Pero si algún ejemplo hacía falta para demostrar esa tesis tan radical pero tan objetiva, basta escuchar a la fiscal que tiene a su cargo la acusación contra Eduardo Meyer al explicar por qué es que a ese individuo que hizo desaparecer 82 millones de quetzales de los fondos del Congreso de la República, únicamente se le podría castigar con tres años de cárcel que serían conmutables y una ridícula multa de seis mil quetzales. Eso a cambio de 82 millones obliga a pensar que siendo tal la relación, baboso el que no se huevee todo el pisto que pueda.
El otro implicado, el representante legal de la entidad que se alzó oficialmente con los bienes, está confiado en que no se le puede castigar porque lo acusaron de lavado de dinero y dice que como el dinero que se robó era bien habido y no producto de algún crimen, no cabe el castigo y entonces podría ser que Girón, como Meyer, saliera con una ridícula condena. Ambos se pueden repartir tranquilamente los 82 millones y gozar como si nada del dinero que se clavaron porque nuestra legislación no contempla castigo para ladrones de ese calibre. A Meyer le bastó poner cara de baboso para que le creyeran que en su caso el peculado fue culposo y con eso no sólo puede librarse del bote, sino terminar sus días muy tranquilo.
No puede ser que en un país con las carencias que tiene Guatemala, robarse dinero del erario sea no sólo tan fácil sino tan poco castigado. El mensaje que se le está enviando a toda la sociedad es que, efectivamente, en nuestro medio es pendejo el que no se enriquece en el ejercicio de una función pública porque está visto que las leyes son una porquería y que el Congreso no tiene la menor intención de cambiar las reglas de juego. 82 millones de quetzales, por muy devaluada que esté nuestra moneda, es un chorro de pisto y aún si fuera simplemente por omisión e incumplimiento de deberes, el responsable de que desaparezca una suma de ese calibre tendría que terminar pudriéndose en el bote, porque el daño que hace es peor que el causado por mareros y pandilleros.
No ha sido, pues, exageración afirmar que vivimos en un país donde el sistema político y administrativo fue diseñado para beneficiar a los corruptos y para alentar la corrupción. ¿Dónde hay un preso por haber dilapidado los bienes nacionales en operaciones inmorales que se hicieron en fraude de ley inventando figuras de enajenación que no cabían para esas operaciones? Si la Constitución exigía aprobación del Congreso para enajenar una empresa estatal como Guatel, bastó la ficción jurídica de Telgua para concretar la venta mandando al chorizo la Constitución y parte sin novedad. Si la Constitución establece el procedimiento para concesionar servicios públicos, basta encubrir la concesión como un arrendamiento para que los servicios portuarios sean privatizados sin tener que cumplir con ninguna ley y todo mundo tranquilo. Nadie, absolutamente nadie, irá al bote por esto como nadie fue al bote por la venta de la telefónica.
Viendo el caluroso saludo de Meyer con Girón se siente vergüenza de vivir en un país donde los pícaros terminan así. Y lo peor de todo es que vivimos en un país donde se les rinde pleitesía y la sociedad admite con satisfacción a los nuevos ricos y a los viejos ricos que incrementan su capital con negocios asquerosos que la gente sabe y conoce, pero que no causan ningún sentimiento de asco o repudio, como debiera de ser.
Hay que poner un busto de Meyer en la Plaza Central porque es el mejor ejemplo de la porquería de sistema que tenemos.
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