Mi interlocutor, a quien llamaremos B, me llamó desde Madrid. Lo conozco desde 1987. Y desde esa época ha sido un colega de filosofía, de diálogos y de largas charlas. Su acento alemán es bastante marcado. Fue cortante: «Hostia puta, me he contagiado con la plaga». A sus 76 años, esto no es una noticia para celebrar. B se ha contagiado en el asilo donde radica, en la comunidad autonómica de Madrid, y las residencias para personas de la tercera edad han sido literales campos de muerte.
¿Qué le dices a alguien a quien automáticamente le pones un letrero de condenado a muerte en la frente? Precisamente por ello me sorprendió lo siguiente que escuché al teléfono: «¿Quieres tener una última discusión filosófica conmigo cual Sócrates en la prisión antes de beber la cicuta?».
Personalmente, creí que B empezaría con la referencia al conocido texto de Camus La peste, pero su referencia inicial —en este nuestro último diálogo— regresó a los griegos. Como siempre. «¿ Recuerdas el mito de la peste de Egina?». Yo sí, pero, por si usted, apreciado lector, no lo recuerda, el mito es muy simple. La isla lleva el nombre de la ninfa Egina, madre de Éaco, quien fuera su rey hacia 1400 a. C. Según el mito, Zeus raptó a Egina (para variar). Con la intención de escapar de la furia de su mujer, Hera, Zeus traslada a la ninfa a la isla de Enone (Egina) y allí, sin perder tiempo (para variar), fornica. Como resultado, es concebido Éaco, quien luego será rey. Al darse cuenta de la infidelidad, Hera envía una terrible enfermedad que diezma la población de la isla.
«¿Recuerdas los versos de Ovidio al respecto que están en La metamorfosis?», me preguntó B. «Claro. Los recuerdo. Los leí contigo la primera vez», fue mi respuesta.
«Llega a los pobres colonos con daño más grave la peste y en las murallas señorea de la gran ciudad. Las vísceras se queman a lo primero, y de la llama escondida indicio el rubor es y el producido anhélito. Áspera la lengua se hincha, y por esos tibios vientos árida la boca se abre, y auras graves se reciben por la comisura. No la cama, no ropas soportarse algunas pueden, sino en la dura tierra ponen sus torsos, y no se vuelve el cuerpo de la tierra helado».
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Dicho sea de paso, Tucídides nos hace saber que la peste no fue mitológica, sino un hecho real sucedido en Atenas entre los años 431 y 404.
Regresando a nuestro diálogo, intento hablar, pero B me corta el argumento. No deja de ser un profesor universitario dominante, activo, incluso cuando contempla la posibilidad de no existir más. «¿Qué te dice el mito?». «El castigo es producto de una transgresión», es mi respuesta. «En este caso, por la liberalidad sexual». Intento profundizar, pero B me corta de tajo. «Esa sería una respuesta muy simple y muy congruente con la mentalidad cristiana fundamentalista. Lo que es interesante preguntarse es por qué Hera lanza una plaga que matará a los mortales cuando quien ha cometido la transgresión es Zeus». Dicho más simplemente: ¿por qué te la cargas contra inocentes que nada tienen que ver con los líos maritales de Zeus?
«Lo mismo sucede con el relato del Éxodo», me dice B. El Pésaj, la Pascua judía, va a celebrarse este miércoles. Habrá el Seder (la cena) y se contarán una a una las plagas. «¿Recuerdas lo que hice cuando nos invitaron a la cena de Pésaj en la sinagoga ortodoxa?». «Cómo olvidarlo», fue mi respuesta. «A media cena preguntaste si no le hubiera salido más barato a Jehová matar directamente al faraón en lugar de darles a los primogénitos egipcios». «Exacto», me responde B. «Aquí, lo mismo. En todo contexto de peste y plaga, la lógica del inocente que muere cual víctima sacrificial está más que presente. Y eso es inmoral».
«¿No hay otra forma de hacernos recapacitar por nuestro errores más que por vía de la muerte?».
