muchos se adelantan. “Vamos despacio, seño”, me dice el anciano que había contado la historia. “Total, que de llegar... llegamos”. Pero los niños se adelantan, corren, tocan todo. Quieren cortar flores, ramas de pino y semillas de pinabete, no dejan de gritar, se empujan entre ellos y ríen. Sus madres les regañan. No deben cortar una sola hoja de árbol sin pedir permiso a la tierra. Los niños se callan. Se nos informa desde el megáfono que estamos haciendo el recorrido de los Mojones del Pueblo y que somos la asamblea 194 después de la muerte del abuelo Atanasio Tzul, y se nos pide que pongamos mucha atención en cada lugar, a cada detalle. Debemos aprenderlos; en el futuro nos servirá para trasladar todo este conocimiento a los que vendrán.

Vamos todos sudorosos: la multitud. 30 kilómetros de cansancio y el sol, empiezan a colmar la paciencia de algunos varones jóvenes. Aunque nosotros, niños, mujeres, ancianos, vamos muy despacio, no dejamos de caminar. Los ancianos cuentan historias de cómo el nawal del bosque se apareció varias veces y les mostró qué territorio debían habitar y en cuál debían conservar el bosque, y de cómo a unas comunidades que intentaron separarse se les aprecio San Miguel Arcángel y los detuvo. Después explican por qué hay calicantos, cruces y marcas de distintos colores en varios espacios y narran la historia de cada cantón, y cómo cada nombre responde a una característica única que tiene el lugar. Chiyax: Chi’ es un prefijo que implica origen, punto de partida; Yax significa gente, personas. Chiyax tiene su nombre porque fue el primer poblado humano de Totonicapán, donde se asentó el primer grupo. Así uno por uno los ancianos nos descubren, nos revelan, los 48 cantones. Son muchas historias, pero aún falta mucho bosque por recorrer, y la nuestra, como la mayoría de las de los pueblos, como las narraciones míticas, es una historia oral. Y el bosque es parte de ella. Y los viejos del pueblo lo saben contar. Ahora, por ejemplo, ha aparecido un venado y los niños querían ir tras él, pero un anciano les ha pedido que lo dejen tranquilo, advirtiéndoles de que si lo molestan no les va a ir bien, y felicitándoles por haberlo visto. “Es el guardián del bosque”, les dijo con énfasis. Los niños se burlaron y varios hombres con vara los reprendieron con severidad.

Por el momento, llevamos alrededor de cinco horas de camino, con la luz de la mañana logramos subir sin tanto problema las terribles pendientes de la montaña, escalamos a una cima y ante la vista aparece una planicie, grande, como estadio de futbol. Ovejas, cabras y asnos pastan en calma.

La multitud avanza y atraviesa el campo. Yo voy despacio, me quedo al final. Vistos todos desde lejos parecen un ejército de hormigas. En filas van hombres y mujeres de todas las edades, organizados en comunidad.

No como una jungla.

Como un bosque.

Así nos gusta mostrarnos. Así intentamos ser. Así nos hemos hecho a este sistema de organización comunitaria y a la existencia de Autoridades indígenas que resuelven todo tipo de conflictos. Desde un robo de gallina hasta un asesinato. Autoridades que elegimos cada año y que nos sirven sin necesidad de un salario. K’axq’ol es su nombre k’iché. Significa servicio con dolor. Durante 14 meses, quien sirve debe renunciar a su trabajo, dejar a la familia y dedicarse todos los días a cumplir con sus faenas, muchas veces arriesgando la vida. Es un servicio comunitario. Como el bosque. Pero el bosque es más cosas, implica enfrentar empresas transnacionales que quieren talar y vender madera, empresas mineras e hidroeléctricas que quieren entrar sin respetar la propiedad colectiva, implica lidiar con el gobierno de Guatemala y la precariedad de las instituciones públicas que deben velar por el ambiente, diseñar modelos de manejo sostenible.

