En ese orden, dos escenarios contrapuestos se han hecho muy ostensibles durante la pandemia de covid-19 a nivel planetario. Uno corresponde a la búsqueda de la salud y del bienestar colectivo y el otro a la irrupción del ser humano en territorios de otras especies con el fin de un enriquecimiento inicuo, es decir, que compromete la calidad de vida de todos los seres vivos.
El primer escenario implica conservación. El segundo concierne a la destrucción. El primero está relacionado con la protección de los ecosistemas y de la biodiversidad. El segundo, con la actividad sin control de las industrias extractivas, la introducción de monocultivos y un enfoque de la madre tierra como materia prima para lucrar sin considerar el caos (biológico, económico, social, etcétera) que se crea y que termina siempre en un entorno de muerte.
La pandemia de covid-19 —como otras pestes— está ligada a la extinción de las especies, al cambio climático, a un desligamiento de los seres humanos de los otros seres vivos, sobre los cuales creemos tener derechos preestablecidos desde una visión antropocéntrica cuyo fundamento es la apetencia insana de riqueza material. Y no pocas veces nos creemos con derechos sobre nuestros prójimos y bajo ese influjo les conculcamos derechos inalienables, como el derecho a una existencia digna y el derecho a la salud.
Ejemplos de tales acometidas son las recientes incursiones de las fuerzas de seguridad del Estado en los municipios de El Estor y Purulhá. Como muestra, el recién pasado jueves 10 de noviembre, cerca de 2,000 policías tenían cercadas a varias comunidades de Purulhá con el fin de desalojar a sus pobladores de unas tierras que estos aducen ser suyas. La orden fue girada por un juez competente. Para fortuna de la humanidad (porque, en un choque sangriento, quien pierde es la humanidad), otro juez suspendió el desalojo por no haber garantías suficientes para los lugareños. Pero, independiente de que haya sido legal y justa la dicha orden, ¿a qué dinamismo obedece enviar fuerzas armadas que sobrepasan en mucho el número de efectivos que tiene un batallón para desalojar civiles (ancianos, mujeres y niños incluidos)?
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Se colige entonces que la pandemia nos ha puesto en un punto de quiebre. No podemos seguir con el modelo de Estado que manejamos en América Latina (salvo pocas excepciones). Hemos de caer en la cuenta de que el planeta Tierra es de todos y de que nuestra supervivencia como especie está ligada a la armonía entre nosotros, a la rehechura de los tejidos sociales, a nuestra conexión con la biodiversidad y con la salud misma de nuestro mundo. Y en cuanto a los niveles de angustia de las poblaciones, no podemos seguir soportando la imposición del miedo y las amenazas. Nuestros gobiernos han tomado un derrotero equivocado, y somos nosotros, principalmente los ciudadanos que tributamos, los llamados a exigir que corrijan ese rumbo o que se larguen a donde mejor les convenga. Si la casa común y su dirigencia no están sanas, nosotros, los pobladores, siempre estaremos enfermos.
Hoy por hoy, la migración por causas de inseguridad (con relación a la vida), la ausencia de oportunidades para el desarrollo personal, la fallas en la certeza jurídica de la tenencia de la tierra, la destrucción de muchos hábitats, la riqueza natural mal distribuida y la carencia de políticas de equidad son los indicadores irrefutables de nuestro fracaso como Estado y, más aún, como seres humanos.
¿Seguiremos tolerando a los responsables de esta debacle? Yo creo que no debemos hacerlo.
No olvidemos que el planeta Tierra es patrimonio de sus seres vivos (especie humana incluida como tal, no como dueña) y que, como bien reza una canción de Ricardo Ceratto: «El sol nace para todos y se entrega con amor. No distingue las fronteras ni las razas ni el color».
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