Intento responder, pero es en vano. B se exalta.
«¿Acaso la filosofía no adquiere mayor sentido cuando se reflexiona sobre la finitud de la existencia? ¿Cuántas veces no hemos discutido sobre lo que se olvida en la lectura de los Diálogos: sobre que Sócrates inicia su ministerio filosófico con el tema de la muerte (el oráculo profetiza que el filósofo debe morir por la ciudad) y concluye con el diálogo sobre la inmortalidad del alma?».
«La filosofía adquiere un sentido distinto cuando se reflexiona sobre la muerte porque, en efecto, somos seres para la nada. Y quizá esto es lo que la actual pandemia está mostrando con tanta facilidad», me dice B. «Al menos para los países del primer mundo, donde no estás acostumbrado a ver muertos en los noticieros a la hora de la cena (como si pasa en el tuyo), en estas sociedades, donde das por sentado que mueres de viejo y en condiciones dignas, esta pandemia te cuestiona lo esencial que has aceptado. Esta pandemia recuerda —al menos a los europeos occidentales— que la vida humana es frágil, que caemos muertos como moscas y que la diversión se transformó en muerte. Por eso, nada más simbólico que la pista de patinaje hecha anfiteatro aquí en Madrid».
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«¿No vas a preguntarme si tengo miedo de morir?», me pregunta B. Mi respuesta es «si me dejas», pero B no da tregua. «Claro que lo tengo. Porque eso mantiene viva mi esencia de humanidad, pues somos humanos en el sentido estricto: podemos ser conscientes de nuestra finitud, pero pasamos la vida pensando que el momento de la muerte sucederá en un lejano futuro. Sin embargo, esta plaga en realidad nos recuerda que cualquiera puede morir. Y vaya la muerte que te espera. Eventualmente tus pulmones no darán más, te ahogarás, te partirás de miedo, te cagarás del miedo, y esto sucederá en un hospital lleno de extraños. Luego te cremarán y con suerte no confundirán tus cenizas».
«Y eso de que luego de esta pandemia seremos mejores está por verse. Porque esta condición, que nos ha obligado a recluirnos, al alejamiento, nos enseña además a tener miedo no del otro (del extraño, del judío, del gitano), sino de tu mismo semejante, ya que este es el presunto portador de la plaga. Cualquiera puede ser leproso. Es imposible que de este sentimiento salgamos con más ganas de estar juntos».
Pensé hacia mis adentros que esto sería una meditación filosófica entre dos, pero termina siendo un monólogo. Más cuando el tema de Dios se aborda.
B es sarcástico, como todo filósofo. «He pasado toda la vida diciendo que la idea de Dios es un absurdo. ¿Y ahora que muero debo tomar la pandereta o el rosario? Vivir la vida aceptando sus limitaciones tiene más congruencia que vivirla suponiendo lo irracional. Además, no se te olvide, en la antigüedad aplacar las plagas requería sacrificar siempre a un inocente. Y eso es inmoral. Pero quizá la mayor inmoralidad es clamar por misericordia a un dios que de entrada no hizo nada por detener la pandemia. ¿Por qué debería Dios ayudarnos? ¿Acaso salvó a los que estaban en las cámaras de gas en los campos de concentración? Que en la trincheras no hay ateos es obvio: en los momentos extremos te desentiendes de la lógica y de la racionalidad».
«¿Te atreves a esperar a la muerte con los ojos abiertos?». Antes de que pueda responder, de nuevo su voz. «Ahora será mi tiempo de morir. Y el tuyo de vivir. Veamos a quién le va mejor», fue su última frase, en la que citó a Sócrates. «Sigue viviendo sin dejar de dudar, sin dejar de preguntar. Es lo que le da sentido a la puta vida». Cortó la charla. Y, como toda conversación filosófica, hay más preguntas que respuestas.
Hoy, cuando escribo estas líneas, me entero de que B ha fallecido. Ha descubierto el misterio más profundo: el de la trascendencia.
B, se te extraña, macho.
Y mucho.
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