Al terminar la planicie hay un riachuelo limpio que nos sirve para abastecernos de agua, la gente se aglomera en él para refrescarse. Otra vez los niños brincan, chapotean y salpican un poco las canastas de comida. Un pellizco de la madre es suficiente para calmar a uno de ellos: “¿que no mirás que todos están tomando de ahí y vos metiendo tus zapatos shucos?”. El niño llora y su madre le reconviene para que respete el agua. Le dice que es sagrada. Sagrada. Seguramente sería el mismo adjetivo que emplearían muchos de los que hoy marchan con nosotros.

El agua es medular en la organización comunal de Totonicapán. Todas las comunidades gozan de comités encargados de administrar y garantizar el servicio de agua domiciliar. Los miembros del comité de agua deben cerciorarse de que todas las casas tengan ese servicio. Se paga una única cuota para mantener agua en la casa, y esta consiste tanto en una cantidad de dinero en efectivo al ingresar al comité, como en el de varias jornadas de trabajo para instalar las tuberías donde sea necesario y dar mantenimiento a las tuberías viejas. No hay pagos mensuales o anuales por el servicio, sino cada vez que sea necesario arreglar algún desperfecto. Organizarnos así nos mantiene unidos, y esa unión se manifiesta también en que desde hace varios años Totonicapán se ha opuesto a iniciativas de ley que pretenden regular cómo se usa el agua… Ahora toca subir otra montaña empinada, y los niños, un poco amedrentados, guardan silencio.

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Después de 45 minutos más de acenso, eternos, aún vamos a mitad de la montaña. Me duelen las piernas y he empezado a tropezar y a resbalarme. No soy la única, pero varias mujeres ascienden con tacones y cargan sobre su cabeza canastos de comida sin caer jamás al suelo. Son mujeres a las que admiro, pero jamás imitaré semejante práctica. No hemos logrado desterrar el machismo que aún nos condiciona: cómo vestimos, de qué largo tenemos el cabello, a qué edad nos casamos, cómo nos ponemos tacones, incluso para viajes escarpados. La mayoría de mis amigas de Totonicapán y de infancia son madres de niños de entre 6 y 9 año. Dejaron de estudiar. Se dedicaron a valiosos y esforzados oficios domésticos que nadie remunera. Pocas mujeres tenemos el privilegio de ir en este recorrido como autoridades. Algunas jovencitas, que usan tacones y cargan comida vienen “solo a acompañar”. Les pregunto y me dicen eso: “Sólo vengo a acompañar”. Para mí, haber acompañado a mi padre desde niña me permitió ampliar mi visión sobre la realidad. Mi madre también tiene mucho que ver con esa libertad que me acompaña. Me enseñó a valorar mi experiencia, mis esfuerzos y a nunca ser “la mujer detrás del gran hombre”. Por ella yo sé qué es tener voz propia; pero aunque el machismo me molesta, veo cómo estas compañeras que escalan la montaña con una canasta en la cabeza no van sienten ninguna carga, ningún pesar, y yo prefiero guardar silencio y evitar comentarios ofensivos para ellas.

Siete horas de caminata después, dos invitados, trabajadores de una ong, se derrumban: no pueden continuar. Se les encamina por un extravío cercano para que regresen al pueblo.

“Pobrecitos”, decían las señoras con cierto aire de conmiseración y con condescendencia evidente, “de plano no están acostumbrados”.

“K’axlanes (ladinos) tenían que ser”, respondió un hombre. Todos reímos y entre bromas e historias relacionadas al cansancio de andar por el bosque seguimos caminando hasta que de pronto, la presidenta de 48 cantones se dirigió de nuevo a la muchedumbre:

–Nos aproximamos a Piedra Coyote.

Y el anuncio tiene cierto valor. Hace casi veinte años Greenpeace calculó el valor en madera del bosque y advirtió que podía albergar metales preciosos. Menos de una década después geólogos evaluaron Piedra Coyote. Descubrieron oro, descubrieron plata. En 2002, la empresa minera Marlín comenzó a tramitar la licencia de exploración dentro del bosque de Totonicapán y se le autorizó. Totonicapán respondió con rebeldía. Que hay riqueza en el bosque toda la gente de Totonicapán lo sabe, pero para nosotros no se mide en lingotes.

Piedra Coyote debe ser protegida, subraya la Presidenta. Debemos, dice, supervisar de manera permanente esa región. Algunos se inquietan y preguntan: ¿qué hacemos si vienen las mineras? Un alcalde comunal contesta: “lo mismo que hicimos la última vez que trataron de entrar. Les quemamos sus máquinas”. La gente se agita y asiente.

Como siempre, los más ancianos se acercan a una piedra alargada, que medirá 40 centímetros de largo por 15 centímetros de alto. En ella cuesta distinguir la forma de una cabeza y lomo de un animal.

–¿Es esta la piedra coyote? –pregunto.

El anciano a mi lado me dice que sí y me pregunta si acaso no le veo la cabeza mientras algunos apresuran a dejarle un trozo de pan, una moneda de un quetzal, cualquier regalo. Están convencidos de que ese gesto llevará abundancia a sus hogares.

Llevamos ya casi 8 horas de caminata y no podemos detenernos demasiado tiempo aquí. Aunque el cansancio empieza a hacer estragos, nos ordenan continuar. Me tiemblan las rodillas y me pesa hasta el suéter. Me detengo y lo guardo en la mochila, tomo asiento por unos minutos, bebo algunos sorbos de agua y cuando acabo, estoy sola.

 

 

Nadie alrededor.

 

 

Nadie.

 

 

La marcha va muy de prisa. No sé por dónde fueron.

Ni rastro de ellos.

Tupidos árboles, paja.

No encuentro un sendero.

Grito, silbo, escucho que lejos alguien silba. Uf.

No estoy sola, no soy la última, detrás de mí viene un grupo, parte de la nueva Junta Directiva, el nuevo presidente de los 48 Cantones viene despacio y con él viene el prosecretario, los tres vocales y el hijo pequeño de uno de ellos. Me siento aliviada.

El grupo rezagado está inconforme.

–Van muy rápido –se queja el vocal II y el niño me dice:

–No dan tiempo ni para tomar fotos...

El nuevo presidente comenta que es mejor ir despacio para aprender el camino, porque nos espera un año entero de trabajo. “Sobre todo ustedes los de recursos naturales”, dice señalándome. “Aquí van a vivir el resto del año. Aprenda bien el camino.”

Mi cuerpo avanza ya de forma automática, dando sorbos de agua, tragando un poco de yogurt.

Un compañero que quiere consolarme comenta que hoy el recorrido es más fácil: nosotros ahora llegamos en bus al punto de inicio. Su abuelo le contó que ellos caminaban 13 días seguidos y dormían en el bosque, recorrían las 311 mil hectáreas sin parar... ¿Significa eso que no debo quejarme? A principios del siglo XX todo el recorrido dentro del bosque se hacía a pie. Entre 1950 y el año 2000 comenzamos a movernos en camiones y se pausaban los recorridos. Ya en los 2011 comenzaron a rentar autobuses más cómodos. Tiene razón, pero ahora nada de eso me sirve de consuelo mientras avanzo, en este grupo de hombres rezagados, las nuevas Autoridades, entre resbalones sobre el musgo.

Pero subimos una cuesta y ya, subimos una cuesta y ya, subimos una cuesta y ya. Diez horas y una enorme planicie de más de 100 cuerdas de terreno, grama verde y atravesada por un riachuelo limpio, casas de adobe, techos de paja, humo en las chimeneas, ovejas, gallinas y vacas y el resto del grupo que nos chifla, nos aplaude y grita con jolgorio. Es hora de comer y descansar un poco, casi las 3 de la tarde.

Rancho de Teja es el final del primer trayecto en el recorrido de mojones: me faltarán, después de ese día, tres recorridos más. En casa me esperan Nube y R2D2.

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